Sea como fuere, los físicos europeos y norteamericanos celebraron su hallazgo con asombro, y este asombro trascendió a los medios de prensa. Los periódicos españoles no se hicieron excesivo eco al principio («Un físico español descubre por qué el tiempo se mueve en una sola dirección», o «El tiempo es como un árbol secuoya, según un físico español», fueron los titulares más frecuentes), pero la popularidad de Blanes en España se debió a la reelaboración que la noticia experimentó en medios menos serios, que declararon sin ambages cosas como: «España se sitúa a la cabeza de la física del siglo XX con la teoría de David Blanes», «El profesor Blanes afirma que el viaje en el tiempo es científicamente posible», «España podría ser el primer país del mundo en construir una máquina del tiempo», etc. Nada de esto era verdad, pero funcionó bien entre el público. Varias revistas empezaron a mostrar en sus portadas, junto a mujeres desnudas, el nombre de Blanes asociado a los misterios del tiempo. Una publicación de género esotérico vendió cientos de miles de ejemplares de un monográfico navideño en cuya cubierta se leía: «¿Viajó Jesús por el tiempo?», y abajo, en letras más pequeñas: «La teoría de David Blanes desconcierta al Vaticano».
Blanes ya no estaba en Europa para alegrarse (u ofenderse): había sido poco menos que «teletransportado» a Estados Unidos. Dio conferencias y trabajó en el Caltech, el prestigioso Instituto Tecnológico de California, y, como si siguiese los pasos de Einstein, en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde cerebros como el suyo podían pasear por jardines silenciosos y contaban con tiempo para pensar y papel y lápiz para escribir. Pero en 1993, cuando el congreso norteamericano votó en contra de continuar con la fabricación del Supercolisionador Superconductor de Waxahachie, Texas, que habría sido el acelerador de partículas más grande y potente del mundo, la dulce luna de miel de Blanes con Estados Unidos terminó de repente por decisión irrevocable del primero. Se hicieron ligeramente notorias sus declaraciones ante varios medios de prensa norteamericanos en los días previos a su regreso a Europa: «El gobierno de este país ha preferido invertir en armas antes que en desarrollo científico. Estados Unidos me recuerda a España: es un sitio habitado por gente muy capaz, pero dirigido por políticos hediondos. No solo ineficaces -subrayó-, sino hediondos». Como en su crítica había equiparado ambos países y gobiernos, aquellas declaraciones dejaron a todos insatisfechos e interesaron a muy pocos.
Tras zanjar así su periplo estadounidense, Blanes regresó a Zurich, donde vivió en silencio y soledad (sus únicos amigos eran Grossmann y Marini; sus únicas mujeres, su madre y su hermana: Elisa admiraba esa vida monástica) mientras su teoría sufría los embates de las reacciones a largo plazo. Curiosamente, una de las comunidades científicas que más encarnizadamente la rechazó fue la española: se alzaron voces doctas desde varias universidades indicando que la «teoría de la secuoya», como en aquella época ya empezaba a denominarse (en referencia a que las cuerdas de tiempo se arrollaban en las partículas de luz como los círculos del tronco de esos árboles alrededor del centro), era bonita pero improductiva. Quizá debido a que Blanes era madrileño, las críticas de Madrid tardaron más, pero, quizá debido a la misma razón, cuando llegaron fueron peores: un célebre catedrático de la Complutense calificó la teoría de «pirulí fantástico sin base real alguna». En el extranjero su suerte no corrió mejor fortuna, aunque especialistas en teoría de cuerdas como Edward Witten, de Princeton, y Cumrun Vafa, de Harvard, seguían afirmando que podría tratarse de una revolución intelectual comparable a la ocasionada por la propia teoría de cuerdas. Stephen Hawking, desde su pequeña silla de ruedas de Cambridge, fue uno de los pocos que se manifestó discretamente a favor de Blanes y contribuyó a la divulgación de sus ideas. Cuando le preguntaban sobre el tema, el célebre físico solía contestar con una de sus típicas ironías, pronunciada con la inflexible y fría tonalidad de su sintetizador de voz: «Aunque muchos quieren cortarla, la secuoya del profesor Blanes sigue dándonos sombra».
Blanes era el único que no decía nada. Su extraño silencio duró casi diez años, durante los cuales dirigió el laboratorio cuya jefatura había dejado vacante su amigo y mentor Albert Grossmann, ya jubilado. Debido a su gran belleza matemática y a sus fantásticas posibilidades, la «teoría de la secuoya» no dejó de interesar a los científicos pero tampoco pudo ser probada. Pasó a ese estado de «ya veremos» con que la ciencia gusta de introducir ciertas ideas en el congelador de la historia. Blanes se negaba a hablar en público sobre ella, y muchos pensaron que se avergonzaba de sus errores. Entonces, a finales de 2004 se anunció aquel curso, el primero que Blanes daría en el mundo sobre su «secuoya». Había elegido, precisamente, España, y, precisamente, Madrid. El centro privado Alighieri se haría cargo de los costes y aceptaba las raras exigencias del científico: que se realizara en julio de 2005, que se impartiera en castellano y que se adjudicaran veinte plazas por riguroso orden de selección tras la realización de un examen internacional sobre teoría de cuerdas, geometría no conmutativa y topología. En principio solo se aceptarían posgraduados, pero los estudiantes que terminaran la carrera el mismo año de la prueba podrían examinarse con una recomendación escrita por sus profesores de física teórica. De esa forma, alumnos como Elisa se habían presentado.
¿Por qué Blanes había esperado tanto para dar aquellas primeras lecciones sobre su teoría? ¿Y por qué darlas precisamente en ese momento? Elisa lo ignoraba, pero tampoco le importaba mucho no saberlo. Lo cierto era que se sentía muy dichosa aquel primer día, en ese curso tan soñado y único.
Sin embargo, al término de la clase había cambiado drásticamente de opinión.
Fue de las primeras en marcharse. Cerró los libros y la carpeta con un sonoro golpe y escapó del aula sin intentar siquiera guardar los apuntes en la mochila.
Mientras descendía por la calle en pendiente hacia la parada del autocar oyó la voz:
– Perdona… ¿Te llevo a algún sitio?
Estaba tan ofuscada que ni siquiera había percibido el coche junto a ella. Dentro asomaba, como un extraño galápago, la cabeza de Víctor «Lennon» Lopera.
– Gracias, voy lejos -dijo Elisa sin ganas.
– ¿Adónde?
– Claudio Coello.
– Pues… te llevo, si quieres. Yo… voy al centro.
No le apetecía charlar con aquel tipo, pero luego pensó que eso la distraería.
Entró en el sucio coche, atiborrado de papeles y libros, con olor a tapicería vieja. Lopera conducía con cautelosa lentitud, tal como hablaba. Sin embargo, parecía muy complacido de tener a Elisa como acompañante, y empezó a animarse. Como sucede con todos los Grandes Tímidos, su charla, de repente, se hizo desproporcionada.
– ¿Qué te ha parecido eso que ha dicho al principio sobre la realidad? «Las ecuaciones son la realidad»… Bueno, si él lo dice… No sé, yo creo que es un reduccionismo positivista muy exagerado… Está rechazando la posibilidad de verdades reveladas o intuitivas, que forman la base, por ejemplo, de las creencias religiosas o el sentido común… Y eso es un error… Hombre, imagino que lo dice porque es ateo… Pero, sinceramente, no creo que la fe religiosa sea incompatible con las pruebas científicas… Se hallan a distinto nivel, como afirmaba Einstein. No puedes… -Se detuvo en un cruce y esperó a que la carretera se vaciara para proseguir con la marcha y el monólogo-. No puedes convertir tus experiencias metafísicas en reacciones químicas. Eso sería absurdo… Heisenberg decía…
Elisa dejó de oírlo y se limitó a mirar la carretera y gruñir de vez en cuando. Pero de repente Lopera susurró:
– Yo también lo he notado. Cómo te trataba, quiero decir.
Sintió que sus mejillas ardían y de nuevo le entraron ganas de llorar al recordarlo.
Blanes había hecho unas cuantas preguntas en clase, pero había elegido para contestarlas a alguien situado a dos puestos de distancia a su derecha, que levantaba la mano a la vez que ella.
Valente Sharpe.
En un momento dado sucedió algo. Blanes hizo una pregunta y solo ella alzó la mano. Sin embargo, en vez de cederle la palabra, el científico había animado a los demás a responder: «Vamos, ¿qué pasa con ustedes, señores? ¿Tienen miedo de perder su título de licenciados si se equivocan?». Pasaron unos cuantos, densos segundos, y Blanes apuntó de nuevo al mismo sitio. Elisa volvió a oír aquella voz tersa, tranquila, casi divertida, con ligero acento extranjero: «A esa escala no existe una geometría válida debido al fenómeno de espuma cuántica». «Muy bien, señor Valente.»
Valente Sharpe.
Cinco años seguidos siendo la mejor de su promoción habían exacerbado el afán de competitividad de Elisa hasta extremos salvajes. No se podía ser el primero en el mundo científico sin el terrible esfuerzo depredador de eliminar a los rivales sistemáticamente. Por esa razón, el absurdo desprecio de Blanes era para ella una tortura insufrible. No quería mostrar su orgullo herido delante de un compañero, pero había llegado ya al límite de sus fuerzas.
– Me ha dado la impresión de que ni siquiera me ve -masculló tragándose las lágrimas.
– Yo creo… que te ve demasiado -repuso Lopera.
Ella lo miró.
– Digo que… -intentó explicarse él-. Creo que… te ha visto y ha pensado: «Una chica tan… tan… no puede ser, a la vez muy…» Es decir, se trata de un prejuicio machista. Quizá ignora que eres tú quien quedaste primera en la prueba. No sabe cómo te llamas. Piensa que Elisa Robledo es… Vamos, que no puede ser como tú.
– ¿Cómo soy yo? -No quería hacerle aquella pregunta, pero ya no le importaba ser cruel.
– Supongo que no es incompatible… -dijo Lopera sin responder, como hablando consigo mismo-. Aunque genéticamente es raro… La belleza y la inteligencia, quiero decir… Casi nunca van unidas. Si bien hay excepciones… Richard Feynman era muy guapo, ¿no? Eso dicen. Y Ric también es… a su manera, ¿verdad? Un poco… ¿no?
– ¿Ric?
– Ric Valente, mi amigo. Lo llamo así desde que lo conozco. ¿No te acuerdas que te lo señalé ayer, en la fiesta? Ric Valente…
La sola mención de aquel nombre había bastado para que Elisa apretara los dientes. Valente Sharpe, Valente Sharpe… En su cerebro aquellos apellidos adoptaban un sonido mecánico, como de hoja de sierra eléctrica haciendo trizas su orgullo. Valente Sharpe, Valente Sharpe…