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Estaba fuera de si. (Dio la vuelta en el portal oscuro) se salió a la calle. Las últimas frases las había dicho llorando. Isabel y Mercedes se quedaron un momento quietas, mirando por donde se había ido. Luego Isabel la siguió a la puerta y la llamó. Julia avanzaba de prisa sin volver la cabeza y se oian

un poco sus sollozos.

– Pero Julia, mujer, no seas tonta, ven acá. ¡Julia!Mira que por esa bobada…

– Déjala que se vaya. ¿No ves que está loca? Mejor que se vaya y nos deje pasar la tarde en paz. Déjala, Isabel.

– Me da no sé qué, mujer, que se vaya así. ¿Tiene su entrada del cine?

– Creo que si. Venga. Si además es muy bruta, por mucho que la llames no te va a hacer caso.

Subieron. A Mercedes en mucho rato no se le pasó la indignación que tenia contra su hermana, y cada vez que se acordaba de la escena del portal hacia un gesto de impaciencia plegando los labios.

– Es mema, os lo digo. Me ha dejado mal para toda la tarde-les decía a las otras chicas que estaban en casa de Elvira.

Según explicó, lo que más le enconaba era que Julia se estuviera perdiendo un chico tan majo como Federico Hortal que no hacia más que llamarla por teléfono y querer salir con ella. Hablaba con orgullo de este pretendiente de su hermana en un tono dominante y agresivo de propietaria.

– Hija, ¿majo Federico? A mí me parece mucho mejor su novio que Federico-defendió Goyita, que estaba también allí-. Es muy guapo su novio. Además, si le quiere…

– Calla, por Dios, si aunque le quiera, si es que hay cosas…

Elvira las escuchaba sin entrar en la conversación, con los ojos vagando por la repisa de su cuarto. Tenia los pómulos salientes, las manos nudosas. Jugaba sobre su falda negra, quitándose y poniéndose un anillo de aguamarina.

– Te debías pintar un poco estos días, Elvira. Estás muy pálida.

– ¿Pálida? Yo la noto como siempre.

– Además, mujer, no se ha pintado nunca, ¿se va a pintar ahora? Parecería que estaba celebrando algo en vez de estar de luto.

– Claro, pero es que lo negro come tanto. Tiene mala cara, ¿no lo notáis? Yo decía una cosa discreta.

– Que‚ más da. Yo estoy bien. No lo hago por lo que digan. Si tuviera ganas de pintarme, me pintaria.

El cuarto era pequeño, con cretonas de colores, bibelots y dibujos. Se veían por la ventana los árboles del jardín de las monjas, unas puntas oscuras.

– ¿Y el estudio, Elvi, no lo pones?

– Se ha caido el techo con la lluvia. Ya esperaré a que pase el invierno para arreglarlo.

– Mujer, no des la luz, se ve bien todavía.

– Es que me pone triste esa media llovizna; qué tarde tan fea… ¿Qué pelicula vais a ver?

– Una de piratas.

Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no. Para el otro marzo. Eran plazos consabidos, marcados automá-ticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera pelicula. A eso se llamaba el alivio del luto.

Las chicas hablaron de cómo habían estado las fiestas, del baile del Aeropuerto, que había sido de ensueño. Que con los aviadores por medio, no se aburría nadie. Todo en buen plan, ni mucha luz ni poca, ni mucha bebida ni poca, sobrando chicos y una selección… Que al Casino ya no se podia ir con la plaga de las nuevas porque ellas se acaparaban a todos los chicos solteros. Andaban a la caza, y con un descaro.

– Andan como andamos todas -dijo Isabel riéndose-.

Lo que pasa que están menos vistas y que no hay compromiso porque cuando se pasan las ferias se van Ellas hacen bien en aprovecharse. Yo me estoy sentada en el Casino porque no hay de qué, bien lo sabe Dios; pero si tuviera el tipo de esa amiga de Goyita y el éxito que tiene, haria lo que hace ella.

– Hija, Isabel-saltó Mercedes con voz digna-. Pues pensamos de distinta manera. Yo, esos métodos no. A mí el que me quiera, aquí sentada o donde esté me tendrá que venir a buscar.

– ¿Qué amiga de Goyita?-preguntó una.

– Esa Marisol.

Goyita bajó los ojos. Dijo:

– No es mi amiga.

– ¿Que no es tu amiga? Será ahora.

– Ni ahora ni antes.

– Por Dios, Goyi, cómo dices eso. Acuérdate de los primeros días. Que si no nos la metes en la pandilla, yo creo que te da algo. Si se ha portado mal contigo, la culpa la has tenido tú por darle tanta confianza: ya lo sabes de todos los años cómo son las de fuera.

Goyita no contestó nada. Hablaron de lo bien que había resultado la orquesta del Casino, mucho menos rajados para la juerga que la del año pasado, a pesar de que tenia menos fama.

– Oye, por cierto-le dijo Mercedes a Elvira-. El que anda ahora con la animadora es ese amigo vuestro.

– ¿Nuestro? ¿Qué amigo nuestro?-se extrañó Elvira.

– De Teo; ese profesor o lo que sea

– Ah, bueno, Pablo… ¿Pero cómo con la animadora

– Si, hija con la animadora, se ve que son amigos.

– No puede ser. Te habrás confundido.

– No -dijo Goyita-. No se ha confundido. Yo le conozco ese chico porque hice el viaje para acá con él. Ha ido al Casino a buscar a la animadora dos noches. Y vive en la misma pensión.

Elvira se quedó pensativa.

– Qué raro -dijo luego-. No le pega nada. ¿Y ella qué tal es?

– Mona, pero va demasiado exagerada. Bueno, es lo suyo… Y además ya mayor. Al lado de él, vulgarita.

– É1 desde luego está de miedo -dijo Goyita-. ¿Es extranjero, no? Se le nota un acento especial.

Isabel no le había visto nunca, dijo que a ver si se lo enseñaban. Le preguntaron a Elvira que a qué había venido, estaban todas pendientes de su contestación. Ella dijo que no sabía nada, que apenas le conocía, que por qué le preguntaban a ella.

– Está por él que se mata-resumió Isabel cuando salieron-. Ya veis lo nerviosa que se pone en cuanto le preguntamos cosas. No suelta prenda, se ve que quiere tener la exclusiva.

– Si; pero como presume de que no le gustan los chicos. Como es un ser superior.

– ¿Y Emilio? ¿En qué está con Emilio? A mi me da pena de ese chico.

– ¿Pena por qué? Ella dice que no han sido novios nunca.

– Bueno, que diga lo que quiera. El año pasado, a ver si no eran novios…

El cine estaba cerca. En la puerta se reunieron todavía con más chicas, se distribuyeron las entradas y se pusieron a hacer cuentas de dinero.

– Espera, faltan dos cincuenta. Es que le pago también a Tere porque le debo lo del domingo.

– Bueno, ¿a que nos perdemos el documental?

Fueron entrando en fila, volviendo el cuerpo para hablarse. Mercedes miraba la calle para ver si veía llegar a Julia.

– Esta idiota es capaz de perderse la película por el berrinche.

Julia llegó cuando el Nodo y pasó por delante de todas. Guiñaba un poco los ojos miopes.

– Más allá, tú, no te me sientes encima-era la voz aguda de Isabel.

Palpó la butaca vacía. Estaban enseñando unos embalses.

– Qué laterales, oye.-Cogió por el brazo a la de su izquierda, tratando de verle el rostro, y se alegró cuando vio que era Goyita.

– Hola, siéntate. No es que sean laterales, es que hoy venimos el completo.

Julia buscó las gafas dentro del bolso. Lo del embalse era aburrido. Igual que otras veces: obreros trabajando y vagonetas, una máquina muy grande, los ministros en un puente. Luego cambiaba y salía el mar, unas regatas. Anda, si era Santander. ¿Seria del verano? ¿Estaría Miguel por allí? Piquío. Qué mara-villa si le viera!Buscaba con desazón el hueco más propicio entre las cabezas de los de delante.

– ¿Qué te pasa? ¿No ves bien?

– Si, si que veo.

Por allí, por Piquio la fue a buscar hace tres años, el primer día de citarse solos. Se fueron muy lejos, Dios sabe hasta dónde. A ningún chico le habría podido tolerar las cosas que él le dijo aquella mañana, que fue más larga y más corta que ninguna, y eso antes de ser novios todavía. ¡Dios, qué verano había sido, nunca habría otro igual!Encendieron las luces para el descanso. Goyita tampoco hablaba. Solamente movió un poco la cabeza para contestar a las señas de Marisol que estaba unas filas más adelante con Toñuca; le estaban diciendo que se verían a la salida, pero Goyita se volvió a Julia y le apretó el brazo, le pidió con voz apremiante:

– Yo a la salida me voy contigo, si no te importa. Ponemos un pretexto. No las quiero ver.

– ¿A quiénes?

– A ésas. No quiero saber nada de ellas.

Y Julia en la voz le conoció que estaba triste.

– Si, saldremos juntas-le dijo con simpatía-. Yo tampoco tengo ganas de ver a nadie esta tarde.

No volvieron a hablar, y se les pasó el descanso como sonámbulas, hundidas en la música de los anuncios, hasta que apagaron.

Julia no se enteró mucho de la película. Era de abordajes y hombres arrojados, una historia confusa. Les veía izar las velas del navío, y les admiraba perpleja y lejanamente. No era capaz de localizar aquellos mares y aquellas islas, ni se lo proponía, pero a ratos le parecía conocer tales paisajes, y unas rocas en technicolor eran de pronto las rocas de la playa de Santander donde Miguel y ella habían tomado el sol de hacia tres veranos, tumbados uno junto al otro. Y se sentía inocente de recrearse en aquel placer ya purgado, como si fueran imágenes de la película que se desarrollaban ante sus ojos. Se encen-

dieron las luces y hubo que tomar una actitud, levantarse, salir a la calle. Goyita se le cogió del brazo.

– Es que se han portado muy mal conmigo, ¿sabes? Las dos, también Toñuca. Ya te contaré. Seguramente ahora quieren que vaya con ellas, pero yo no quiero.

Salieron a la calle. Había dejado de lloviznar, pero hacia un poco de viento, y la calle era de pronto distante y extraña alumbrada por las farolas. Julia no miró a su hermana y se alejó un poco del grupo que formaban todas paradas en la acera entre la gente que salía. Comentaban la película y de-

cidian lo que iban a hacer. Marisol, la chica de Madrid, se les unió con Toñuca y se puso a despedirse de algunas de ellas dándoles besos, porque, según dijo, se marchaba ya al día siguiente. Se acercó a Goyita y le pasó un brazo por los hombros.

– Tú vendrás a dar una vuelta por el Casino para que nos despidamos, ¿no, mona?

– Si, a lo mejor.

– Pues vente con nosotras, anda.

– No, de ir iré luego.

– Bueno, pero ven, ¿eh? Nada de a lo mejor.

– Si, hasta luego -dijo Goyita, sin mirarla.

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