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Cuando Valente acabó su exposición, Blanes dijo: «Muy bien. Gracias». Luego bajó la vista y contempló un espacio entre sus pies.

– Esto es un curso para licenciados en física teórica -agregó con suavidad, con su voz enronquecida-. Es decir, para personas adultas. Si alguno de ustedes quiere manifestar otra reacción infantil, rogaría que lo hiciera fuera de aquí, por favor. No lo olviden. -Y, volviendo a alzar la mirada, no ya hacia Valente o Elisa sino hacia toda la clase, añadió, en el mismo tono-: Al margen de esto, la solución ofrecida por la señorita Robledo es exacta y brillante.

Elisa sintió escalofríos. Me nombra a mí sola porque fui la primera en decirlo. Recordó una frase de uno de sus profesores de óptica: «En ciencia puedes permitirte ser un hijo de puta, pero debes intentar serlo antes que los demás». Sin embargo, no experimentó especial placer, ni siquiera alegría. Por el contrario, una amarga oleada de vergüenza la anegó.

Observó de reojo el impasible perfil de Valente Sharpe, que nunca la miraba, y se sintió miserable. Enhorabuena, Elisa: hoy has sido la primera hija de puta.

Bajó la cabeza y disimuló las lágrimas haciendo visera con la mano.

Estaba tan aturdida por lo sucedido que apenas le preocupó encontrar un nuevo correo de «mercuryfriend» al llegar a casa. Como sabía que, hiciera lo que hiciese, el archivo adjunto se cargaría en la pantalla, lo abrió tal cual. Comenzaron a desfilar las imágenes.

Iba a apartar la vista cuando se dio cuenta de la diferencia. Mezcladas con las figuras eróticas había otras: un hombre caminando encorvado bajo el peso de una piedra sobre los omoplatos, un soldado con uniforme de la Primera Guerra Mundial llevando a una chica en un sillín a su espalda, un bailarín encaramado sobre los hombros de otro… Al final, en letras rojas sobre fondo negro, apareció una nueva y enigmática frase: «SI ERES QUIEN CREES SER, LO SABRÁS».

¿De qué iba aquel anuncio? Elisa se encogió de hombros sin entender y apagó el ordenador, aunque una idea muy vaga la mantuvo inmóvil frente a la pantalla unos cuantos segundos más.

Decidió que se trataba de un detalle banal (algo que había olvidado y pugnaba por recordar). Ya se acordaría.

Se quitó la ropa y se dio una ducha cálida y prolongada que terminó de relajarla. Para cuando salió del baño ya había olvidado todo lo relacionado con el mensaje y solo pensaba en lo, ocurrido en clase. Se sentía espoleada por el desprecio que Blanes le manifestaba. ¿No quieres caldo? Tres tazas . Sin pensar siquiera en vestirse, extendió la toalla en la cama, se echó encima con apuntes y libros y se puso a realizar ciertos cálculos que se le habían ocurrido para el trabajo que debía entregar.

Al curso solo le quedaban cinco días. Coincidiendo con la última sesión se había programado un simposio internacional de dos días en el Palacio de Congresos al que asistirían algunos de los mejores físicos teóricos del mundo, como Stephen Hawking o el propio Blanes. Para entonces cada alumno tendría que haber entregado un estudio sobre las posibles soluciones a los problemas que planteaba la teoría de la secuoya.

Elisa sometió a prueba una idea nueva. Los resultados no parecían claros, pero el simple hecho de tener un camino que recorrer le devolvió la calma.

Por desgracia, perdió toda la calma poco después.

Fue cuando salió a comer algo. En ese instante se topó con su madre, que cumplía con su deber de hacerle más difícil la vida.

– Vaya. Pensé que no habías llegado aún. Como te metes en tu habitación y ni siquiera te preocupas de saludar…

– Pues ya ves. He llegado.

Se habían encontrado en el pasillo. Su madre, perfectamente vestida y peinada, olía a esa clase de perfumes cuyos anuncios ocupaban una página entera en revistas de moda y casi siempre mostraban a mujeres desnudas. Elisa, por su parte, se había echado un viejo albornoz por encima y sabía que parecía lo de siempre: un adefesio. Supuso que su madre diría algo al respecto y no se equivocó.

– Al menos podrías ponerte un pijama y peinarte un poco. ¿Aún no has comido?

– No.

Se dirigió descalza a la cocina y recordó a tiempo cerrarse el albornoz cuando vio a «la chica». Los platos, cubiertos con plásticos protectores, estaban, como siempre, artísticamente preparados. Así lo exigía Marta Morandé, baronesa de Piccarda . Elisa se había hartado de pedir comidas sencillas que pudiera comer con los dedos, para mayor rapidez, pero oponerse a las decisiones maternas era como darse de cabezazos contra un muro. En aquella ocasión había risotto . Comió hasta que la molesta sensación en su estómago desapareció. De repente la asaltó otra idea, y se dedicó a jugar con el tenedor y beber agua sentada en la cocina, extendiendo sus largas piernas, desnudas y morenas, mientras su cerebro embestía de nuevo las inexpugnables ecuaciones desde diversos ángulos. Apenas si fue consciente de que su madre había entrado en la cocina y solo se percató cuando su voz la distrajo.

– … una persona muy simpática. Dice que el hijo de su amiga ha sido compañero tuyo en la universidad. Hemos estado hablando mucho sobre ti.

Miró a su madre con ojos completamente vacíos.

– ¿Qué?

– Su nombre no te sonaría. Es una clienta nueva, y muy, muy bien relacionada… -Marta Morandé hizo una pausa para ingerir las pastillas adelgazantes que tomaba al medio día con un vaso de agua mineral-. Me dijo: «¿Es usted la madre de esa chica? Pues dicen que su hija es un genio». Aunque te moleste, te diré que presumí de ti con orgullo. Pero lo tuve fácil, porque la señora estaba que alucinaba contigo: quería saber cómo era la convivencia con un genio de las matemáticas…

– Ya. -De inmediato había comprendido por qué su madre se hallaba tan feliz. Los logros de Elisa solo le gustaban cuando podía presumir de ellos en su salón de belleza, ante una «clienta nueva muy, muy bien relacionada». Y, ahora que lo pensaba, ¿por qué podía decirse «clienta» y, en cambio, no podía decirse «genia»?

– «Y además, es guapísima, según me han contado», me dijo. Yo le dije: «Sí, es la chica perfecta».

– Podrías ahorrarte las ironías.

Inclinada ante la nevera abierta, Marta Morandé se volvió y la miró.

– Pues verás, si te soy sincera…

– No, por favor, no lo seas.

– ¿Puedo decir algo? -Elisa no contestó. Su madre se alzó mirándola con fijeza-. Cuando me hablan tan bien de ti, como han hecho hoy, me siento orgullosa, sí, pero no puedo evitar pensar cómo sería todo si, además de ser perfecta, te esforzaras por parecerlo…

– Para eso ya estás tú -replicó Elisa-. Eres… ¿Cómo lo llama ese libro de psicología religiosa que lees? ¿La virtud encarnada ? No pienso invadir tu terreno.

Pero Marta Morandé prosiguió, como si no hubiese oído:

– Mientras escuchaba las maravillas que me decía esa señora sobre ti, estaba pensando: «Qué opinaría si supiera lo poco que mi hija lo aprovecha todo…». Hasta me dijo que, sin duda, te lloverían ofertas de trabajo, ahora que has acabado la carrera…

Se puso en guardia. Eso era terreno pantanoso y llevaba, sin remedio, a la ciénaga de una amarga discusión. Sabía que su madre estaba deseosa de que sus estudios «sirvieran» para algo, de verla ocupar algún tipo de puesto en algún tipo de empresa. Nada teórico encajaba en la mentalidad de Marta Morandé.

– ¿Adónde vas?

Elisa, que había iniciado la retirada, no se detuvo.

– Tengo cosas que hacer. -Empujó las puertas batientes y salió de la cocina al tiempo que oía:

– Yo también tengo cosas que hacer, y, ya ves, de vez en cuando pierdo el tiempo contigo.

– Es tu problema.

Cruzó el salón casi corriendo. Al ir a salir por la otra puerta tropezó con «la chica» y fue consciente de que llevaba el albornoz abierto, pero no le importó. Oyó los pasos de tacón a su espalda y decidió volver a enfrentarse a ella en el corredor.

– ¡Déjame en paz! ¿Quieres?

– Por supuesto -replicó su madre fríamente-. Es lo que más deseo hacer en este mundo. Pero se da la circunstancia de que tú también debes ir pensando en dejarme en paz…

– Te juro que lo intento.

– … y mientras no podemos dejarnos en paz mutuamente, te recuerdo que estás viviendo en mi casa y debes acatar mis reglas.

– Claro, lo que tú digas. -Era inútil: no tenía fuerzas ni deseos para luchar. Dio media vuelta, pero se detuvo al oírla de nuevo.

– ¡Qué opinión tan distinta tendría la gente de ti si supieran la verdad!

– Dímela tú -la desafió.

– Que eres una niña -dijo su madre sin alterarse. Nunca levantaba la voz: Elisa sabía que ella era buena calculando en matemáticas, pero para el cálculo de las emociones nadie supe raba a Marta Morandé-. Que tienes veintitrés años y aún eres una niña que no se preocupa por su aspecto, ni por conseguir un trabajo estable, ni por relacionarse con otras personas…

Una niña . -Las palabras fueron como un puño que la golpeara en el vientre-. Lo menos que puede esperarse de una niña es que tenga reacciones infantiles en clase.

– ¿Quieres que te pague el alojamiento? -murmuró apretando los dientes.

Su madre calló un instante. Pero replicó con perfecta calma:

– Sabes que no es eso. Sabes que solo deseo que vivas en el mundo, Elisa. Y aprenderás tarde o temprano que el mundo no es acostarte en esa pocilga de habitación a estudiar matemáticas, o pasearte casi desnuda por la casa mientras comes…

Cerró de un portazo cercenando aquella voz inflexible.

Pasó un tiempo indeterminado apoyada en la puerta, como si su madre tuviera la intención de echarla abajo de un empujón. Pero lo que oyó fueron los lujosos tacones alejándose, perdiéndose en el infinito. Entonces contempló los papeles y libros llenos de ecuaciones y dispersos por su cama y se tranquilizó un poco. Tan solo verlos le resultaba relajante.

De repente se quedó mirándolos absorta.

Creía comprender qué significaban aquellos mensajes.

Se sentó al escritorio, cogió papel, regla y lápiz.

Figuras llevando otras a la espalda. El soldado y la chica.

Realizó un esbozo repitiendo el mismo patrón: un muñeco llevaba a otro sentado sobre el hombro. Entonces, con un lápiz más fino, trazó tres cuadrados que abarcaban a las figuras dejando en el centro un área triangular. Contempló el resultado.

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