– Bah, apague esa mierda -oyó de repente las botas de Carter bajando por la escalera-. No sirve para nada, diga lo que diga el sabio.
Víctor no le hizo caso. Ni siquiera se molestó en replicar: siguió recorriendo el altillo con la linterna hasta encontrar nuevas cajas.
De pronto una mano palpó sus genitales. Una mano enorme. Se apartó de un salto, pero no antes de que los gruesos dedos de Carter se introdujesen en el angosto bolsillo de sus vaqueros y apagaran el transmisor.
– ¿Qué… hace? -chilló Víctor.
– Tranquilo, señor cura, no es usted mi tipo. -Carter mostró la dentadura en la oscuridad-. Ya le he dicho que lo de los transmisores es una mierda inútil, y no me gusta que me escuchen.
Víctor ahogó su enfado reanudando la tarea.
– No me llame «señor cura», por favor -dijo-. Soy profesor de física.
– Pensé que estudiaba religión, o teología, o algo.
– ¿Cómo lo sabe? -se extrañó Víctor.
– Anoche, en el aeropuerto de Yemen, le oí decírselo a la profesora francesa. Y le he visto rezar en ocasiones.
Víctor se sorprendió de aquella insospechada faceta de observador que demostraba Carter. Era cierto que había charlado con Jacqueline sobre sus lecturas y que a lo largo del viaje había rezado varias veces (jamás se había sentido tan motivado a hacerlo), pero siempre de manera discreta, apenas el susurro de un padrenuestro. No creía que nadie se hubiese fijado.
– Soy católico -dijo. Tendió la mano e inclinó una de las cajas para ver su contenido. Más latas. Sacó una. Alubias.
– Para mí es igual, científico o cura. -Carter se había puesto a sacar las cajas de la estantería izquierda-. Son las peores castas de la sociedad que conozco. Unos crean las armas y los otros las bendicen.
– Y los soldados las disparan -replicó Víctor sin ganas de discutir, pero con cierta intención. Buscó la fecha de caducidad en la lata de alubias y descubrió que había expirado cuatro años antes. La devolvió a la caja y dirigió la linterna hacia la siguiente. Envases de cartón. Metió la mano e intentó sacar uno.
– Dígame una cosa -pidió Carter a su espalda-. ¿Qué es Dios para usted?
– ¿Dios?
– Sí, ¿qué es para usted?
– Esperanza -dijo Víctor tras una pausa-. ¿Y para usted?
– Depende del día.
El envase estaba atascado. Víctor sacudió la caja con violencia. De pronto una sombra ágil y negra emergió a cinco centímetros de sus dedos y trepó por la pared.
– Dios… -gimió Víctor en castellano, y retrocedió asqueado.
– No, eso sí que no es «Dios». -Carter repitió la palabra en castellano mientras enfocaba al techo-. Es una cucaracha. Es grande, pero no hay que exagerar…
– Es enorme… -Víctor sentía náuseas. El estofado se le removió en el estómago.
– Es una cucaracha tropical, sin conservantes ni colorantes. Yo he estado en sitios donde se te hacía la boca agua viendo a una de ésas. Sitios donde verlas pasar era como ver pasar a un ciervo.
– No estoy seguro de que me gustara estar en esos sitios.
La risa del ex militar fue breve y ronca.
– Está ya en uno de esos sitios, señor cura. Si quiere, le quito las tablas a la puerta y se lo enseño.
Víctor se volvió hacia la puerta, luego hacia Carter. Los ojos de Carter y la puerta tenían el mismo color a la luz de su linterna.
– No puedo decir que sea lo peor que he visto en mi vida, porque después vi a Craig, Petrova y Marini. Pero lo que vi tras esa puerta fue lo peor que había visto en mi vida hasta entonces. Y le juro que ya había visto unas cuantas cosas. -El aliento de Carter, en la frialdad de la despensa, formaba un ligero vaho. La linterna hacía brillar sus ojos. Era como si ardiera por dentro-. Buenos soldados, como Stevenson o Bergetti, gente acostumbrada a vivir de pie, como digo yo, se quedaron tocados del ala cuando bajaron a esta despensa… Incluso el tipo que nos está buscando, Harrison, el hombre de Eagle, se ha vuelto loco de remate: ha visto más víctimas que nadie, y está como una chota. Le dan ataques, crisis, cosas así. Y no es un hombre a quien yo calificaría de sensible.
Víctor movió la nuez en su garganta en un inútil intento de tragar. Carter se ladeó un poco mientras hablaba, como si ya no se dirigiera a él sino a las sombras que los rodeaban.
– Voy a contarle algo. A miles de kilómetros de aquí, en una casa de Ciudad del Cabo, viven mi mujer y mi hija. Son negras. Tengo una bonita, bonita niña negra de diez años de edad con preciosos rizos y ojos enormes. Su sonrisa es tan dulce que podría estar mirándola toda la vida hasta que no me quedara baba que derramar. Mi mujer se llama Kamaria, que en swahili significa «como la luna». Es alta y hermosa, lo mejor de su raza, un cuerpo de ébano firme. Las amo con locura. Y desde hace un par de años no pasa una sola noche que no sueñe que las encierro en esta despensa y las destrozo. Les hago las mismas cosas que eso le hizo a Cheryl Ross. No puedo evitarlo: él aparece, me las ordena y yo obedezco. A mi hija le arranco los ojos y me los como.
Quedó un rato en silencio, respirando. Luego se volvió hacia Víctor con una mirada tranquila, indiferente.
– Tengo miedo, señor cura. Más miedo que un niño en un cuarto oscuro. Desde que todo esto empezó, puedo ponerme a chillar si un amigo me da un susto, o me cago en los pantalones si me quedo solo por las noches. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida… Sé que, si Dios existe, como usted cree, él … o eso … es un Antidios. La Antiesperanza. El Anticristo, ¿no se dice así?
– Sí -musitó Víctor.
Carter se quedó mirándolo.
– Pero no se preocupe: esto no va con usted. Va con nosotros. Si sus colegas no encuentran pronto una solución, nos matará a todos, pero no a usted… Usted solo se volverá loco. -Hablaba con repentino desprecio-. De modo que no se preocupe más por las jodidas cucarachas y siga abriendo cajas. Dio media vuelta y salió de la despensa.
Despertó con un sobresalto. Se encontraba en su casa. Ric Valente y él estaban haciendo pedazos los pantalones de las chicas. Todo lo demás (la isla, los horrendos asesinatos) había sido un mal sueño, por suerte. Los caminos del inconsciente son inescrutables, pensó.
– Mira esto -le decía Ric, que había inventado un aparato ultrarrápido para destrozar los pantalones.
Pero no era así. En realidad se hallaba en el suelo, con la espalda desnuda apoyada en una fría pared de metal. Reconoció la angosta cocina de la estación científica. Por la ventana penetraba la luz del amanecer, pero no era la luz lo que le había despertado.
– ¿Víctor…? -murmuraba la radio en la repisa-. ¿Víctor, estás ahí? ¿Puedes avisar a Carter y venir ambos a la sala de proyección?
– ¿Tenéis algo? -preguntó incorporándose con dificultad.
– Venid cuanto antes -dijo Blanes a modo de respuesta. A juzgar por su tono de voz, Víctor pensó que parecía aterrorizado.
– La imagen de la izquierda procede de una grabación de vídeo; la de la derecha, de una cuerda temporal del pasado reciente, unos veinte minutos antes… Se abrió usando esa grabación. Observad la sombra que rodea el lomo…
Blanes se acercó a la pantalla y deslizó el dedo índice por la silueta de la imagen derecha. Las fotos eran muy similares: mostraban a una rata de laboratorio con su pelaje castaño, las finas púas del hocico, las patitas rosáceas. Pero la que ocupaba el margen derecho de la pantalla tenía un color ligeramente sepia y estaba bordeada de un halo oscuro, como si la figura hubiese sido sobreimpresa varias veces.
Y había otras diferencias.
– Los ojos de la segunda… -murmuró Elisa.
– Luego comentaremos eso -cortó Blanes-. Ahora, fijaos. -Volvió a cruzar la sala y proyectó otra imagen-. Ésta es una copia del Vaso Intacto. ¿Notáis algo?
Los cuellos se inclinaron hacia delante. Hasta Carter, de pie en la puerta, se acercó.
– ¿Una… sombra rodeando el vaso, como en la rata? -apuntó Jacqueline.
– En efecto. Lo achacábamos a la falta de nitidez, pero es el desdoblamiento.
– ¿Qué es el desdoblamiento? -preguntó Elisa.
– Sergio Marini lo cuenta todo en sus archivos… Lo descubrió él, yo jamás lo supe… -Blanes se hallaba nervioso, casi angustiado: Elisa nunca lo había visto así. Mientras hablaba hacía desfilar las imágenes en la pantalla con rápidos tecleos en la consola del ordenador-. Al parecer, cuando obtuvimos el Vaso Intacto le sucedió algo extraño. Vio el mismo vaso a los veinte minutos, tres y diecinueve horas después de realizar el experimento. Aparecía en cualquier sitio frente a él: un autobús, su cama, la calle… Solo él lo veía. Cuando intentaba cogerlo, desaparecía. Creyó que era una alucinación, por eso no me dijo nada. Pero empezó a experimentar por su cuenta y pronto comprobó que las imágenes de cuerdas temporales recientes producían ese efecto en los objetos. Probó entonces con seres vivos; ratas, al principio. Las filmaba y abría cuerdas del pasado reciente. A partir de ese momento, la misma rata se le aparecía cada cierto período de tiempo, igual que el vaso: en su casa, en el coche, no importaba el sitio donde estuviera… Siempre a él. No hacían nada especial: solo dejarse ver. Pero las luces en un área de unos cuarenta centímetros de diámetro alrededor de la aparición se apagaban. A Marini le resultó evidente que utilizaban esa energía para aparecer. Las llamó «desdoblamientos». Supuso que eran la consecuencia directa del entrelazamiento entre el pasado reciente y el presente.
Las ratas en la pantalla se convirtieron en perros y gatos. Blanes prosiguió:
– Ensayó con animales mayores… Observó otras propiedades. Aunque la imagen contuviera varios animales, solo uno se desdoblaba, y no siempre el mismo. Lo atribuyó al azar. Podía prever cuál se desdoblaría por las sombras que rodean su imagen en la cuerda abierta: es como si el desdoblamiento apareciera en ese instante… Descubrió también que si el animal moría no se producía el desdoblamiento. Es decir, no podían coexistir el animal muerto y el mismo animal vivo, ni siquiera en cuerdas temporales diferentes. Con todos esos datos, reclutó a Craig. Hicieron más pruebas, y concluyeron que los desdoblamientos eran reales, aunque solo aparecían en el espacio-tiempo de quienes realizaban la prueba.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Víctor-. Quiero decir, ¿cómo puede un objeto o un ser vivo aparecer a la vez en dos sitios distintos?