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– Miralles se encoñó de mala manera con ella -añadió-. El cabrón se ponía tristísimo y se emborrachaba a morir cuando no estaba Luz.

Bolaño recordó entonces que una noche del último verano en que estuvo con Miralles, mientras hacía la primera ronda, ya de madrugada, oyó una música muy tenue que llegaba del extremo del camping, justo al lado de la valla que lo aislaba de un bosque de pinos. Más por curiosidad que para exigir que quitaran la música -sonaba tan baja que no podía estorbar el sueño de nadie-, se acercó sigilosamente y vio a una pareja bailando abrazada bajo la marquesina de una rulot. En la rulot reconoció la rulot de Miralles; en la pareja, a Miralles y a Luz; en la música, un pasodoble muy triste y muy antiguo (o eso es lo que entonces le pareció a Bolaño) que muchas veces le había oído tararear entre dientes a Miralles. Antes de que ellos pudieran advertir su presencia, Bolaño se ocultó tras otra rulot y, durante unos minutos, estuvo observándolos. Bailaban muy erguidos, muy serios, en silencio, descalzos sobre la hierba, envueltos en la luz irreal de la luna y de una vieja lámpara de butano, y a Bolaño le llamó la atención sobre todo el contraste entre la solemnidad de sus movimientos y su atuendo, Miralles en bañador, como siempre, envejecido y ventrudo pero marcando el paso con una segura prestancia de bailarín de barrio, conduciendo a Luz, que, quizá porque vestía una blusa blanca que le llegaba hasta las rodillas y dejaba entrever su cuerpo desnudo, parecía flotar como un fantasma en el frescor de la noche. Bolaño dijo que en aquel momento, espiando detrás de una rulot a aquel viejo veterano de todas las guerras, con el cuerpo cosido a cicatrices y el alma en vilo por una puta ocasional que no sabía bailar un pasodoble, sintió una emoción extraña y, como un reflejo acaso falaz de esa emoción, en un giro de la pareja le pareció divisar un destello en los ojos de Miralles, igual que si en aquel instante se hubiese echado a llorar o intentase en vano contener las lágrimas o llevase mucho rato llorando, y entonces supo o imaginó que su presencia allí tenía algo de obsceno, que le estaba robando aquella escena a alguien y que tenía que marcharse, y supo también, confusamente, que su tiempo en el cámping se había agotado, porque ya había aprendido en él todo lo que podía aprender. Así que encendió un cigarrillo, miró por última vez a Luz y a Miralles bailando bajo la marquesina, dio media vuelta y siguió su ronda.

– Al final de aquel verano me despedí de Miralles hasta el año siguiente, como siempre -dijo Bolaño después de otro largo silencio, como si hablara consigo mismo, o más bien con alguien que estaba escuchándole pero que no era yo. Al otro lado de los ventanales del Carlemany ya era de noche; frente a mí tenía la expresión nublada o ausente de Bolaño y una mesita con varios vasos vacíos y un cenicero rebosante de colillas. Habíamos pedido la cuenta-. Pero yo ya sabía que al año siguiente no volvería al cámping. Y no volví. Tampoco volví a ver a Miralles.

Insistí en acompañar a Bolaño a la estación y, mientras compraba un paquete de Ducados para el viaje, le pregunté si en todos esos años no había vuelto a saber nada de Miralles.

– Nada -contestó-. Le perdí la pista, como a tanta gente. A saber dónde andará ahora. A lo mejor todavía va al cámping; pero no lo creo: tendrá más de ochenta años, y dudo mucho que esté para eso. Quizá siga viviendo en Dijon. O quizás esté muerto, en realidad supongo que es lo más probable, ¿no? ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada -dije.

Pero no era verdad. Esa tarde, mientras escuchaba con creciente interés la historia exagerada de Miralles, pensaba que muy pronto iba a leerla en uno de los libros exagerados de Bolaño, pero para cuando llegué a mi casa, después de despedir a mi amigo y de pasear por la ciudad iluminada de farolas y escaparates, quizá llevado por la exaltación de los gin-tonics yo ya había concebido la esperanza de que Bolaño no fuera a escribir nunca esa historia: la iba a escribir yo. Durante toda la noche estuve dándole vueltas al asunto. Mientras preparaba la cena, mientras cenaba, mientras fregaba los platos de la cena, mientras bebía un vaso de leche mirando sin ver la televisión, imaginé un principio y un final, organicé episodios, inventé personajes, mentalmente escribí y reescribí muchas frases. Tumbado en la cama, desvelado y a oscuras (sólo los números del despertador digital ponían un resplandor rojo en la cerrada tiniebla del dormitorio), la cabeza me hervía, y en algún momento, de forma inevitable, porque la edad y los fracasos imprimen prudencia, traté de refrenar el entusiasmo recordando mi último descalabro. Fue entonces cuando lo pensé. Pensé en el fusilamiento de Sánchez Mazas y en que Miralles había sido durante toda la guerra civil un soldado de Líster, en que había estado con él en Madrid, en Aragón, en el Ebro, en la retirada de Cataluña. «¿Por qué no en el Collell?», pensé. Y en aquel momento, con la engañosa pero aplastante lucidez del insomnio, como quien encuentra por un azar inverosímil y cuando ya había abandonado la búsqueda (porque uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega) la pieza que faltaba para que un mecanismo completo pero incapaz desempeñe la función para la que ha sido ideado, me oí murmurar en el silencio sin luz del dormitorio: «Es él».

Salté de la cama, descalzo y de tres zancadas fui al comedor, descolgué el teléfono, marqué el número de Bolaño. Estaba aguardando respuesta cuando vi que el reloj de pared marcaba las tres y media; dudé un momento; luego colgué.

Creo que hacia el amanecer conseguí dormirme. Antes de las nueve telefoneé de nuevo a Bolaño. Me contestó su mujer: Bolaño todavía estaba en la cama. No conseguí hablar con él hasta las doce, desde el periódico. Casi a bocajarro le pregunté si tenía intención de escribir sobre Miralles; me dijo que no. Luego le pregunté si alguna vez le había oído mencionar a Miralles el santuario del Collell; Bolaño me hizo repetir el nombre.

– No -dijo por fin-. No que yo recuerde.

– ¿Y el de Rafael Sánchez Mazas?

– ¿El escritor?

– Sí -dije-. El padre de Ferlosio. ¿Lo conoces?

– He leído alguna cosa suya, bastante buena, por cierto. ¿Pero por qué iba a mencionarlo Miralles? Nunca hablé con él de literatura. Y, además, ¿a qué viene este interrogatorio?

Ya iba a contestarle con una evasiva cuando reflexioné a tiempo que sólo a través de Bolaño podía llegar a Miralles. Brevemente se lo expliqué.

– ¡Chucha, Javier! -exclamó Bolaño-. Ahí tienes una novela cojonuda. Ya sabía yo que estabas escribiendo.

– No estoy escribiendo. -Contradictoriamente añadí-: Y no es una novela. Es una historia con hechos y personajes reales. Un relato real.

– Da lo mismo -replicó Bolaño-. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es el único que cuenta. De todos modos, lo que no entiendo es cómo puedes estar tan seguro de que Miralles es el miliciano que salvó a Sánchez Mazas.

– ¿Quién te ha dicho que lo esté? Ni siquiera estoy seguro de que estuviera en el Collell. Lo único que digo es que Miralles pudo estar allí y que, por tanto, pudo ser el miliciano.

– Pudo serlo -murmuró Bolaño, escéptico-. Pero lo más probable es que no lo sea. En todo caso…

– En todo caso se trata de encontrarlo y de salir de dudas -le corté, adivinando el final de su frase: «… si no es él, te inventas que es él»-. Para eso te llamaba. La pregunta es: ¿tienes alguna idea de cómo localizar a Miralles? Resoplando, Bolaño me recordó que hacía veinte años que no veía a Miralles, y que no conservaba ninguna amistad de entonces, alguien que pudiera… Se detuvo en seco y, sin mediar explicación, me pidió que aguardara un momento. Aguardé. El momento se prolongó tanto que pensé que Bolaño había olvidado que yo le esperaba al teléfono.

– Estás de suerte, huevón -le oí al cabo. Luego me dictó un número de teléfono-. Es el del Estrella de Mar. Ya ni me acordaba de que lo tenía, pero guardo todas mis agendas de aquellos años. Llama y pregunta por Miralles.

– ¿Cuál era su nombre de pila?

– Antoni, creo. O Antonio. No lo sé. Todo el mundo le llamaba Miralles. Llama y pregunta por él: en mi época llevábamos un registro con el nombre y la dirección de la gente que había pasado por el cámping. Seguro que ahora hacen lo mismo… Si es que el Estrella de Mar existe todavía, claro.

Colgué. Descolgué. Marqué el número de teléfono que me había facilitado Bolaño. El Estrella de Mar todavía existía, y ya había abierto sus puertas para la temporada de verano. Pregunté a la voz femenina que me atendió si una persona llamada Antoni o Antonio Miralles estaba instalada en el cámping; tras unos segundos, durante los cuales oí un teclear remoto de dedos veloces, me dijo que no. Expliqué el caso: necesitaba con urgencia las señas de esa persona, que había sido un cliente asiduo del Estrella de Mar hacía veinte años. La voz se endureció: aseguró que no era norma de la casa dar las señas de los clientes y, mientras yo oía de nuevo el teclear nervioso de los dedos, me informó de que dos años atrás habían informatizado el archivo del cámping, conservando únicamente los datos relativos a los ocho últimos años. Insistí: dije que quizá Miralles había seguido acudiendo hasta entonces al cámping. «Le aseguro que no», dijo la chica. «¿Por qué?», dije yo. «Porque no figura en nuestro archivo. Acabo de comprobarlo. Hay dos Miralles, pero ninguno de ellos se llama Antonio. Ni Antoni.» «¿Alguno de ellos se llama María?» «Tampoco.»

Esa mañana, excitadísimo y muerto de sueño, le conté a Conchi, mientras comíamos en un self-service, la historia de Miralles, le expliqué el error de perspectiva que había cometido al escribir Soldados de Salamina y le aseguré que Miralles (o alguien como Miralles) era justamente la pieza que faltaba para que el mecanismo del libro funcionara. Conchi dejó de comer, entrecerró los párpados y dijo con resignación:

– ¡A buena hora cagó Lucas!

– ¿Lucas? ¿Quién es Lucas?

– Nadie -dijo-. Un amigo. Cagó después de muerto y se murió por no cagar.

– Conchi, por favor, que estamos comiendo. Además, ¿qué tiene que ver ese Lucas con Miralles?

– A ratos me recuerdas a Cerebro, chato -suspiró Conchi-. Si no fuera porque sé que eres un intelectual, diría que eres tonto. ¿No te dije desde el principio que lo que tenías que hacer era escribir sobre un comunista?

– Conchi, me parece que no has entendido bien lo que…

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