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– No. -Las miradas giraron hacia Jacqueline Clissot- Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a esa despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada.

– Lo que queremos dejar claro es que no depende al cien por cien del horror que han contemplado -puntualizó Blanes-. Son reacciones completamente inusuales, incluso después de visiones tan traumáticas como ésas. Piensa, por ejemplo, en los soldados. Eran gente con experiencia…

– Comprendo -dijo Víctor-. Es raro pero no imposible.

– Ya sé que no es imposible -convino Blanes mirando a Víctor con los párpados entornados-. Aún no te he contado lo imposible . Ahora lo haré.

Harrison sabía que la perfección significaba protección.

Podría afirmarse que, en su caso, se trataba de deformación profesional, pero aquellos que lo conocían más profundamente (hasta el punto en que Harrison se dejaba conocer) hubiesen dudado entre el huevo y la gallina. ¿Era la profesión la que marcaba el carácter? ¿O el carácter había dejado la impronta en el oficio?

El propio Harrison ignoraba la respuesta. En él, las esferas laboral y afectiva se superponían. Se había casado y divorciado, llevaba veinte años coordinando la seguridad de proyectos científicos, había tenido una hija que ahora vivía lejos y a la que nunca veía, y todo esto le hacía ser más consciente de su «sacrificio». Tal conciencia de «sacrificio» era lo que le convertía en el sujeto ideal para el cargo que desempeñaba. Harrison sabía que estaba haciendo «el bien»: lo suyo era proteger. Si no dormía, si no se alimentaba, si envejecía de golpe quince años o si carecía de tiempo libre, todo eso le hacía pensar que era el precio que pagaba por «proteger» a otros. Se trataba de un papel que la mayoría de la gente rechazaba en el gran teatro del mundo, y Harrison había decidido interpretarlo.

«Sin fisuras.» Sus superiores lo definían así: un hombre sin fisuras. Con independencia de lo que aquella frase significara para cada cual, en Harrison era sinónimo de blindaje. Todos los perros terminan pareciéndose a sus amos, y todos los hombres, a sus trabajos. Como director de seguridad de proyectos de Eagle Group, Harrison sabía que su meta no era otra que crear un blindaje seguro, acorazado. Nada puede penetrar, nada puede salir.

Todo había ido bien hasta que, diez años antes, Zigzag se había colado por una brecha.

Pensaba en eso mientras abandonaba la casa de Soto del Real aquella madrugada, acompañado de tres hombres. La noche de marzo era más fría en la sierra madrileña que en la ciudad, pero resultaba menos desapacible de lo que Harrison estaba acostumbrado a soportar, y el interior del vehículo en que penetró la hizo aún más confortable. Era un Mercedes Benz S-Class W Special de carrocería tan negra y reluciente como el zapato de tacón de aguja de un travesti, reforzada con cristales enladrillados de policarbonato y doble escudo de Kevlar. Una bala de rifle de nueve gramos y medio disparada a novecientos metros por segundo en dirección a la cabeza de cualquiera de sus ocupantes no lograría mucho más que una avispa kamikaze lanzándose contra la ventanilla. Una granada, una mina o un mortero lo dejarían inservible, pero nadie en su interior sufriría lesiones graves. En aquel búnker con ruedas, Harrison se encontraba razonablemente bien. No seguro del todo («la seguridad consiste en pensar que nunca estás seguro del todo», repetía a sus discípulos), pero razonablemente bien, que es a lo que cualquier hombre razonable puede aspirar.

El conductor arrancó de inmediato, maniobró con habilidad entre los otros dos coches y la furgoneta aparcados frente a la casa y se deslizó por la noche en un silencio de nave espacial. Eran las dos menos cuarto, las estrellas brillaban en el cielo, la carretera estaba vacía y los cálculos más pesimistas auguraban que en cuestión de media hora llegarían al aeropuerto, con tiempo de sobra para dar la bienvenida al recién llegado.

Harrison pensaba.

Tras unos cuantos minutos de viaje en una inmovilidad casi estatuaria, sacó una mano del confortable bolsillo del abrigo.

– Dame el monitor.

El hombre que se hallaba a su izquierda le entregó un objeto semejante a una lámina de chocolate belga. Era un receptor de pantalla plana en TFT de cinco pulgadas con una resolución capaz de hacer creer al usuario que tenía un cine en la palma de la mano. El menú ofrecía una cuádruple elección: ordenador, televisión, GPS o videoconferencias. Harrison escogió esta última y apoyó el índice en la opción «Sistemas Integrados». Se oyó un pitido y acto seguido apareció la pequeña habitación en forma de ele donde se encontraban los cuatro científicos charlando alrededor de la mesa. Pese a la luz mortecina del lugar, la imagen poseía una nitidez extraordinaria y podían advertirse las diferentes tonalidades de la ropa y el cabello de cada uno. También el sonido era asombroso. Harrison podía escoger entre dos clases de ángulos debido a las dos cámaras ocultas que se hallaban filmando. Pero en ninguno de los dos podía ver el rostro de Elisa Robledo de frente, de modo que se contentó con el que mostraba su perfil derecho.

En aquel momento hablaba la profesora Clissot.

– No. Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a la despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada…

Hablaban en castellano. Harrison habría podido conectar el traductor automático incorporado al programa de vigilancia, pero no lo deseaba. Era obvio que estaban contándose sus penas e informando a Lopera de lo sucedido.

Se acaricié) la barbilla. El hecho de que los científicos hubiesen llegado a saber tanto no dejaba de intrigarle, pese a que Carter había obtenido sobradas pruebas de que, antes de morir, Marini los había ayudado. Pero ¿cabía atribuir la copia de las autopsias, por ejemplo, a la intervención de Marini? Teniendo en cuenta que el propio Marini lo ignoraba casi todo al respecto, ¿cuál podía haber sido su fuente? ¿De quién había procedido la filtración? A Harrison había empezado a preocuparle eso.

Filtración . La grieta. Lo que permite que las cosas salgan o entren. El defecto en el blindaje.

Blanes hablaba ahora. Cuánto odiaba sus aires de superioridad y sabiduría…

Le dedicó una larga mirada a Elisa Robledo. Últimamente contemplaba ciertas cosas de la misma forma, sin pestañear ni respirar siquiera, con mucha atención. Conocía la anatomía básica del ojo, y sabía que la pupila no es una mancha sino un di-# minuto agujero. Una fisura, en realidad.

Filtraciones .

Por ese agujero podían penetrar imágenes indeseable como las que había visto hacía cuatro años en la casa de Colin Craig y el piso de Nadja Petrova, o el día anterior en una mesa de disecciones de Milán. Imágenes hediondas e impuras como la boca de un moribundo . Soñaba todas las noches (las que empleaba en dormir) con ellas.

Ya había decidido lo que iba a hacer, y recibido la bendición de los altos cargos: descontaminar, amputar la gangrena. Se acercaría a los científicos bien protegido y eliminaría toda la carne enferma que estaba contemplando. En particular, y de manera personal, la carne responsable de que existieran grietas, fisuras.

Muy en especial, se dedicaría a Elisa Robledo. No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a sí mismo.

Pero sabía lo que iba a hacer.

De pronto la pantalla se llenó de dientes de sierra. Harrison imaginó por un segundo que el Todopoderoso lo estaba castigando por sus malos pensamientos.

– Interferencias en la transmisión -dijo el hombre de la izquierda manipulando la galleta de chocolate-. Quizá falta de cobertura.

Harrison apenas le dio importancia a no poder ver ni escuchar. Los científicos, incluyendo a Elisa, ya formaban, tan solo, una débil luz en su firmamento privado. Tenía planes, y los llevaría a cabo en el momento oportuno. Ahora quería concentrarse en la última tarea que le aguardaba aquella noche.

Blanes se disponía a seguir hablando cuando algo lo interrumpió.

– El avión del profesor Silberg aterrizará en diez minutos -dijo Carter entrando en la habitación y cerrando la puerta tras de sí.

Aquella intromisión indignó a Elisa, que saltó de su asiento.

– Lárguese, ¿quiere? -espetó-. ¿No le basta con escucharnos desde los micrófonos? ¡Queremos hablar entre nosotros! ¡Váyase de una vez!

A su espalda escuchó ruidos de sillas removidas y peticiones de calma por parte de Víctor y Blanes. Pero ella había llegado a un punto sin retorno. La mirada fija de Carter y su cuerpo como un pedazo de granito plantado frente a ella se le antojaban simbólicos: la justa metáfora de su impotencia ante los acontecimientos. Se situó a escasos centímetros de distancia de él. Era más alta, pero cuando lo empujó sintió como si intentara mover una pared de ladrillos.

– ¿Es que no me escucha? ¿No entiende el inglés? ¡Lárguense, usted y su jefe, de una jodida vez!

Sin tener en cuenta a Elisa, Carter miró a Blanes y asintió.

– He puesto en marcha los inhibidores de frecuencia. Harrison se ha ido al aeropuerto y no puede vernos ni oírnos ahora.

– Perfecto -repuso Blanes.

La mirada de Elisa viajaba desconcertada de uno a otro, sin comprender el diálogo que mantenían. Blanes dijo entonces:

– Elisa: Carter es quien nos ha estado ayudando en secreto desde hace años. Él ha sido nuestra fuente de información en Eagle, nos ha entregado copias de las autopsias y todas las pruebas con que contamos… Entre él y yo preparamos este encuentro.

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– Ha matado a todos mis hombres. Los que estuvieron en Nueva Nelson. Eran cinco, ¿recuerda? Muertes que hielan la sangre, parecidas a las de sus amigos, pero no tan populares, ¿verdad, profesora? Ellos no eran… «científicos brillantes».

Carter hizo una pausa. Por un instante, una especie de telón pareció alzarse en sus ojos claros, pero de inmediato las piezas de acero de su rostro volvieron a encajar y todo cesó. Prosiguió, en un tono neutro:

– A Méndez y Lee se los cargó con la explosión del almacén, pero la autopsia demostró que antes se había entretenido un poco con Méndez… York fue asesinado hace tres años, el mismo día que el profesor Craig, en una base militar de Croacia. A Bergetti y Stevenson los hizo picadillo este lunes, horas antes de matar a Marini. Bergetti estaba de baja por un trastorno mental, y fue asesinado en su casa; su mujer se arrojó por la ventana al ver su cadáver. A Stevenson lo destrozó en una barcaza en medio del mar Rojo diez minutos después, durante una misión rutinaria. Nadie vio cómo ocurrió. Parpadearon, y allí estaba el fiambre… Empecé a sospechar cuando me enteré de la muerte de York. En Eagle no me lo contaron, lo supe por mis propios medios… Fue entonces cuando opté por colaborar con el profesor Blanes…

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