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– No -dijo-. En eso te equivocas. No me gusta en absoluto

– Lo que quería decir…

Una música electrónica los interrumpió. Casi asustada, Elisa cogió el móvil de la mesa y examinó la pantalla: la llamada era de procedencia desconocida.

Por un instante recordó a Valente hablándole el día anterior, con su mirada acuosa resbalando sobre ella a través de su flequillo. Te diré dónde tendrás que ir y cómo, qué podrás llevar encima y qué no, y tú obedecerás… Y eso solo será el comienzo. Voy a disfrutar como nunca, te lo juro… Durante un brevísimo instante tuvo miedo de contestar. Era como si el móvil, con su insistente clamor, la invitara a penetrar en un mundo distinto del que hasta entonces había conocido, un mundo del que la charla con Ric Valente y la historia de Víctor hubiesen sido solo el preámbulo. Quizá -supuso- era preferible pasar por cobarde o deshonesta antes que aceptar aquella oscura invitación…

Alzó la vista titubeando y miró a Víctor, que parecía decirle, con sus enormes ojos de perro callejero acorralado: «No contestes».

Justo fue esa debilidad, ese miedo íntimo que advirtió en él, lo que acabó por decidirla. Deseaba demostrarles a Ric Valente Sharpe y Víctor Lopera que ella estaba hecha de otra pasta. Nada ni nadie iba a atemorizarla.

Al menos, eso era lo que creía en aquella feliz época.

– Sí -contestó con voz firme, esperando oír cualquier cosa.

Pero lo que oyó la dejó completamente paralizada. Cuando colgó, se quedó mirando a Víctor con cara de tonta.

Su madre, cosa excepcional, canceló todas las citas en Piccarda y la acompañó a Barajas la mañana del martes. Se mostró en todo momento obsequiosa, declarando sin tapujos su alegría por lo sucedido. Quizá -suponía ella- de lo que se alegraba era de ver que el pequeño pájaro remontaba el vuelo por su cuenta y abandonaba el costoso nido. Pero no pensemos mal, sobre todo ahora .

La mayor alegría la recibió cuando vio a Víctor. Fue el único compañero que acudió a despedirla. No la besó, pero palmeó su espalda.

– Te felicito -dijo él-, aunque aún no comprendo cómo lo conseguiste…

– Ni yo -admitió Elisa.

– Pero era lógico. Que os eligiera a los dos, quiero decir: fuisteis los mejores del curso…

Ella sentía un nudo en la garganta. Su felicidad no tenía ni una sola nube: ni siquiera pensaba en Valente, a quien, sin duda, encontraría en Zurich. A fin de cuentas, ninguno de los dos había ganado la apuesta. Estaban empatados, como siempre.

Faltaba más de media hora para que el avión despegara, pero ella quería esperar en la puerta de embarque. En un momento dado, frente al escáner de control de pasajeros, madre e hija se miraron en silencio, como decidiendo cuál de las dos daría el siguiente paso. De repente Elisa tendió los brazos y rodeó el perfumado y elegante cuerpo. No quería llorar, pero mientras lo pensaba las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Tomada por sorpresa, Marta Morandé la besó en la frente. Un contacto leve, frío, discreto.

– Que seas muy feliz y que todo te vaya bien, hija.

Elisa agitó la mano y pasó el bolso a través del escáner.

– Llama y escribe, no te olvides -le decía su madre.

– Mucha, mucha suerte-repetía Víctor. Incluso cuando ella dejó de oírlo le pareció, por el movimiento de sus labios, que seguía diciendo lo mismo.

A partir de ese instante las caras de Víctor y de su madre quedaron atrás. Por la ventanilla del avión contempló Madrid desde la altura y se le antojó que aquello significaba un nuevo capítulo en la historia de su vida. Me ha llamado. Quiere que vaya a Zurich a trabajar con él Es increíble . Todo había cambiado para ella: había dejado de ser la estudiante «Robledo Morandé, Elisa» y penetraba, en efecto, en un mundo diferente, pero muy distinto del que había temido. Un mundo que parecía aguardarla en lo alto y le batía guiños con el brillo del sol. Y ella se dirigía hacia ese sol como montada en un carro alado y controlando sus propias riendas.

Sonrió y cerró los ojos, gozando de la sensación.

Años después llegaría a pensar que, de haber sospechado lo que le aguardaba tras ese viaje, no habría tomado aquel avión, ni respondido la llamada del móvil ese domingo.

De haberlo siquiera imaginado, habría regresado a casa y se habría encerrado en la habitación tras clavar puertas y ventanas, permaneciendo oculta para siempre.

Pero en aquel momento lo ignoraba todo.

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