Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Se desnudó. Al abrir el armario se contempló en el espejo, Los espejos la inquietaban desde que era niña. Al mirarse en ellos no podía evitar pensar en la aparición de alguien a su espalda, una criatura inesperada asomando la cabeza sobre su hombro, un ser que solo pudiera descubrirse allí, en el azogue Pero, claro está, se trataba de un temor sin fundamento.

Ahora tampoco vio nada: solo a sí misma, su piel lechosa sus senos menudos, los pezones de un rosa desvaído… Su imagen de siempre. O no «de siempre», pero con los cambios habituales. Cambios que ya sabía que compartía con Jacqueline y quizá también con Elisa.

Eligió la ropa que iba a ponerse y consultó la hora. Aún disponía de unos veinte minutos para ducharse y arreglarse. Caminó desnuda hacia el cuarto de baño mientras se preguntaba qué opinaría su amiga sobre aquellos cambios en su aspecto. Qué opinaría, por ejemplo, de su largo pelo teñido de negro.

Decidió dar un rodeo por la M 30 pensando que atravesar Madrid cuatro días antes de Navidad, y a esas horas, era correr el riesgo de toparse con un espantoso atasco. Pero cuando llegó la avenida de la Ilustración una densa pedrería de luces de frenos la hizo detenerse. Era como si todas las guirnaldas púrpuras de la decoración navideña hubiesen sido arrojadas al asfalto. Maldijo entre dientes, y en consonancia con su maldición sonó el móvil.

Pensó: Es Nadja . Y de inmediato: No. No le di el número de mi móvil.

Mientras avanzaba a pasos milimétricos entre una muchedumbre de coches renqueantes, sacó el aparato y contestó.

– Hola, Elisa.

Las emociones viajan por nuestro interior con mucha rapidez. Y no solo ellas: por nuestros circuitos cerebrales se desplazan millones de datos cada segundo sin que se produzca un atasco como el que soportaba en aquel instante el coche de Elisa. En cuestión de uno o dos parpadeos, sus emociones recorrieron un trayecto considerable: desde la indiferencia a la sorpresa, de ésta a una súbita alegría, de la alegría a la inquietud.

– Estoy en Madrid -explicó Blanes-. Mi hermana vive en El Escorial, y voy a pasar estos días con ella. Quería felicitarte las fiestas, hace años que no hablamos. -Y añadió, en tono alegre-: Te llamé a casa y saltó tu contestador. Me acordé de que trabajabas en Alighieri, llamé a Noriega y él me dio tu número de móvil.

– Me alegro mucho de oírte, David -dijo ella sinceramente.

– Y yo a ti. Después de tantos años…

– ¿Cómo te va? ¿Estás bien?

– No puedo quejarme. Allí en Zurich tengo una pizarra y unos cuantos libros. Soy feliz. -Hubo un titubeo, y ella supo lo que iba a decir antes de oírlo-. ¿Te has enterado de lo del pobre Colin?

Hablaron de la tragedia de manera superficial. Enterraron a Craig a lo largo de diez segundos de frases corteses. Durante ellos, el coche de Elisa apenas se movió un par de metros.

– Reinhard Silberg me llamó desde Berlín para decírmelo -comentó Blanes.

– A mí me lo contó Nadja. Recuerdas a Nadja, ¿verdad? También se encuentra en Madrid de vacaciones, en casa de una amiga.

– Ah, qué bien. ¿Cómo le va a nuestra querida paleontóloga?

– Dejó la profesión hace años… -Elisa carraspeó-. Dice que le fatigaba mucho… -Igual que Jacqueline y Craig . Hizo una pausa mientras aquellos pensamientos la aturdían. Blanes acababa de decirle que Craig había pedido una excedencia en la universidad-. Ahora tiene un pequeño empleo en un departamento de estudios eslavos, o algo así, en la Sorbona. Dice que ha sido una suerte para ella saber ruso.

– Comprendo.

– Hemos quedado en vernos esta noche. Me ha dicho que está… asustada.

– Ya.

Aquel «ya» le sonó como si a Blanes no solo no le hubiese intrigado el estado de Nadja, sino que incluso se lo esperase.

– Algunos detalles de lo sucedido con Colin le trajeron recuerdos -añadió ella.

– Sí, Reinhard también me ha contado algo.

– Pero se trata de una desafortunada coincidencia, ¿verdad?

– Sin duda.

– Por más que lo pienso, no puedo ni plantearme la posibilidad de… de una relación con lo… con lo que nos pasó… ¿Y tú, David?

– Eso está fuera de toda discusión, Elisa.

La esposa de Colin Craig corre despavorida por el arcén, quizá en bata o en camisón. Ha visto cómo atacaron y torturaron salvajemente a su marido y secuestraron a su hijo, pero ella ha logrado escapar y pide ayuda.

Eso está fuera de toda discusión, Elisa.

– Me pregunto -dijo Blanes, y adoptó un tono distinto, una melodía de «cambio de tema»- si te apetecería que nos viéramos un día de éstos… Comprendo que son fechas muy ajetreadas pero, no sé, quizá podamos quedar para tomarnos un café. -Se echó a reír. O más bien hizo ruidos que indicaban: «Me estoy riendo»-. Podría venir Nadja también, si le apetece…

Y de pronto Elisa creyó comprender el sentido último de la llamada de Blanes, lo que se agitaba tras el decorado.

– La verdad es que me atrae el plan. -«El plan» era una expresión doblemente acertada, consideró-. ¿Mañana jueves, por ejemplo?

– Perfecto. Mi hermana me ha dejado su coche y podría pasar a recogerte a las seis y media, si te viene bien. Luego decidimos el sitio.

Hablaban en tono intrascendente. Eran dos amigos que, tras varios años de no verse el pelo, quedan una tarde cualquiera. Pero ella captó todos los datos. Hora: seis y media. Lugar: no vamos a decidirlo por teléfono. Motivo: eso está fuera de toda discusión.

– Dime dónde puedo localizarte -pidió ella-. Le preguntaré a Nadja y te llamaré.

Ejemplo de motivo: un niño de cinco años congelado en el jardín de su casa, boca y ojos vendados de nieve, aguardando a sus papás en vano, porque mamá se ha ido a pedir ayuda y papá está en casa, pero en aquel momento se halla ocupado.

Más ejemplos: soldados y cortes de luz.

Ciertamente, tenemos muchos motivos.

– De acuerdo, Elisa. Llamadme cuando queráis. Suelo acostarme tarde.

En la carretera del Pardo el tráfico se hizo más fluido. Elisa se despidió de Blanes, guardó el móvil y cambió de marcha. De repente tenía mucha prisa por estar con Nadja.

Se duchaba siempre pensando que iba a morir.

En los últimos años aquel temor había cobrado una fuerza vertiginosa, y el simple hecho de hallarse desnuda bajo la incesante lluvia tibia se le antojaba más una prueba de coraje que una necesidad higiénica. No porque no estuviese acostumbrada a encontrarse sola -al fin y al cabo, así vivía en París-, sino por lo contrario: porque creía, o sospechaba, o intuía, que nunca estaba sola del todo .

Incluso cuando no había nadie a su alrededor.

No seas tonta. Ya te lo dijo Elisa: lo que le ha sucedido a Colin Craig es horrible, pero no tiene nada que ver con Nueva Nelson. No pienses en eso. Quítatelo de la cabeza . Se frotó los brazos. Luego se enjabonó el vientre y el pubis depilado. Se había depilado axilas y pubis hacía años, completa, definitivamente. Al principio lo había considerado un capricho banal, incluso le había divertido mantenerse así, pese a que nadie la había animado a ello y ninguna de sus hermanas se había atrevido a tanto. Después… ya no supo qué pensar. Cuando compró toda aquella lencería negra (que jamás le había gustado y que le quedaba tan chocante en su cuerpo casi albino), o cuando decidió teñirse el pelo, también lo atribuyó a sus fantasías íntimas. Suponía que procedían de malas experiencias. En cualquier caso, se trataba de su vida privada.

O eso creía. Hasta que esa tarde había hablado con Jacqueline.

Durante los primeros meses tras su regreso de Nueva Nelson había intentado restablecer sin éxito el contacto con su antigua profesora. Había llamado a la universidad, al laboratorio incluso a su casa. Lo primero que supo fue que Jacqueline había resultado «herida» en la explosión de la isla. Luego le dijeron que había pedido una baja indefinida en la universidad. Los técnicos de Eagle le reprocharon aquellas llamadas, recordándole que estaba prohibido comunicarse con otros miembros del proyecto por razones de seguridad. Eso no hizo más que irritarla, y su estado empeoró. Entonces la táctica de ellos cambió: le daban noticias de Jacqueline casi cada mes. La profesora Clissot se encontraba bien, aunque había abandonado el ejercicio de su profesión. Más tarde se enteró de que se había divorciado. Escribía libros, era una mujer independiente que había decidido darle un nuevo rumbo a su vida.

Nadja había terminado aceptando que nunca más la vería. A fin de cuentas, ella también le había dado un nuevo rumbo a su vida.

Hasta aquella misma tarde, hacía unas horas, en que su teléfono móvil había sonado y había averiguado que los «rumbos» de Jacqueline y de ella (y quizá de Elisa) eran muy parecidos: soledad, angustia, obsesión por cuidar el aspecto y ciertas fantasías relacionadas con…

Ni siquiera recordaba quién de las dos había dicho la primera palabra sobre él y sobre las cosas que las «obligaba» a hacer. Una regla primordial de sus fantasías consistía en la prohibición de hablar de aquello con nadie. Pero había advertido en Jacqueline un titubeo, una ansiedad (muy similar a la de Elisa después), y eso la había decidido a confesarse… O quizá se debiera a la noticia de la muerte de Colin Craig que, de alguna forma, había agrietado la muralla de silencio. Y con cada nueva palabra que se filtraba por ella comprendían la pesadilla que las unía…

Pero es posible que haya una explicación psicológica. Algún tipo de trauma que sufrimos en la isla. Deja de preocuparte.

Entre los azulejos anaranjados de la cabina de la ducha discurría una hilera de pájaros de colores pintados en la cerámica. Nadja los contempló para distraerse mientras sostenía el grifo con la mano izquierda apuntando hacia la espalda.

Deja de preocuparte. Debes…

Las luces se apagaron de manera tan suave e inesperada que casi siguió viendo aquellos pájaros cuando las tinieblas la envolvieron.

Estaba llegando a Moncloa. Su ansiedad, sin embargo, había empeorado. Le entraron ganas de tocar el claxon, pedir paso, apretar el acelerador.

De pronto se sentía muy angustiada.

Podía resultar increíble, pero tenía la extraña certidumbre de que era vital que se apresurase.

Respiró aliviada al ver que el edificio parecía tranquilo. Sin embargo, aquel aspecto de normalidad también la agobiaba. Encontró un espacio para estacionar, entró en el portal y subió la escalera atropelladamente, pensando que algo malo había sucedido.

55
{"b":"87844","o":1}