Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Además, se sentía tan sofocada y pringosa de sudor que agradeció aquella repentina ducha de agua limpia. Se quitó los zapatos y calcetines y avanzó por la arena en la actitud de alguien que ha decidido dar un paseo a solas. Miró a su alrededor y no vio ni rastro de Harrison y sus soldados. Entonces quedó inmóvil.
A un par de metros sobre la arena estaba la silla.
La reconoció enseguida: asiento de piel negra; pies de metal con ruedas; en el lado derecho del respaldo, una muesca alargada y elíptica de bordes nítidos que casi llegaba al centro. Dos de las cuatro patas no existían y uno de los reposabrazos se hallaba horadado con minuciosidad revelando una pedrería plateada. Aquella silla se habría caído al suelo, de haber sido una silla normal y corriente.
Pero no era una silla normal y corriente. La lluvia no la humedecía, ni siquiera la salpicaba. Las gotas no rebotaban en su superficie, aunque tampoco daba la sensación de que la atravesarán como a una holografía. Eran como agujas de plata que alguien lanzara desde el cielo: se clavaban en el asiento y desaparecían para volver a aparecer debajo y golpear la arena.
Elisa contempló el objeto fascinada. Lo había visto por primera vez en el interrogatorio, enredado en las piernas de Harrison como un gato silencioso y rígido. Harrison lo había traspasado al caminar como ahora hacía la lluvia. Se había percatado de que, durante la aparición, uno de los soldados miraba su reloj-ordenador y lo manipulaba, sin duda porque acababa de quedarse sin energía.
Contó cinco segundos antes de que la silla desapareciese. Le hubiese gustado disponer de tiempo (y ganas) para estudiar los desdoblamientos. Eran uno de los hallazgos más increíbles de la historia de la ciencia. Casi se sentía inclinada a comprender a Marini, Craig y Ric, aunque ya era demasiado tarde para perdonarlos.
Cuando la silla desapareció, dio media vuelta y cruzó la verja de la alambrada.
Experimentó un escalofrío al pensar que Zigzag no difería mucho de aquella silla: también era una aparición periódica, el resultado de la suma algebraica de dos tiempos distintos. Pero Zigzag tenía voluntad. Y su voluntad era torturarlos y matarlos. Le quedaban tres víctimas para cumplir esa voluntad por completo (quizá cuatro, si incluía a Ric), a menos que ellos hicieran algo. Tenían que hacer algo. Cuanto antes.
De la casamata militar y el almacén solo quedaba en pie un par de paredes negruzcas, apuntaladas con cascotes. Había otras que parecían haberse desplomado hacía poco, sin duda debido a los vientos monzónicos. La mayor parte de los escombros y piezas de metal habían sido barridos hacia el extremo norte dejando en el centro un área despejada, de tierra más dura, quizá debido al calor de la explosión, aunque ya habían crecido matorrales en diversos lugares.
Decidió aguardar junto a las paredes. Dejó los zapatos en el suelo, deshizo el nudo de la camiseta y se frotó el pelo. Más que limpiárselo, la lluvia se lo había apelmazado. Echó la cabeza hacia atrás para que las gotas le bañaran el rostro. El aguacero estaba cesando y el sol empezaba a taladrar las nubes menos densas. Un instante después llegó Blanes. Cruzaron pocas palabras, como si se hubiesen encontrado por casualidad. Pasaron cinco minutos y apareció Víctor. A Elisa le dio pena ver el estado en que se encontraba: pálido y desaliñado, con barba de dos días, el cabello rizado formando abruptos matojos. Aun así, Víctor le sonrió débilmente.
Blanes echó un vistazo a los alrededores y ella lo imitó: al norte, más allá de la estación, había palmeras, un mar gris y arena solitaria; al sur, cuatro helicópteros militares posados en el terrizo y la franja de selva. No parecía haber nadie cerca, aunque se escuchaban voces remotas de pájaros y soldados.
– Aquí estamos seguros -dijo Blanes.
Sus miradas se cruzaron, y de repente Elisa no pudo reprimirse más. Se arrojó a sus brazos. Apretó aquel cuerpo robusto sintiendo que las manos abiertas de él presionaban su espalda.
Ambos lloraron, aunque de forma muy distinta a como lo habían hecho hasta entonces, sin sonidos, sin lágrimas. Pese a todo, al recordar a su compañera, Elisa se aferraba a un pensamiento obsesionante. Jacqueline, pobrecita, fue rápido, ¿verdad? Sí, seguro que sí, no disponía de energía para… Pero sabía que también se lamentaban por ellos mismos: porque se sentían perdidos, oprimidos por la angustia de una condena inexorable.
Vio a Víctor acercarse con el rostro desencajado y lo envolvió en su abrazo, apoyando el mentón en su huesudo hombro húmedo de lluvia.
– Lo siento… -gemía Víctor-. Perdonadme… Yo fui quien…
– No, Víctor. -Blanes le acarició la mejilla-. No hiciste nada malo. Tu portátil encendido no tuvo nada que ver. Usó la energía potencial de los aparatos. Es la primera vez que lo hace. No podíamos protegernos contra eso…
Cuando Elisa sintió que Víctor se tranquilizaba, se apartó y lo besó en la frente. Tenía deseos de besar, abrazar y amar. Tenía deseos de ser amada y consolada. Pero de inmediato lo postergó todo y procuró concentrarse en la tarea que le aguardaba. Tras lo de Jacqueline se había jurado a sí misma acabar con Zigzag a costa de su propia vida. Extinguirlo. Desconectarlo. Matarlo. Aniquilarlo. Tacharlo. Joderlo. No estaba muy segura de cuál sería la expresión correcta en aquel caso: quizá todas ellas.
– ¿Qué ocurrió en la sala de control, Elisa? -preguntó Blanes, ansioso.
Ella le contó lo que no había querido decir delante de Harrison, incluso la «desconexión» durante la cual había visto a Jacqueline desmoronándose.
– He dejado la imagen perfilándose -agregó-. Si no han tocado nada, ya debería estar lista.
– ¿Se han producido desdoblamientos?
– La silla del ordenador. La he visto dos veces. Ni Rosalyn ni Ric han aparecido.
– Es extraño…
Blanes se mesó la barba. Luego empezó a hablar en un tono muy distinto del que había mantenido durante el interrogatorio: entrecortado, rápido, casi jadeante.
– Bien, os contaré lo que creo. En primer lugar, Elisa tiene razón, por supuesto. Cuando elaboremos ese informe ya no les serviremos para nada. De hecho, ahora que sabemos de dónde ha surgido Zigzag, somos testigos peligrosos. Sin duda querrán eliminarnos, pero aun si no fuera así, no voy a ofrecerles Zigzag en bandeja para que lo conviertan en el Hiroshima del siglo veintiuno… Creo que todos estamos de acuerdo en este punto… -Elisa y Víctor asintieron-. Pero debemos jugar con cuidado: no mostrar todas las cartas, guardarnos cosas en la manga… Por eso es vital que comprendamos bien lo ocurrido y sepamos quién es Zigzag…
– Pero ya lo sabemos: es Ric Valente… -comenzó Víctor, pero Blanes agitó la mano.
– Les mentí. Quería alejarlos, que organizaran una búsqueda por la isla para distraerlos. En realidad, no vi a Valente ni a nadie en la sala de proyección.
Elisa ya lo sospechaba, pero no pudo evitar el desánimo.
– Entonces sabemos lo mismo que antes -dijo.
– Creo que sé algo más. -Blanes la miró-. Creo que ya sé por qué Zigzag nos está asesinando.
– ¿Qué?
– Que estábamos equivocados desde el principio.
Los ojos de Blanes lanzaban destellos. Ella conocía bien esa clase de expresión: era la del científico que roza, durante un trémulo instante, la verdad.
– Se me ocurrió poco después de ver los restos de Jacqueline… Cuando los soldados me llevaron al comedor y logré calmarme lo suficiente para poder pensar, recordé lo que había visto en la sala… Lo que Zigzag le había hecho a Jacqueline… ¿Por qué esa inmensa crueldad? No se limita solo a matarnos, hay un ensañamiento que va más allá de cualquier límite, de cualquier comprensión… ¿Por qué? Hasta ahora habíamos hablado de un perturbado, de que Zigzag fuera una especie de psicópata oculto entre nosotros…, un «diablo», como decía Jacqueline. Pero me pregunté si podía haber una explicación científica para ese salvajismo desmedido, esa brutalidad sobrehumana… Le estuve dando vueltas y hallé esto. Quizá os suene extraño, pero es lo más probable.
Se arrodilló y usó la arena húmeda a modo de pizarra. Elisa y Víctor se agacharon a su lado.
– Suponed que, en el instante en que se produjo el desdoblamiento, la persona desdoblada se hallase en medio de un acceso de furia… Imaginad que estuviera golpeando a alguien… Pero ni siquiera se necesitaría eso: solo una emoción intensa, agresiva, quizá dirigida contra una mujer… Si fue así, al producirse el desdoblamiento no pudo cambiar de emoción, ni siquiera atenuarla . No ha tenido tiempo . En un Tiempo de Planck ninguna neurona puede enviar información a la siguiente… Todo se conserva igual , sin modificaciones. Si la persona desdoblada estaba sometida a un impulso violento, a un deseo de abusar o humillar, el desdoblamiento ha quedado paralizado en eso .
– Aun así -objetó Víctor- tendría que estar perturbado…
– No necesariamente, Víctor. Ahí es donde nos equivocábamos. Pregúntate esto: ¿en qué se basa nuestra idea de bondad? ¿Por qué decimos que una persona es «buena»? Cualquier individuo puede llegar a desear cosas terribles en un momento dado, aunque al momento siguiente se arrepienta. Pero para eso se necesita tiempo , aunque solo sean fracciones de segundo… Zigzag no ha tenido esa posibilidad. Vive en una cuerda única, una pequeñísima fracción aislada del curso de las cosas… Si el desdoblamiento se hubiese producido al segundo siguiente, quizá Zigzag hubiese sido un ángel, no un demonio…
– Zigzag es un monstruo, David -murmuró Víctor.
– Sí, un monstruo, el peor de todos: una persona normal y corriente en un instante cualquiera.
– ¡Es absurdo! -Víctor reía con nerviosismo-. Perdona, pero te equivocas… ¡Por completo!
– A mí también me cuesta trabajo creerlo… -Elisa estaba impresionada por la idea de Blanes-. Entiendo lo que dices, pero no lo creo. La tortura y el dolor que produce en las víctimas… Esa «contaminación» obscena de su presencia… Esas… pesadillas asquerosas…
Blanes la miraba fijamente.
– Los deseos de cualquier persona en un intervalo de tiempo aislado, Elisa.
Ella se detuvo a reflexionar. No podía pensar en Zigzag de aquella forma. Todo su cuerpo se rebelaba ante la idea de que su torturador, su despiadado verdugo, aquel ser con el que soñaba desde hacía años y que apenas se atrevía a mirar, fuese otra cosa que el Mal Absoluto. Pero no encontraba resquicio alguno en el razonamiento de Blanes.