La noche del lunes 25 de julio, Elisa vio la sombra por primera vez.
Luego comprendió que se había tratado de otro indicio: el Señor Ojos Blancos había llegado.
Aquí estoy, Elisa. He venido.
Ya no me moveré de tu lado.
Leve y silenciosa, como un alma durante uno de esos viajes esotéricos llamados «astrales» en los que su madre creía a pies juntillas, flotó en la mirilla de su puerta y desapareció. Ella sonrió. Otro que no puede dormir.
No era raro. El cuarto era confortable, pero no podía considerarse un hogar. Hacía calor entre aquellas paredes metálicas porque, tal como Valente le había dicho, quitaban el aire acondicionado por las noches y la ventana era de báscula y no se abría del todo. Cubierta solo por sus pequeñas bragas, Elisa transpiraba sobre la cama, en medio de una difusa mezcla de luz y oscuridad: a su derecha, los resplandores de los focos de las alambradas; a su izquierda, el rectángulo tenue de la mirilla. Y de pronto la sombra.
La había visto desfilar en dirección a la puerta que dividía las dos alas del barracón, así que con toda probabilidad debía de tratarse de uno de sus compañeros: Nadja, Ric o Rosalyn. Los demás dormían en el ala opuesta.
¿Adónde irá? Aguzó el oído. Las puertas no eran ruidosas, pero no por eso dejaban de ser metálicas, de modo que se preparó para escuchar, en cuestión de segundos, algún tipo de chasquido.
No oyó nada.
Aquel silencio la intrigó. Le hizo pensar en algo más que pura cortesía para con los que descansan. Era como si el supuesto insomne pretendiera ser cauteloso .
Salió de la cama y se acercó a la mirilla. Distinguió las débiles luces de emergencia del pasillo. Éste parecía vacío, pero ella estaba segura de haber visto pasar una silueta.
Se puso la camiseta y salió. La puerta que comunicaba las dos alas del barracón se hallaba cerrada. Sin embargo, alguien tenía que haberla abierto momentos antes: los fantasmas no se incluían entre las posibilidades que barajaba.
Dudó un instante. ¿Intentaría comprobar primero si alguno de sus compañeros no estaba en su lecho? No, pero tampoco iba a quedarse tranquila regresando sin más a la cama. Abrió la puerta de la siguiente ala. Ante ella se extendía un pasillo oscuro, segmentado por débiles bombillas. A la derecha, las puertas de los dormitorios; a la izquierda, el acceso al segundo barracón.
De repente sintió una vaga inquietud.
En realidad, por dentro, deseaba reírse. Nos han ordenado que nos espiemos unos a otros, y eso es lo que hago . En camiseta y bragas, de pie en el pasillo, parecía…
Un ruido.
Esta vez sí, aunque lejano. Quizá procedente del barracón paralelo.
Caminó hacia la boca del pasillo que llevaba al segundo barracón. La inquietud, como un amigo pesado, se resistía a abandonarla, pero por fuera no se le notaba. En general se encontraba tranquila: ser hija única le había enseñado muy pronto a caminar a solas en la oscuridad y el silencio de las noches. Le quedaba poco para perder esa costumbre por completo.
Llegó hasta el pasillo y se asomó.
A unos dos metros de ella, una extraña criatura hecha de sombras vivas agitaba los brazos en cruz y la observaba con mirada brillante y devoradora. Pero lo más horrible (luego comprendería que se trataba de otra advertencia) fue comprobar que carecía de rostro , o bien sus facciones se mezclaban con las tinieblas.
– No grite -dijo en inglés una luz repentina, con voz ronca, cegándola (sí, ahora se daba cuenta: había lanzado un chillido)-. La he asustado, perdón…
Ella ignoraba que los soldados patrullaran de noche por el interior de los barracones. La linterna que el militar había encendido le reveló el resto: los «brazos en cruz» (el rifle), la «mirada brillante» (un visor de infrarrojos), la ausencia de rostro (una especie de radio que ocultaba su boca). En la pechera del uniforme se leía «Stevenson». Elisa lo conocía: era uno de los cinco soldados que había en la isla, uno de los más jóvenes y apuestos. Hasta ese momento no había hablado con ninguno de ellos. Se limitaba a saludarlos cuando los veía, como consciente de que estaban allí para cuidarla y no al revés. Ahora experimentó una honda sensación de vergüenza.
Stevenson bajó la linterna y alzó el visor de infrarrojos. Ella pudo ver que sonreía.
– ¿Qué hacía paseando a oscuras por el corredor?
– Creí ver a alguien pasar frente a mi cuarto. Quería saber quién era.
– Llevo aquí una hora y no he visto a nadie. -En la voz de Stevenson ella creyó detectar cierto enfado.
– Quizá me he equivocado. Perdone.
Escuchó el sonido de otras puertas: compañeros alarmados por su estúpido grito. No quiso saber quiénes eran. Se disculpó, regresó a su cuarto, se tumbó en la cama y, pensando que nunca se dormiría, se quedó dormida.
Día siguiente, martes 26 de julio, a las 18.44.
Bostezó, se levantó y puso el ordenador en «hibernación». Lo había programado para que continuase el complicado cálculo por sí solo.
El incidente con la sombra nocturna aún rondaba en su cabeza. Decidió que se lo comentaría a Nadia en la playa, al menos para reírse. Por lo pronto, necesitaba descansar un poco. Llevaba solo seis días en Nueva Nelson, pero le parecía que eran meses. Se preguntó si el esfuerzo excesivo podría llegar a enfermarla. Pero no hay problema: tengo el hospital al lado de la mesa . Contempló el silencioso laboratorio de la paleontóloga, que hacía las veces de pequeña clínica y contaba hasta con una camilla de exploración. Si seguía así, quizá le pidiera a Jacqueline alguna píldora «energética». «El cálculo de la energía me roba energía», le diría.
Abandonó el laboratorio, se dirigió a su habitación, cogió el bikini y la toalla y salió del barracón a la mortecina luz del sol. Era uno de los escasos días sin lluvias en los meses monzónicos, y había que aprovecharlo. Al ver al soldado que montaba guardia en la verja volvió a recordar el incidente de la noche, pero en este caso no era Stevenson sino Bergetti, el italiano robusto con quien Marini jugaba a veces a las cartas. Lo saludó al pasar (le amedrentaban aquellos erizos humanos repletos de armas), atravesó la cancela y descendió la suave loma hasta la playa más increíble de su vida.
Dos kilómetros de oro molido y un mar que en sus mejores días se coloreaba de varias tonalidades de azul, al lado de cuya espuma la carne de Nadja podía parecer tan morena como la suya, de olas poderosas, maquinarias salvajes que nada tenían que ver con las domésticas ondulaciones de las playas civilizadas. Por si fuera poco, como si el Dios de aquel paraíso no quisiera provocar muchas molestias, las olas más fuertes rompían a lo lejos, permitiéndole caminar por un amplio remanso de agua y crema de arena, y hasta nadar, sin mayor inconveniente.
Nadja Petrova le hizo señas desde el lugar de costumbre. Elisa había trabado con la joven paleontóloga rusa una de esas amistades rápidas y profundas que solo acontecen entre personas obligadas a convivir en lugares aislados. Ambas tenían, cosas en común, además de la edad: carácter voluntarioso, aguda inteligencia y similar costumbre de subir peldaño a peldaño la empinada escalera de los logros. En esto último, incluso, Nadja la superaba. Nacida en San Petersburgo, inmigrante en Francia desde su adolescencia, se había abierto camino hasta obtener una de las codiciadas becas de doctorado con Jacqueline Clissot en Montpellier, convirtiéndose en su discípula predilecta, y todo ello sin una madre rica que le pagara hasta el tiempo que emplearían ambas en discutir. Pero cuando hablaba con Nadja no percibía aquellas cualidades tan duras: más bien se quedaba con la fulgurante impresión dé una chica amable y divertida, de pelo color cidra y piel nevada, de esa clase de criaturas que parecen dedicarse al sencillo e inmenso trabajo de sonreír. Elisa pensaba que no podía haber encontrado mejor compañera.
– Hum, el mar está hoy tentador -dijo Elisa dejando la toalla y el bikini en la arena y comenzando a desvestirse-. Creo que lo probaré, a ver si me ahogo.
– Por lo visto, hoy tampoco lo has conseguido. -Nadja le sonrió bajo las grandes gafas negras que protegían la mitad de su níveo rostro.
– Al menos he conseguido deprimirme.
– Repite conmigo: «Mañana lo lograré, mañana será el día».
– «Mañana lo lograré, mañana será el día» -obedeció Elisa-. ¿Puedo modificar un poco el mantra?
– ¿Qué sugieres?
– «Lo lograré un día de éstos», por ejemplo. -Elisa tensó el slip en sus caderas y cogió el sujetador del bikini-. Mantiene viva mi esperanza pero no me aburre.
– La clave del mantra es aburrir un poquito -declaró Nadja y se echó a reír.
Tras ponerse el bikini, Elisa agrupó su ropa y la sujetó con uno de los incontables frascos que siempre traía su compañera. Luego extendió la toalla y usó más frascos para asegurarla: el viento no era tan fuerte como otros días, pero no quería emplear su tiempo de descanso en perseguir una toalla o unas bragas por la arena.
Nadja estaba tumbada boca abajo. Elisa distinguía su cuerpo delgado bajo la caperuza de pelo blanco y las líneas rosadas del bikini. El primer día se habían reído cuando se probaron aquellas prendas que la señora Ross les había procurado (ninguna de las dos había pensado en llevarse un bikini a Zurich). Ella recibió el de color rosa y Nadja el blanco, pero sus pechos estaban más desarrollados que los de Nadja y el blanco era más grande y le quedaba mucho mejor. No habían tardado en intercambiarlos.
– ¿Sigues atascada en el mismo sitio? -preguntó Nadja.
– Qué va. Cada día retrocedo un poco más. Me da la impresión de que terminaré en el principio. -Elisa apoyó los codos en la arena y contempló el océano. Luego se volvió hacia Nadja, que balanceaba un frasquito mientras sonreía graciosamente-. Oh, sí, perdona, se me había olvidado.
– Ya -respondió su amiga, desabrochándose el bikini-. Lo que te ocurre es que consideras que frotarme la espalda es un trabajo degradante.
– Pero me sale mejor que los cálculos, reconócelo. -Elisa se echó crema en la mano y empezó a untar la espalda de Nadja.
La piel de Nadja resplandecía de toneladas de filtro de protección, pese a que siempre acudía a la playa al atardecer. Su problema de «casi albinismo» entristecía a Elisa porque deparaba a su amiga muchas contrariedades debido a su profesión. «No soy albina -le había explicado Nadja-, sino casi albina, pero el sol fuerte puede producirme grandes daños, incluso cáncer. Ya te imaginas: gran parte del trabajo de un paleontólogo se realiza al aire libre, a veces bajo un sol tropical o desértico.» Pero, en correspondencia con su manera de ser, Nadja se lo tomaba a broma. «Salgo de noche a buscar merocanites y gastrioceras . Soy algo así como un vampiro de la paleontología.»