Cuando salimos al jardín no soplaba ninguna brisa en la noche bochornosa, pero una sensación de frescura, probablemente imaginaria, me invadió. Dickson nos pidió que lo acompañáramos hacia el puerto, donde el esclavo de la señora Mercedes nos esperaba con un mensaje de su ama. A tientas en la ciudad oscura, entre nubes de mosquitos que zumbaban a nuestro alrededor, hostigándonos, atravesamos las calles desiertas. En una ventana iluminada, detrás de una reja, un hombre, desnudo hasta la cintura, comía un pedazo de sandía en forma de medialuna. Alzando la vista nos reconoció, y, con sorna tranquila y familiar, preguntó: ¿Va de putas, doctor?, ante lo cual, con su venerable bonhomía, mi querido maestro se paró y, echándose a reír, lo que pareció fastidiar a Dickson, le lanzó esta respuesta inolvidable: No necesariamente. El hombre sacudió la cabeza mientras le daba un mordisco a la sandía, como si hubiésemos dejado de interesarle, y cuando reanudamos la marcha, a pesar de lo grave de la situación, la risita ahogada del doctor seguía resonando en la oscuridad, irresistiblemente contagiosa, de modo que cuando llegamos al puerto, nuestras galeras se sacudían contra la claridad ligera de la noche que parecía difundir el gran espacio abierto del río, del que el olor inconfundible, el chapoteo rítmico de la orilla y una real frescura de la atmósfera delataban la proximidad. Dickson, que no había perdido su seriedad a pesar de nuestro buen humor por cierto injustificado, nos ordenó que nos detuviéramos y que hiciésemos silencio, y cuando le obedecimos, empezó a silbar para advertir a alguien de nuestra presencia. De pronto, a unos treinta metros de nosotros, una luz empezó a mandar señales, de manera que nos encaminamos en su dirección. Cuando llegamos, seis o siete hombres comenzaron a discutir susurrando en inglés con Dickson; estábamos todos apretujados alrededor del farol, estudiándonos con desconfianza y curiosidad unos a otros hasta que el cónsul, señalándonos al doctor y a mí, se alejó unos pasos y se borró en la noche. De golpe, la oscuridad total me invadió, pero tardé apenas una fracción de segundo en darme cuenta de que me habían echado un paño en la cabeza -una bolsa quizás- y que entre dos o tres hombres me estaban maniatando. Las protestas ahogadas y los jadeos del doctor me revelaron, en esa oscuridad total en la que estaba sumido, que a él le estaba ocurriendo exactamente lo mismo. Traté de forcejear pero fue inútil. Dos poderosos brazos escoceses -detalle del que me enteré más tarde-, me alzaron en vilo, y fue en ese preciso momento que mis pies dejaron de pisar para siempre, o en todo caso hasta el día de hoy, el suelo de mi patria.
En la carta que me mandó tiempo más tarde desde Amsterdam, el doctor me dio algunas explicaciones suplementarias, puesto que las principales las obtuvimos ya en alta mar, acerca de lo sucedido, aclarándome los motivos exactos de la intervención del cónsul inglés: Por el desenlace de nuestra aventura, puede juzgar, estimado doctor Real, de la discreción y de la sutileza de la señora Mercedes, dos atributos que tenemos que agregar a los encantos innegables que posee y que usted, creo, ha tenido alguna ocasión de admirar de visu. La explicación de la conducta de Dickson, a quien siempre le fuimos tan antipáticos, es la siguiente: tiempo después de nuestra ruptura Mercedes, para intentar, según ella vanamente, olvidarme, empezó a frecuentar, sin pasar a mayores a estar con lo que ella afirma en su carta, al cónsul inglés, que, desde luego, nunca estuvo al tanto de nuestras relaciones. Mercedes convenció a Dickson de que su marido, que se creía engañado, se había equivocado de blanco, y se había vengado en nosotros creyendo que yo era el amante de su mujer. Dickson se vio entonces obligado a intervenir. Así es como nos salvaron la vida el servicio diplomático, los agentes secretos y la marina de guerra de la gran nación insular que posee la hegemonía indiscutida de los mares y que, como otros la peste negra, propaga el libre comercio por donde pasa.
Sofocados por las bolsas con las que nos habían encapuchado y con los brazos inmovilizados contra el cuerpo por las sogas que nos maniataban, fuimos depositados en una embarcación, el ruido periódico de cuyos remos nos acompañó durante unos veinte minutos, y más tarde izados como fardos a la cubierta de un barco, y por fin, habiéndonos retirado las bolsas, pero volviendo a maniatarnos por las muñecas, con los brazos en la espalda, y por los tobillos, tratamiento vejatorio que, reconozco, fue efectuado con firmeza pero sin brutalidad, abandonados en un camarote silencioso y envuelto en la más densa oscuridad. Voces y ruidos lejanos llegaban hasta nosotros, y al fin nos dimos cuenta de que el barco en el que yacíamos secuestrados había levado anclas y navegaba a velocidad regular, hacia un destino que ignorábamos. En las horas que duró nuestro encierro el doctor, que no perdía ni el hábito ni la capacidad de razonar con paciencia metódica, elaboró una serie de hipótesis sobre los hechos extraordinarios que acababan de producirse, de modo que cuando oímos la puerta que se abría y la voz calma de un hombre bien educado empezó a disculparse en inglés por el trato que se habían visto obligados a darnos, el doctor, detalle revelador si se tiene en cuenta que estaba atado de pies y manos y tirado en alguna parte en la oscuridad, le respondió con perfecta tranquilidad en un inglés perfecto que comprendíamos (también perfectamente) lo que había sucedido, y que estábamos agradecidos por la prontitud con que el gobierno inglés había actuado para salvarnos la vida. Cuando las luces se encendieron comprobamos que estábamos en el elegante camarote para huéspedes de una fragata de guerra inglesa cuyo capitán, un escocés tostado y afable, esperó que los dos marineros que lo acompañaban desataran nuestras ligaduras y nos ayudaran a ponernos de pie antes de darnos, jovial, la bienvenida. Un mes más tarde, arruinados y todavía un poco sacudidos más por los acontecimientos de los últimos tiempos que por la inestabilidad gris y rugosa del océano, y sin que el capitán haya podido ganarle al doctor Weiss una sola de las muchas partidas de ajedrez que jugaron durante la travesía, una mañana triste y lluviosa desembarcamos en Liverpool.
Me he extendido refiriendo la creación de la Casa de Salud y, de un modo sumario, he dado cuenta de los métodos de tratamiento del doctor Weiss, de su carácter y de su filosofía, así como del embate de la barbarie que en unas pocas horas dejó en ruinas el trabajo no ya de años, sino de la vida entera de mi maestro. Crear una institución de la nada, sobre todo en tiempos revueltos, fue obra superior, a la cual mí única contribución original fue ese viaje de un mes largo por la llanura, en condiciones demasiado difíciles, y que constituye el tema principal de esta memoria. (En todo caso, ese viaje fue para mí una experiencia única, de la que, como se verá más adelante, también soy deudor al doctor Weiss, y espero que mi lector, disculpando el egoísmo que supone presentarme como protagonista de mi relato, tenga a bien considerar que se trata para mi de la aventura más singular de mi vida.)
Los enfermos que debimos trasladar desde esa ciudad, situada frente al lugar de mi nacimiento, pero en la orilla opuesta del gran río, a unas cien leguas más o menos al norte de Las tres acacias, esas personas perturbadas en la intimidad de su ser por los estragos de la demencia, requerían un cuidado especial porque el viaje a través de la llanura desierta suponía para ellas una circunstancia agravante de su estado, pero a la vez, su alienación era en sí misma perturbadora, y con su presencia singular contribuía a romper el equilibrio de las antiguas leyes no escritas del desierto. Enfermos, indios, mujeres de mala vida, gauchos, soldados y hasta animales domésticos y de los otros, debimos convivir durante muchos días en el desierto que, si ya por definición es hostil, vio su hostilidad acrecentada por una acumulación imprevista de calamidades.
Pero es mejor que empiece por el principio. Por lo común, cuando alguna de las familias del por aquel entonces Virreynato deseaba colocar en la Casa de Salud a alguno de sus miembros, el traslado del enfermo corría por su cuenta, y los acuerdos necesarios se llevaban a cabo a través de mensajeros: en un par de meses, todos los detalles quedaban arreglados, y el paciente nos era entregado en, por decirlo así, la puerta de nuestro establecimiento, que una vez franqueada por él lo ponía en nuestras manos y bajo nuestra entera responsabilidad. Tal era la norma invariable que regía su hospitalización. A principios de mil ochocientos cuatro sin embargo, cuatro pedidos simultáneos de internación nos llegaron de regiones diferentes, y después de negociaciones laboriosas, menos de orden financiero que práctico, aceptamos la concentración de los enfermos en esa ciudad a la que yo, habiéndolo decidido así el doctor Weiss, iría a buscarlos, por hallarse dicha ciudad más o menos a mitad de camino entre los lugares de donde provenían esos enfermos y Las tres acacias. Nada parece demasiado caro y ningún esfuerzo excesivo cuando se trata de desembarazarse de un loco, ya que es difícil encontrar algo en este mundo que genere más incomodidad, de manera que con los esfuerzos reunidos de las cuatro familias, una de las cuales era para ser más precisos una comunidad religiosa, pudo organizarse un hospital ambulante del que yo sería una especie de director por lo que durase la travesía del desierto. (Desierto relativo por otra parte, ya que, instaladas a cada diez o quince leguas más o menos, una serie de postas, aunque miserables en su mayoría, aliviaban un poco el trayecto. Por desgracia, las circunstancias nos privaron de ellas.)
Ese convoy singular que constituíamos, y los episodios que se fueron produciendo a lo largo de nuestra ruta, merecen a mi juicio un relato detallado, y si me abstengo por ahora de publicarla, esta memoria presentará, espero, para algún lector futuro, no únicamente un atractivo pintoresco, sino también un genuino interés científico. Es este último aspecto por otra parte el que me impide la publicación inmediata de estas páginas, ya que mi descripción del comportamiento de los alienados y de otros miembros de la caravana, y la transcripción de su lenguaje exento de vana retórica, obedece a una preocupación escrupulosa de exactitud, lo cual podría chocar a ciertas almas sensibles, pero no así al espíritu científico familiarizado con la realidad de la demencia, con los verdaderos motivos de los actos humanos y animales, y con la falsedad más que relativa de ciertas nociones que se pretenden racionales, y que sólo imperan en los salones mundanos. Esas descripciones fieles, cuya ausencia me sería reprochada en un tratado científico, pueden parecer ofensivas en una memoria en la que intervienen también experiencias personales, pero en esta fidelidad a lo verdadero, indiferente a los prejuicios y a la reprobación de la mayoría, no hago más que seguir el ejemplo del doctor Weiss, que hizo en todo momento de esa fidelidad un principio de ciencia y de vida.