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Con mis cinco enfermos, me sentía como esos juglares de los circos que, haciendo girar sobre su borde, en una mesa, cinco platos a la vez, tienen que correr todo el tiempo de uno al otro para que sigan girando todos en posición vertical y a velocidad constante, y no caiga ni se rompa ninguno. Mientras tanto, la partida se avecinaba. Faltaba todavía terminar de reparar los vehículos que habían sufrido la rudeza del camino, juntar un poco más de tropa para que nos sirviera de escolta, y esperar que mejorara el tiempo para no largarnos al desierto, que hasta en los días apacibles es inhospitalario, en pleno temporal. Estábamos, por esos días, a finales de julio, en el centro mismo del invierno: los árboles grises, sin una sola hoja, levantaban una filigrana oscura y lustrosa contra un cielo uniforme de un gris apenas más luminoso. Los aguaceros helados habían dado paso a una llovizna constante, que se convirtió al cabo de dos o tres días en una suerte de vapor de agua que parecía flotar todo el tiempo, inmóvil, entre el cielo y la tierra, y que se filtraba en las cosas, gélido, humedeciéndolas hasta la médula. Cuando uno entraba en la cama, sentía las sábanas húmedas y heladas pegotearse a la piel, y por mucho que los braseros ardieran día y noche en las habitaciones no solamente para mantenerlas caldeadas sino sobre todo para apurar la evaporación de la humedad, nada se secaba del todo a causa de esas partículas de agua flotante y blanquecina que llenaban el espacio entero. El agua omnipresente no sólo caía del cielo sino que también, reptando desde los ríos desbordados, que en la región son muchos y poderosos, tenía a la ciudad, desde el centro hasta las afueras, encerrada en un círculo líquido que se iba estrechando hora tras hora. Varias casas construidas en terrenos demasiado bajos ya estaban inundadas y en algunas calles cercanas al río únicamente en canoa se podía circular. Los cinco o seis mil habitantes de ese pueblo abandonado en el desierto, que los papeles oficiales llamaban con hipérbole pomposa ciudad, espiaban cada mañana al despertar la altura del agua, y el resto del día, atrapados por ese clima de inminencia, no hablaban de otra cosa. A mí, en los últimos días, ya me pesaba demasiado la demora: casi nada me ataba a ese lugar, que era en cierto modo el de mi infancia. En esa ciudad supe por primera vez, por haber vuelto a ella después de muchos años, que la parte de mundo que perdura en los lugares y en las cosas que hemos desertado no nos pertenece, y que lo que llamamos de un modo abusivo el pasado, no es más que el presente colorido pero inmaterial de nuestros recuerdos.

Por fin llegó el gran día. El agua paró un atardecer, y a la mañana siguiente apareció el sol en un ciclo azul, limpio y helado. El agua de los charcos se transformó en escarcha que, a causa del sol todavía frío, no alcanzaba a derretirse en la jornada, y cambiaba de color al mismo tiempo que cambiaban los colores del día. Todo estaba listo desde hacía una semana, y solamente esperábamos ese cambio de tiempo; a pesar del aire helado que parecía tajearnos las orejas y la piel de la cara, hombres y caballos estábamos impacientes por salir a medirnos con la llanura. Incluso los locos, que dan tantas veces la impresión de estar encerrados en un orden propio que es refractario a lo exterior, parecían agitados por las perspectivas del viaje. En los ojos de sor Teresita las chispas de una alegría maliciosa se iban haciendo más intensas y más frecuentes a medida que se acercaba la hora de la partida, y el joven Parra, postrado y todo como seguía, parecía haber perdido un poco la rigidez obstinada con la que se encerraba en sí mismo, e incluso a las pocas horas de haber iniciado nuestro viaje, tuvo lugar un fenómeno de lo más curioso, que referiré en detalle un poco más adelante. En los hermanos Verde, los rasgos habituales de su conducta se intensificaron: al mayor podía oírselo vociferar sus inevitables Mañana, tarde y noche en toda circunstancia, subrayándolos con una infinidad de gesticulaciones grotescas. Pero era Troncoso el que estaba sin ninguna duda más alterado por la situación. Tenía la pretensión de dirigir él mismo las operaciones, y aunque los soldados y los carreros ya lo conocían, dos o tres a los que tomó desprevenidos creyeron que era él el jefe de la caravana, de modo que tuve que reunir a todo el mundo dos o tres días antes de la partida y explicar con firmeza que únicamente Osuna y yo estábamos capacitados para dar órdenes, y que el sargento Lucero, que estaba al mando de la pequeña escolta, se uniría a nosotros dos para tomar las decisiones apenas nos pusiésemos en marcha. Esa reunión me valió una misiva indignada de Troncoso, que me hizo llegar el mismo día por medio de su indulgente escudero, el Ñato Suárez. Yo mismo, como lo he consignado más arriba, estaba impaciente por volver. De las semanas lentas y heladas que pasé en la ciudad, no me quedó gran cosa, como no sea la amistad duradera de la familia Parra, a cuyos miembros, a causa de la internación del joven Prudencio en Las tres acacias, tuve la oportunidad de volver a ver varias veces en años ulteriores, y las veladas cordiales con el doctor López, en las que la conversación, limitada de un modo casi exclusivo al plano profesional, algunas veces pudo llegar a apasionarnos.

Salimos, pues, al alba del primero de agosto de mil ochocientos cuatro. Si algo, de los muchos acontecimientos, vicisitudes, anomalías o como quiera llamárselos que constituyeron nuestro viaje, si algo, como decía, pudiese ser la cifra de lo que se avecinaba, tal vez bastaría con ese hecho absurdo que inauguró nuestro trayecto, a saber que, si bien nuestro destino era el sur, fue hacia el norte que se puso en marcha la caravana, y que debimos andar un par de días en esa dirección antes de doblar al oeste con el fin de buscar nuestro verdadero rumbo. La gente que venía de Asunción había debido dar marcha atrás para poder cruzar el río Salado un poco más al norte, ya que en las inmediaciones de la desembocadura los dos brazos en los que se divide estaban igualmente desbordados y habían convertido toda la zona en una superficie de agua de dos o tres leguas de anchura en la que era imposible distinguir el lecho de río. Al ir a su encuentro, Osuna había explorado el terreno aguas arriba hasta encontrar una parte relativamente seca y lo bastante angosta y playa como para permitirle a las canoas pasar. Por esa razón debimos enfilar primero hacia el norte, por encima de la bifurcación del río, en un lugar de recodos que demoran la corriente, más arriba de las tierras inundadas, y después de cruzar no sin trabajo, avanzar hacia el oeste un buen trecho y recién entonces volver hacia el sur, desplazándonos en esa dirección, paralelos al agua, varias leguas tierra adentro, donde según Osuna y todos los otros que conocían bien la región, aunque un poco menos bien que el habitual camino de postas, podríamos cruzar sin muchas dificultades la hilera interminable de arroyos, riachos y ríos que atraviesan la llanura de oeste a este y van a desembocar en la corriente del Paraná.

Aunque los carromatos eran tirados por caballos y no por bueyes, avanzábamos despacio: en primer lugar, después de las lluvias casi constantes, el estado de los caminos, si podemos llamar así a las huellas tortuosas que seguíamos en pleno campo, dificultaba nuestro avance; pero hay que decir también que nuestro convoy, que debía consistir al principio en un grupito de carros rápidos para ir ganando durante el día, una a una, la línea de postas paralelas al río, a pocas leguas unas de otras, hasta alcanzar al fin, al cabo de diez o doce días el edificio blanco de Las tres acacias, se convirtió en una laboriosa caravana, demasiado lenta y demasiado larga, frenada por continuas indecisiones, igual que una serpiente irresoluta y poco ágil, cuya cola y cuyo estómago tuviesen la pretensión de dirigirla al mismo tiempo que la cabeza. No quiero decir con esto que ningún miembro del convoy sano de cuerpo y alma, si en la circunstancia que atravesábamos esa expresión significaba todavía algo, haya pretendido reemplazar al triunvirato deliberativo que formábamos el sargento Lucero, Osuna y yo, al que habría que agregar para ciertos casos la opinión de un indio que acompañaba a la tropa, sino que, en un grupo tan numeroso de personas, ya que éramos treinta y seis en total, los deseos de todo el mundo pueden muy bien no coincidir palmo a palmo en todo momento, durante un viaje que se anunciaba ya desde el comienzo largo y dificultoso.

Aparte de los seis carromatos, uno para cada enfermo más el mío, conducidos por carreros de la compañía de transportes que los traerían de vuelta desde Buenos Aires hasta Asunción con un cargamento diferente, había dos carros más destinados a satisfacer las necesidades del viaje. Uno era una especie de almacén, pulpería y cocina, cuyo propietario, un vasco que hacía años andaba por América, había hecho de su almacén ambulante una verdadera profesión. Según me dijo una noche, solía acompañar a las tropas de soldados, a las caravanas de comerciantes o de simples viajeros, hacia el Brasil, el Paraguay, o Santiago de Chile, del otro lado de la cordillera. Tenía toda clase de mercaderías en su carro, uno de cuyos paneles laterales se levantaba y, sostenido por una varilla de hierro que se enganchaba en el borde inferior de la abertura, podía inclinarse hacia el exterior como una especie de alero, dejando a la vista verdaderas estanterías y un mostrador angosto, detrás del cual vendía yerba, azúcar, bizcochos, aguardiente, vino, tabaco, o hilo, botones, y muchas cosas más, o si no despachaba, en el mostrador, algunas bebidas y picaditas de queso o de fiambre. En un rincón del carromato tenía su camastro, y un espejito que colgaba del techo y en el que se afeitaba con minucia todas las mañanas. Mucha gente de la región y tal vez del sur del continente lo conocía, y según Osuna se había hecho rico gracias a la usura. En el otro carro viajaban tres mujeres de las que me habían hecho creer al principio que se trataba de las esposas de tres soldados a los que acompañaban siempre en sus desplazamientos, hasta que, una vez iniciado el viaje, apenas las vi me di cuenta de que eran tres rameras, y que los tres soldados que se hacían pasar por sus maridos eran tres vulgares proxenetas. El sargento Lucero me explicó que esas mujeres que seguían a las compañías de soldados por la llanura eran un fenómeno común en la región, y que a veces podía tratarse de auténticas esposas, cuando no de las dos cosas a la vez. Con resignación a causa de mi falta de ductilidad pensé que lo que a mí me dejaba perplejo, hubiese constituido un atractivo para el doctor Weiss, ya que esa combinación esposa-ramera de la que hablaba el sargento era de algún modo la encarnación de su ideal femenino. Una de esas tres mujeres era francesa y rubia por añadidura, y sobresalía de entre las otras dos que tenían la piel oscura, los pómulos altos, los cabellos negros y lacios y ese perfil aguileño que tanto las hace parecerse a las sirvientas o, si se prefiere, a las reinas y a las diosas egipcias. A pesar de su pelo amarillo y de su piel blanca no se me ocurrió al principio que aquella mujer podía venir de Francia, pero un día me oyó corregir el francés macarrónico de Troncoso, y me abordó con el inconfundible acento de los barrios populares de París, lo que representó para mí una experiencia curiosa, ya que las palabras que profería la mujer parecían desentonar en ese paisaje, pero al mismo tiempo me daban la oportunidad de practicar en medio del desierto el idioma de Rousseau y de Buffon. Varias veces vino a mi carro para contarme las increíbles peripecias que la habían conducido a su situación actual, pero como al cabo de dos o tres conversaciones sus versiones diferían, empecé a dudar de su veracidad, y nuestras relaciones se degradaron del todo cuando un día, a la cuarta o quinta visita, me sugirió que ella en realidad estaba trabajando, y que esos momentos que pasábamos en mi carromato yo debía pagárselos como si la suya se tratara de una visita profesional. Hubiese podido indignarme por esa situación vergonzosa si no resultase evidente que, aun cuando sea cierto que las circunstancias exteriores modelan nuestra vida, siempre hay algo dentro de nosotros que nos hace perder de vista esas circunstancias y tiende a darles el color de nuestra percepción, siempre empañada por algo de lo que ni siquiera llegamos a darnos cuenta de que es puro desvarío. (A propósito de esas tres mujeres, debo decir que fueron derrotadas en su propio terreno por sor Teresita, que al principio las frecuentó mucho, pero que ellas terminaron por repudiar a causa de lo que podríamos llamar su competencia desleal. Mi confidente francesa vino un día a contarme que había sorprendido a la monjita con dos soldados, acostada entre los pastos a cierta distancia del campamento. La mujer parecía escandalizada y repetía a cada momento, sacudiendo la cabeza: Tous les deux, monsieur, tous les deux! Ce n’est pas malheureux? Cuando, de vuelta a la Casa de Salud le conté una noche la historia, el doctor Weiss, riéndose, comentó: Uno de los aspectos más sorprendentes de la teología es el enorme trabajo que se dan los teólogos para elaborar un sistema que tiene como base una experiencia incomunicable. Santo Tomás interrumpió la redacción de la Suma Teológica el día que tuvo por fin, después de tanto sudor, una auténtica experiencia mística. Un hecho tan importante como la certeza sobre la existencia de la divinidad puede prescindir de todo comentario. Pero la teología, que es esencialmente política, no molesta a nadie. La mística en cambio es teología empírica, y siempre he pensado que su aplicación práctica es capaz de sembrar el pánico en la Iglesia, en la Corte y en los lupanares.

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