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Pasó el tiempo. Empecé a olvidar la historia. Un día de principios de febrero de 1999, el año del sesenta aniversario del final de la guerra civil, alguien del periódico sugirió la idea de escribir un artículo conmemorativo del final tristísimo del poeta Antonio Machado, que en enero de 1939, en compañía de su madre, de su hermano José y de otros cientos de miles de españoles despavoridos, empujado por el avance de las tropas franquistas huyó desde Barcelona hasta Collioure, al otro lado de la frontera francesa, donde murió poco después. El episodio era muy conocido, y pensé con razón que no habría periódico catalán (o no catalán) que por esas fechas no acabara evocándolo, así que ya me disponía a escribir el consabido artículo rutinario cuando me acordé de Sánchez Mazas y de que su frustrado fusilamiento había ocurrido más o menos al mismo tiempo que la muerte de Machado, sólo que del lado español de la frontera. Imaginé entonces que la simetría y el contraste entre esos dos hechos terribles -casi un quiasmo de la historia- quizá no era casual y que, si conseguía contarlos sin pérdida en un mismo artículo, su extraño paralelismo acaso podía dotarlos de un significado inédito. Esta superstición se afianzó cuando, al empezar a documentarme un poco, di por casualidad con la historia del viaje de Manuel Machado hasta Collioure, poco después de la muerte de su hermano Antonio. Entonces me puse a escribir. El resultado fue un artículo titulado «Un secreto esencial». Como a su modo también es esencial para esta historia, lo copio a continuación:

«Se cumplen sesenta años de la muerte de Antonio Machado, en las postrimerías de la guerra civil. De todas las historias de aquella historia, sin duda la de Machado es una de las más tristes, porque termina mal. Se ha contado muchas veces. Procedente de Valencia, Machado llegó a Barcelona en abril de 1938, en compañía de su madre y de su hermano José, y se alojó primero en el Hotel Majestic y luego en la Torre de Castañer, un viejo palacete situado en el paseo de Sant Gervasi. Allí siguió haciendo lo mismo que había hecho desde el principio de la guerra: defender con sus escritos al gobierno legítimo de la República. Estaba viejo, fatigado y enfermo, y ya no creía en la derrota de Franco; escribió: "Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado". Quién sabe si acertó en esto último; sin duda lo hizo en lo primero. La noche del 22 de enero de 1939, cuatro días antes de que las tropas de Franco tomaran Barcelona, Machado y su familia partían en un convoy hacia la frontera francesa. En ese éxodo alucinado los acompañaban otros escritores, entre ellos Corpus Barga y Carles Riba. Hicieron paradas en Cerviá de Ter y en Mas Faixat, cerca de Figueres. Por fin, la noche del 27, después de caminar seiscientos metros bajo la lluvia, cruzaron la frontera. Se habían visto obligados a abandonar sus maletas; no tenían dinero. Gracias a la ayuda de Corpus Barga, consiguieron llegar a Collioure e instalarse en el hotel Bougnol Quintana. Menos de un mes más tarde moría el poeta; su madre le sobrevivió tres días. En el bolsillo del gabán de Antonio, su hermano José halló unas notas; una de ellas era un verso, quizás el primer verso de su último poema: "Estos días azules y este sol de la infancia".

»La historia no acaba aquí. Poco después de la muerte de Antonio, su hermano el poeta Manuel Machado, que vivía en Burgos, se enteró del hecho por la prensa extranjera. Manuel y Antonio no sólo eran hermanos: eran íntimos. A Manuel la sublevación del 18 de julio le sorprendió en Burgos, zona rebelde; a Antonio, en Madrid, zona republicana. Es razonable suponer que, de haber estado en Madrid, Manuel hubiera sido fiel a la República; tal vez sea ocioso preguntarse qué hubiera ocurrido si Antonio llega a estar en Burgos. Lo cierto es que, apenas conoció la noticia de la muerte de su hermano, Manuel se hizo un salvoconducto y, tras viajar durante días por una España calcinada, llegó a Collioure. En el hotel supo que también su madre había fallecido. Fue al cementerio. Allí, ante las tumbas de su madre y de su hermano Antonio, se encontró con su hermano José. Hablaron. Dos días más tarde Manuel regresó a Burgos.

»Pero la historia -por lo menos la historia que hoy quiero contar- tampoco acaba aquí. Más o menos al mismo tiempo que Machado moría en Collioure, fusilaban a Rafael Sánchez Mazas junto al santuario del Collell. Sánchez Mazas fue un buen escritor; también fue amigo de José Antonio, y uno de los fundadores e ideólogos de Falange. Su peripecia en la guerra está rodeada de misterio. Hace unos años, su hijo, Rafael Sánchez Ferlosio, me contó su versión. Ignoro si se ajusta a la verdad de los hechos; yo la cuento como él me la contó. Atrapado en el Madrid republicano por la sublevación militar, Sánchez Mazas se refugió en la embajada de Chile. Allí pasó gran parte de la guerra; hacia el final trató de escapar camuflado en un camión, pero le detuvieron en Barcelona y, cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad, se lo llevaron camino de la frontera. No lejos de ésta se produjo el fusilamiento; las balas, sin embargo, sólo lo rozaron, y él aprovechó la confusión y corrió a esconderse en el bosque. Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: "¡Por aquí no hay nadie!". Dio media vuelta y se fue.

»"De todas las historias de la Historia", escribió Jaime Gil, "sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal." ¿Termina mal? Nunca sabremos quién fue aquel miliciano que salvó la vida de Sánchez Mazas, ni qué es lo que pasó por su mente cuando le miró a los ojos; nunca sabremos qué se dijeron José y Manuel Machado ante las tumbas de su hermano Antonio y de su madre. No sé por qué, pero a veces me digo que, si consiguiéramos desvelar uno de esos dos secretos paralelos, quizá rozaríamos también un secreto mucho más esencial».

Quedé muy satisfecho del artículo. Cuando se publicó, el 22 de febrero de 1999, exactamente sesenta años después de la muerte de Machado en Collioure, exacta mente sesenta años y veintidós días después del fusilamiento de Sánchez Mazas en el Collell (pero la fecha exacta del fusilamiento sólo la conocí más tarde), me felicitaron en la redacción. En los días que siguieron recibí tres cartas; para mi sorpresa -nunca fui un articulista polémico, de esos cuyos nombres menudean en la sección de cartas al director, y nada invitaba a pensar que unos hechos acaecidos sesenta años atrás pudieran afectar demasiado a nadie- las tres se referían al artículo. La primera, que imaginé redactada por un estudiante de filología en la universidad, me reprochaba haber insinuado en mi artículo (cosa que yo no creía haber hecho, o más bien no creía haber hecho del todo) que, si Antonio Machado se hubiera hallado en el Burgos sublevado de julio del 36, se hubiera puesto del lado franquista. La segunda era más dura; estaba escrita por un hombre lo bastante mayor para haber vivido la guerra. Con jerga inconfundible, me acusaba de «revisionismo», porque el interrogante del último párrafo, el que seguía a la cita de Jaime Gil («¿Termina mal?»), sugería de forma apenas velada que la historia de España termina bien, cosa a su juicio rigurosamente falsa. «Termina bien para los que ganaron la guerra», decía. «Pero mal para los que la perdimos. Nadie ha tenido ni siquiera el gesto de agradecernos que lucháramos por la libertad. En todos los pueblos hay monumentos que conmemoran a los muertos de la guerra. ¿En cuántos de ellos ha visto usted que por lo menos figuren los nombres de los dos bandos?» El texto acababa de esta forma: «¡Y una gran mierda para la Transición! Atentamente: Mateu Recasens».

La tercera carta era la más interesante. La firmaba un tal Miquel Aguirre. Aguirre era historiador y, según decía, llevaba varios años estudiando lo ocurrido durante la guerra civil en la comarca de Banyoles. Entre otras cosas, su carta daba cuenta de un hecho que en aquel momento me pareció asombroso: Sánchez Mazas no había sido el único superviviente del fusilamiento del Collell; un hombre llamado Jesús Pascual Aguilar también había escapado con vida. Más aún: al parecer, Pascual había referido el episodio en un libro titulado Yo fui asesinado por los rojos. «Me temo que el libro es casi inencontrable», concluía Aguirre, con inconfundible petulancia de erudito. «Pero, si le interesa, yo tengo un ejemplar a su disposición.» Al final de la carta Aguirre había anotado sus señas y un número de teléfono.

Llamé de inmediato a Aguirre. Después de algunos malentendidos, de los que deduje que trabajaba en alguna empresa u organismo público, conseguí hablar con él. Le pregunté si tenía información acerca de los fusilamientos del Collell; me dijo que sí. Le pregunté si seguía en pie la oferta de prestarme el libro de Pascual; me dijo que sí. Le pregunté si le apetecía que comiéramos juntos; me dijo que vivía en Banyoles, pero que cada jueves venía a Gerona para grabar un programa de radio.

– Podemos quedar el jueves -dijo.

Estábamos a viernes y, con el fin de ahorrarme una semana de impaciencia, a punto estuve de proponerle que nos viéramos esa misma tarde, en Banyoles.

– De acuerdo -dije, sin embargo. Y en ese momento recordé a Ferlosio, con su aire inocente de gurú y sus ojos ferozmente alegres, hablando de su padre en la terraza del Bistrot. Pregunté-: ¿Quedamos en el Bistrot?

El Bistrot es un bar del casco antiguo, de aspecto vagamente modernista, con sus mesas de mármol y hierro forjado, sus ventiladores de aspas, sus grandes espejos y sus balcones saturados de flores y abiertos a la escalinata que sube hacia la plaza de Sant Doménech. El jueves, mucho antes de la hora acordada con Aguirre, ya estaba yo sentado a un velador del Bistrot, con una cerveza en la mano; a mi alrededor hervían las conversaciones de los profesores de la Facultad de Letras, que suelen comer allí. Mientras hojeaba una revista pensé que, al citarnos para esa comida, ni a Aguirre ni a mí se nos había ocurrido que, puesto que ninguno de los dos conocía al otro, alguno debía llevar una señal identificatoria, y ya estaba empezando a esforzarme en imaginar cómo sería Aguirre, con la sola ayuda de la voz que una semana atrás había oído al teléfono, cuando se detuvo ante mi mesa un individuo bajo, cuadrado y moreno, con gafas, con una carpeta roja bajo el brazo; una barba de tres días y una perilla de malvado parecían comerle la cara. Por alguna razón yo esperaba que Aguirre fuera un anciano calmoso y profesoral, y no el individuo jovencísimo y de aire resacoso (o quizás excéntrico) que tenía ante mí. Como no decía nada, le pregunté si él era él. Me dijo que sí. Luego me preguntó si yo era yo. Le dije que sí. Nos reímos. Cuando vino la camarera, Aguirre pidió arroz a la cazuela y un entrecot al roquefort; yo pedí una ensalada y conejo. Mientras esperábamos la comida Aguirre me dijo que me había reconocido por la foto de la contraportada de uno de mis libros, que había leído hacía tiempo. Superado el primer espasmo de vanidad, rencorosamente comenté:

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