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– Éste es mi cuartel general. Tiene cama y mesa, pero no es mi dormitorio ni mi comedor, sino el lugar donde me entretengo.

Elisa pensó que aquella habitación, por sí sola, era el apartamento de soltero más amplio que había visto en su vida. Aunque estaba acostumbrada a los lujos domésticos de su madre, le resultó obvio que Valente y su familia pertenecían a otro nivel. De hecho, lo que tenía ante sí era un dúplex inmenso de paredes blancas dividido artísticamente por una columna y una escalera que llevaba a una plataforma con una cama, sin tabiques de separación. En la zona inferior, libros, altavoces, revistas, un juego de cámaras, dos curiosos escenarios (uno con cortinas rojas y el otro de pantalla blanca) y varios focos de estudio fotográfico.

– Es fantástico -dijo. Pero Valente ya se había ido.

Ella se alejó de puntillas de aquel sanctasanctórum, como si temiera hacer ruido, y penetró en la habitación que él había señalado en un principio.

– Siéntate -le indicó (ordenó) él, mostrándole un tresillo azul,

Era un cuarto de dimensiones normales con un ordenador portátil encendido sobre un pequeño escritorio. Había cuadros enmarcados, en su mayoría retratos en blanco y negro. Reconoció a algunos de los Muy Grandes: Albert Einstein, Erwins Schrödinger, Werner Heisenberg, Stephen Hawking y un jovencísimo Richard Feynman. Pero el cuadro de mayor tamaño) y más llamativo se hallaba justo delante de ella, sobre el ordenador, y era de otra clase: un dibujo a todo color de un hombre con traje y corbata acariciando a una mujer completamente desnuda. La mueca del rostro de la mujer indicaba que la situación no le resultaba del todo agradable, pero sin duda no podía hacer gran cosa por evitarla debido a las cuerdas que ceñían sus brazos a la espalda.

Elisa pensó que si Valente percibía las expresiones que ella estaba poniendo desde que había entrado en aquella casa, nada hacía por demostrarlo. Se había sentado frente al ordenador, pero hizo girar la silla para dirigirse a ella.

– Este cuarto es seguro -dijo-. Me refiero a que aquí no han instalado micros. En realidad no he localizado ningún micrófono en casa, pero pusieron un transmisor en mi móvil y han pinchado mi teléfono, de modo que prefiero hablar aquí. La excusa que utilizaron conmigo fue una avería de la luz. Cerré esta habitación a cal y canto, le di instrucciones a Faouzi y cuando vinieron los convencimos de que esto era un trastero sin enchufes. Y tengo algunas sorpresas: ¿ves ese aparato que parece una radio, en aquella rinconera? Es un detector de micros. Capta frecuencias desde cincuenta megahercios a tres gigas. Hoy venden cosas así en Internet. La luz verde indica que podemos hablar con tranquilidad. -Apoyó la angulosa barbilla sobre las manos entrelazadas y sonrió-. Deberíamos decidir qué vamos a hacer, querida.

– Yo tengo aún algunas preguntas. -Ella se sentía irritada y ansiosa, no solo por todo lo que él le había contado sino por la pérdida de su móvil, que empezaba a lamentar (aunque él ni siquiera lo había mencionado)-. ¿Cómo hiciste para entrar en contacto conmigo y por qué me elegiste a mí?

– Veamos. Te contaré mi experiencia. A mí me hicieron rellenar el cuestionario en Oxford, y eso fue lo primero que despertó mis sospechas. Me dijeron que era «requisito indispensable» para asistir al curso de Blanes. Cuando llegué a Madrid, empecé a ver mendigos que parecían espiarme, y vino la avería de la luz… Pero se me olvida algo: semanas antes, varias universidades norteamericanas telefonearon a mis padres para hacerles preguntas sobre mí con la excusa de que yo les «interesaba». ¿No te ha ocurrido igual? ¿No ha habido nadie que le preguntara cosas a un familiar tuyo sobre tu vida o tu carácter?

– Una clienta de mi madre -recordó Elisa, palideciendo. Muy, muy bien relacionada -. Me lo dijo hoy.

Valente hizo un gesto con la cabeza, como si ella fuese una alumna aplicada.

– Mi padre ya me había hablado de todo eso. Son trucos bien conocidos, aunque nunca pensé que los practicarían conmigo alguna vez… Entonces hice una deducción simple: estas cosas me sucedían desde que había decidido apuntarme al curso de Blanes; por tanto, la vigilancia tenía que ver con ese curso. Pero cuando hablé con Vicky… Oh, perdón. -Hizo un mohín de niño arrepentido y corrigió-: Mi amigo Víctor Lopera… Creo que ya lo conoces. Somos amigos desde niños y tengo mucha confianza con él… Pero tú no le llames Vicky,, porque se pone de una mala leche increíble. Cuando le pregunté, me dijo que a él no le habían hecho rellenar ningún cuestionario. Me intrigaba saber si yo era el único sometido a esa vigilancia, y mi siguiente paso lógico fue pensar en ti, que habías quedado… más o menos igual que yo en la prueba. -Ella pensó, al oírle, que a Valente Sharpe se le atragantaban aquellas cuatro centésimas, pero no dijo nada-. Te observé en la fiesta de Alighieri hablando con ese tío, y ya no tuve ninguna duda. Pero no podía llegar y decirte por las buenas: «Oye, ¿a ti te vigilan?». Tenía que demostrártelo, porque estaba seguro de que tú eras una ovejita inocente y no ibas a creerme sin más. Descarté cualquier forma normal de comunicación…

Hizo una pausa. Se había levantado y dirigido a un rincón. Había allí un diminuto lavabo, un grifo y un vaso. En ese instante abrió el grifo y puso el vaso debajo.

– Solo puedo invitarte a agua -dijo- y solo a un vaso para los dos. Soy un anfitrión nefasto. Espero que no te importe beber de mis labios.

– No quiero nada, gracias -dijo Elisa. Comenzaba a sentir calor y se quitó la rebeca, quedándose con la camiseta sin mangas que llevaba debajo. Notó que él la miraba fugazmente mientras bebía. Luego lo vio regresar al asiento y continuar.

– Entonces pensé en un truco que me enseñó mi padre: «Cuando quieras enviar un mensaje en clave utiliza la pornografía», me decía. Aseguraba que solo los ignorantes envían mensajes secretos en correos poco llamativos. En el mundo en que él se mueve, lo «poco llamativo» es lo más llamativo de todo. Sin embargo, casi nadie indaga demasiado en una propaganda porno. Y eso hice, pero jugué con dos barajas. Supuse que ciertas imágenes basadas en el diagrama de Euclides podían parecer dibujos perversos para cualquiera que careciera de conocimientos matemáticos. En cuanto al anuncio y la página de «mercuryfriend», fueron detalles anecdóticos. Y el modo de entrar en tu ordenador también.

– ¿Entrar en mi ordenador?

– Lo más sencillo del mundo -repuso Valente rascándose una axila-. Tienes un firewall de los tiempos de la calculadora a manivela, querida. Además, no me considero un mal hacker , y he hecho mis pinitos en la creación de virus.

Pese a la admiración creciente que experimentaba por la brillantez de aquel plan, Elisa no pudo evitar sentirse muy incómoda. De modo que es eso: hurgar en mis cosas no representa para él ningún problema y quiere que lo sepa.

– ¿Y por qué avisarme? ¿Qué podía importarte que yo también estuviera al tanto de que me vigilan?

– Oh, quería conocerte. -Valente adoptó una expresión seria-. Me resultas muy interesante, como a casi todo el mundo… Sí -admitió tras reflexionar un instante-, estoy seguro de que a Blanes también le interesas, pese a que siempre me pregunta a mí… Se ven pocas tías en cursos de física avanzada, menos aún en Oxford que en Madrid, créeme, y todavía menos como tú. Quiero decir que jamás había visto a ninguna que, además de tus conocimientos, poseyera tu boca de chupadora profesional y las tetas y el culo que tienes.

Aunque los oídos de Elisa habían captado perfectamente las últimas palabras, su cerebro demoró en procesar la información: Valente las había pronunciado en un tono idéntico al resto, casi hipnótico, y el trance se incrementaba con aquellos ojos color pantano, saltones, clavados en aquel rostro tan flaco y demacrado. Cuando por fin se dio cuenta de lo que él había dicho, no supo qué replicar. Por un momento se sintió paralizada , como la mujer atada del cuadro. Imaginó que ciertas personas, como ciertas serpientes, tenían ese poder sobre otras.

Por otra parte, le quedó claro que él deseaba ofenderla, y dedujo que si reaccionaba ante aquellas vulgaridades le ayudaría a anotarse un triunfo. Decidió esperar su oportunidad.

– Hablo en serio -había continuado él-. Eres jodidamente atractiva. Pero también rara, ¿verdad? Como yo. Tengo una teoría para explicarlo. Creo que es una cuestión orgánica. Los físicos geniales han sido siempre gente patológica, reconócelo. Un cerebro de Homo sapiens no puede abarcar las profundidades del mundo cuántico o relativista sin sufrir alteraciones serias.

Se levantó otra vez y señaló los retratos conforme los mencionaba.

– Schrödinger, un obseso sexual: descubrió la ecuación de onda mientras follaba con una de sus amantes. Einstein, un psicópata: abandonó a su primera mujer y a sus hijos y se casó con otra, y cuando ésta falleció, dijo que se sentía mejor porque eso le permitía trabajar con tranquilidad. Heisenberg, un filonazi: colaboró activamente en la fabricación de una bomba de hidrógeno para su Führer . Bohr, un neurótico enfermizo obsesionado con la figura de Einstein. Newton, un mediocre y abyecto sujeto capaz hasta de falsificar documentos para ofender a quienes le criticaban. Blanes, un misógino perturbado: ¿has visto cómo te trata…? Supongo que se hace pajas pensando en su madre y su hermana… Podría estar mencionando ejemplos durante horas. He leído la vida de todos, incluso la mía. -Sonrió-. Sí, llevo un diario desde los cinco años donde lo anoto todo con suma exactitud. Me gusta reflexionar sobre mi propia vida. Te juro que todos somos iguales: procedemos de buenas familias (algunos son aristócratas, como De Broglie), tenemos un don innato para reducir la naturaleza a puras matemáticas y somos raros, no solo mentalmente: también en el aspecto físico. Por ejemplo, yo soy dolicocéfalo, igual que tú. Me refiero a que tenemos la cabeza apepinada, como Schrödinger y Einstein. Aunque en el cuerpo me parezco más a Heisenberg. No estoy bromeando, creo que es algo genético. Y tú… Bueno, no sé a quién coño te pareces tú con esa anatomía, la verdad. Me gustaría verte sin ropa. Esos pechos son curiosos: algo apepinados también. «Dolicomamas», podrían llamarse. Quisiera verte los pezones. ¿Por qué no te quitas la ropa?

Elisa se sorprendió a sí misma planteándose si aceptaría. La forma de hablar de Valente era como una radiación: no te enterabas de nada y ya habías sufrido los efectos.

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