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– ¡No me diga que es usted pacifista! -dijo, y me puso una mano en la clavícula-. ¡Haber empezado por ahí, hombre! Y a propósito -apoyándose en mí se incorporó y señaló con el bastón la entrada de la residencia-, a ver cómo se las arregla con la hermana Françoise.

Ignoré la burla de Miralles y, porque pensé que se me agotaba el tiempo, precipitadamente dije:

– Me gustaría hacerle una última pregunta.

– ¿Sólo una? -En voz alta se dirigió a la monja-: Hermana, el periodista quiere hacerme una última pregunta.

– Me parece muy bien -dijo la hermana Françoise-. Pero si la respuesta es muy larga se va a quedar usted sin comer, Miralles. -Sonriéndome añadió-: ¿Por qué no vuelve por la tarde?

– Claro, joven -convino Miralles, jovial-. Vuelva por la tarde y seguiremos hablando.

Acordamos que volvería a las cinco, después de la siesta y de los ejercicios de recuperación. Con la hermana Françoise acompañé a Miralles hasta el comedor. «No se olvide del tabaco», me susurró Miralles al oído, a modo de despedida. Luego entró en el comedor y mientras se sentaba a una mesa, entre dos ancianas de pelo blanquísimo que ya habían empezado a comer, aparatosamente me guiñó un ojo cómplice.

– ¿Qué le ha dado? -preguntó la hermana Françoise mientras caminábamos hacia la salida.

Como creí que se refería al paquete de tabaco prohibido, que abultaba en el bolsillo de la camisa de Miralles, me ruboricé.

– ¿Darle?

– Se le veía muy contento.

– Ah. -Sonreí, aliviado-. Estuvimos hablando de la guerra.

– ¿De qué guerra?

– De la guerra de España.

– No sabía que Miralles hubiera hecho la guerra.

Iba a decirle que Miralles no había hecho una guerra, sino muchas, pero no pude, porque en ese momento vi a Miralles caminando por el desierto de Libia hacia el oasis de Murzuch, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, llevando la bandera tricolor de un país que no es su país, de un país que es todos los países y también el país de la libertad y que ya sólo existe porque él y cuatro moros y un negro la están levantando mientras siguen caminando hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.

– ¿Viene alguien a verle? -pregunté a la hermana Françoise.

– No. Al principio venía su yerno, el viudo de su hija. Pero luego dejó de venir; creo que acabaron de mala manera. En fin, Miralles tiene un carácter un poco difícil; le aseguro una cosa: su corazón es de oro.

Oyéndola hablar de la embolia que meses atrás había paralizado el costado izquierdo de Miralles, me dije que la hermana Françoise hablaba como la directora de un orfanato tratando de colocarle a un cliente potencial un pupilo díscolo; me dije también que Miralles quizá no era un pupilo díscolo, pero seguro que era un huérfano, y entonces me pregunté al recuerdo de quién iba a aferrarse Miralles cuando estuviera muerto, para no morir del todo.

– Creímos que se nos quedaba en ésa -prosiguió la hermana Françoise-. Pero se ha recuperado muy bien: tiene una constitución de toro. Lleva muy mal lo del tabaco y lo de comer sin sal, pero ya se acostumbrará. -Al llegar al mostrador de recepción hizo una sonrisa y me alargó la mano-. Bueno, le vemos por la tarde, ¿no?

Antes de salir de la residencia miré el reloj: eran poco más de las doce. Tenía ante mí cinco horas vacías. Caminé un rato por la Route des Daix en busca de una terraza donde tomar algo, pero, como no la encontré -el barrio era un entramado de anchas avenidas suburbiales con casitas apareadas-, apenas vi un taxi lo paré y le pedí que me llevara de vuelta al centro. Me dejó en una plaza semicircular que se abría hasta acoger en su seno el palacio de los duques de Borgoña. Frente a su fachada, sentado en una terraza, me bebí dos cervezas. Desde donde me hallaba se veía un letrero con el nombre de la plaza: Place de la Libération. Inevitablemente pensé en Miralles entrando en París por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto del 44, con las primeras tropas aliadas, a bordo de su tanque que se llamaría Guadalajara o Zaragoza o Belchite. A mi lado, en la terraza, una pareja muy joven se pasmaba ante las risas y los pucheros de un bebé rosado; gente atareada e indiferente cruzaba frente a nosotros. Pensé: «No hay ni uno solo que sepa de ese viejo medio tuerto y terminal que fuma cigarrillos a escondidas y ahora mismo está comiendo sin sal a unos pocos kilómetros de aquí, pero no hay ni uno solo que no esté en deuda con él». Pensé: «Nadie se acordará de él cuando esté muerto». Volví a ver a Miralles caminando con la bandera de la Francia libre por la arena infinita y ardiente de Libia, caminando hacia el oasis de Murzuch mientras la gente caminaba por esta plaza de Francia y por todas las plazas de Europa atendiendo a sus negocios, sin saber que su destino y el destino de la civilización de la que ellos habían abdicado pendía de que Miralles siguiera caminando hacia delante, siempre hacia delante. Entonces recordé a Sánchez Mazas y a José Antonio y se me ocurrió que quizá no andaban equivocados y que a última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización. Pensé: «Lo que ni José Antonio ni Sánchez Mazas podían imaginar es que ni ellos ni nadie como ellos podría jamás integrar ese pelotón extremo, y en cambio iban a hacerlo cuatro moros y un negro y un tornero catalán que estaba allí por casualidad o mala suerte, y que se hubiera muerto de risa si alguien le hubiera dicho que estaba salvándonos a todos en aquel tiempo de oscuridad, y que quizá precisamente por eso, porque no imaginaba que en aquel momento la civilización pendía de él, estaba salvándola y salvándonos sin saber que su recompensa final iba a ser una habitación ignorada de una residencia para pobres en una ciudad tristísima de un país que ni siquiera era su país, y donde nadie salvo tal vez una monja sonriente y espigada, que no sabía que había estado en la guerra, lo echaría de menos».

Comí en el Café Central, en la Place Grangier, muy cerca de donde había desayunado esa mañana y, después de tomar café y whisky en una terraza de la Rue de la Poste y de comprar un cartón de tabaco, volví a la Résidence des Nimphéas. Aún no eran las cinco cuando Miralles me hizo pasar a su habitación y advertí, no sin sorpresa, que no era la sórdida habitación de asilo que yo esperaba, sino un pequeño apartamento limpio, ordenado y con luz: de un solo vistazo abarqué una cocina, un lavabo, un dormitorio y una salita de paredes casi desnudas, con dos butacones, una mesa y un ventanal que daba a un balcón abierto al sol de la tarde. A modo de saludo le entregué a Miralles el tabaco.

– No sea bruto -dijo, desgarrando el envoltorio de celofán y sacando dos paquetes de cigarrillos-. ¿Dónde quiere que esconda este mamotreto? -Me devolvió el resto del cartón-. ¿Le apetece un nescafé? Descafeinado, por supuesto. El de verdad lo tengo prohibido.

No me apetecía, pero acepté. Mientras lo preparaba, Miralles me preguntó qué me parecía el apartamento; le dije que muy bien. Me habló de los servicios (sanitarios, lúdicos, culturales, de higiene) que ofrecía la residencia, y de los ejercicios de rehabilitación que debía realizar a diario. Cuando terminó de preparar el nescafé, cogí las tazas para llevarlas a la sala, pero me atajó con un gesto: abrió un armario bajero y, con una flexibilidad de contorsionista, metió medio cuerpo dentro y sacó triunfalmente una petaca.

– Si no se le añade un poco de esto -comentó mientras echaba un chorrito en cada taza-, este caldo sabe a rayos.

Miralles devolvió la petaca a su sitio, y luego, cada uno con nuestra taza, nos sentamos en los butacones de la salita. Bebí un sorbo de nescafé: lo que Miralles le había echado era coñac.

– Bueno, usted dirá -dijo Miralles, divertido, casi halagado, arrellanándose en la butaca y revolviendo el nescafé-. ¿Seguimos con el interrogatorio? Le advierto que ya le he contado todo lo que sabía.

De repente me dio vergüenza continuar preguntando, sentí ganas de decirle a Miralles que, aunque ya no tuviera ninguna pregunta que hacerle, también estaría allí, conversando y bebiendo nescafé con él, por un momento pensé que ya sabía todo lo que tenía que saber de Miralles, y, no sé por qué, me acordé de Bolaño y de la noche en que descubrió a Miralles bailando un pasodoble con Luz bajo la marquesina de su rulot y comprendió que su tiempo en el cámping había terminado. Fue todo uno pensar en Bolaño y pensar en mi libro, en Soldados de Salamina y en Conchi y en los muchos meses que llevaba persiguiendo al hombre que salvó a Sánchez Mazas y buscando el significado de una mirada y un grito en el bosque, buscando al hombre que bailó un pasodoble en el jardín de una prisión improvisada, sesenta años atrás, igual que Miralles y Luz habían bailado otro pasodoble o tal vez el mismo en un cámping proletario de Castelldefells, bajo la marquesina de su improvisado hogar. No pregunté; como si revelara un hecho desconocido dije:

– Sánchez Mazas sobrevivió al fusilamiento -Miralles asintió, paciente, saboreando su nescafé con coñac. Añadí-: Sobrevivió gracias a un hombre. Un soldado de Líster.

Le conté la historia. Cuando hube acabado, Miralles dejó su taza vacía sobre la mesa e, inclinándose un poco, sin levantarse de la butaca abrió el ventanal del balcón y miró fuera.

– Una historia muy novelesca -dijo luego, en tono neutro, mientras sacaba un cigarrillo del paquete mediado de por la mañana.

Me acordé de Miquel Aguirre y dije:

– Es posible. Pero todas las guerras están llenas de historias novelescas, ¿no?

– Sólo para quien no las vive. -Expulsó un penacho de humo y escupió algo que quizás era una hebra de tabaco-. Sólo para quien las cuenta. Para quien va a la guerra para contarla, no para hacerla. ¿Cómo se llamaba aquel novelista americano que entró en París…?

– Hemingway.

– Hemingway, sí. ¡Menudo payaso!

Miralles se calló, abstraído: miraba las volutas de humo ondeando lentísimas en la luz detenida del balcón, a través del cual llegaba el rumor intermitente del tráfico.

– Y esa historia del soldado de Líster -empezó, volviéndose de nuevo hacia mí: la mitad derecha de su cara había recobrado su aspecto rocoso; en la izquierda había una expresión ambigua, que participaba de la indiferencia y de la decepción, casi del fastidio-, ¿quién se la ha contado?

Se lo expliqué. Miralles asentía con la cabeza, la boca circunfleja, un poco burlona. Era evidente que el ánimo jovial con que me había acogido esa tarde se había disipado. Yo no sabía qué decir, pero sabía que tenía que decir algo; Miralles se me adelantó:

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