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Así que en rigor no puede afirmarse que durante la posguerra Sánchez Mazas fuera un político; más aventurado parece sostener, como hace el ingenioso Foxá, que tampoco fue un escritor. Porque es cierto que en esos años, conforme disminuía su actividad política, aumentaba la literaria: en las dos décadas que siguieron a la guerra vieron la luz, firmados con su nombre, novelas, relatos, ensayos, adaptaciones teatrales y numerosísimos artículos aparecidos en Arriba, en La Tarde, en Abc. Algunos de estos últimos son excepcionales, joyas de una orfebrería verbal extremadamente refinada, y determinados libros que publicó por entonces, como La vida nueva de Pedrito de Andía (1951) y Las aguas de Arbeloa y otras cuestiones (1956), figuran entre lo mejor de su obra. Todo eso es cierto, pero también lo es que, aunque entre mediados de los cuarenta y mediados de los cincuenta ocupó un lugar preeminente en la literatura española, nunca se molestó en hacer carrera literaria (un ejercicio que, como el de hacer carrera política, siempre le pareció indigno de caballeros), y que a medida que transcurría el tiempo practicó cada vez con mayor destreza el arte sutil de la ocultación, hasta el punto de que, a partir de 1955 y durante cinco años, firmó sus artículos en Abc con tres enigmáticos asteriscos. Por lo demás, su vida social se limitaba a la asidua frecuentación de los pocos amigos que, como Ignacio Agustí o Marino Gómez Santos, habían conseguido sobrevivir a las intemperancias de su carácter y, desde principios de los cincuenta, a la muy ocasional de la tertulia que en el Café Comercial de la glorieta de Bilbao aglutinaba César González-Ruano. Éste, que lo conocía bien, por esa época veía a Sánchez Mazas «como un gran aficionado, como un gentilhombre mayor de las letras, como un gran señor impar que no ha necesitado nunca hacer profesión de sus vocaciones, sino ejercicios de verso y prosa en sus vacaciones».

O sea que, después de todo, es probable que Foxá tuviera razón: desde que acabó la guerra hasta su muerte, quizá Sánchez Mazas no fue esencialmente otra cosa que un millonario. Un millonario sin muchos millones, lánguido y un poco decadente, entregado a pasiones un tanto extravagantes -los relojes, la botánica, la magia, la astrología- y a la no menos extravagante pasión de la literatura. Vivía entre la casona de Coria, donde pasaba largas temporadas haciendo vie de château , el hotel Velázquez de Madrid y el chalet de la colonia del Viso, rodeado de gatos, losas de Italia, libros de viajes, cuadros españoles y grabados franceses, con un gran salón presidido por una chimenea francesa y un jardín saturado de rosales. Se levantaba hacia el mediodía y, después de comer, escribía hasta la hora de la cena; las noches, que a menudo se prolongaban hasta el amanecer, las dedicaba a la lectura. Salía poco de casa; fumaba mucho. Es probable que para entonces ya no creyera en nada. También lo es que, en su fuero interno, nunca en su vida haya creído en nada; y, menos que nada, en aquello que defendía o predicaba. Hizo política, pero en el fondo siempre la despreció. Exaltó viejos valores -la lealtad, el coraje-, pero ejerció la traición y la cobardía, y contribuyó como pocos al embrutecimiento que la retórica de Falange hizo de ellos; también exaltó viejas instituciones -la monarquía, la familia, la religión, la patria-, pero no movió un solo dedo para traer un rey a España, ignoró a su familia, de la que a menudo vivió separado, y hubiera cambiado todo el catolicismo por un solo canto de la Divina Commedia; en cuanto a la patria, bueno, la patria no se sabe lo que es, o es simplemente una excusa de la pillería o de la pereza. Quienes lo trataron en sus últimos años le recuerdan recordando con frecuencia los avatares de la guerra y el fusilamiento del Collell. «Es increíble lo que se aprende en esos pocos segundos de la ejecución», le dijo en 1959 a un periodista a quien sin embargo no reveló las enseñanzas que le había deparado la inminencia de la muerte. Quizá no era otra cosa que un superviviente, y por eso al final de su vida le gustaba imaginarse como un gran señor otoñal y fracasado, como alguien que, pudiendo haber hecho grandes cosas, no había hecho casi nada. «No he correspondido sino mediocremente a la esperanza y a la ayuda que he recibido», le confesó por esa época a González-Ruano, y años antes un personaje de La vida nueva de Pedrito de Andía parece hablar por boca de Sánchez Mazas cuando proclama en su lecho de muerte: «Nunca he podido acabar yo nada en este mundo». De hecho, fue de ese modo, melancólico y derrotado y sin futuro, como a él le gustó preverse desde muy pronto. En julio de 1913, en Bilbao, con apenas diecinueve años, Sánchez Mazas escribió, con el título de «Bajo el sol antiguo», tres sonetos, el último de los cuales dice así:

En mi ocaso de viejo libertino
y de viejo poeta cortesano
pasaría las tardes, mano a mano,
con un beato padre teatino.
Cada vez más gotoso y más católico,
como es guisa de rancio caballero,
mi genio impertinente y altanero
tornárase vidrioso y melancólico.
Y como hallasen para fin de cuento
misas y deudas en mi testamento,
de limosna me harían funerales.
Y la fortuna en su postrer agravio
ciñérame sus lauros inmortales
¡por una Epístola moral a Fabio!

Yo no sé si al final de sus días, cincuenta años después de escribir esas palabras, Sánchez Mazas era un viejo libertino, pero sin duda era un viejo poeta cortesano. Seguía siendo católico, aunque sólo fuera de fachada, y también un rancio caballero. Siempre tuvo un genio impertinente, altanero, vidrioso y melancólico. Murió una noche de octubre de 1966, de un enfisema pulmonar; a sus funerales asistió poca gente. Dejó poco dinero y poca hacienda. Fue un escritor malogrado y por eso no escribió -por eso y porque quizá no era digno de ello- una Epístola moral a Fabio. También fue el mejor de los escritores de la Falange: dejó un puñado de buenos poemas y un puñado de buenas prosas, que es mucho más de lo que casi cualquier escritor puede aspirar a dejar, pero también mucho menos de lo que exigía su talento, que siempre estuvo por encima de su obra. Dice Andrés Trapiello que, como tantos escritores falangistas, Sánchez Mazas ganó la guerra y perdió la historia de literatura. La frase es brillante y, en parte, cierta, o por lo menos lo fue, porque durante un tiempo Sánchez Mazas pagó con el olvido su brutal responsabilidad en una matanza brutal; pero también es cierto que, al ganar la guerra, quizá Sánchez Mazas se perdió a sí mismo como escritor: romántico al fin, acaso íntimamente juzgaba que toda victoria está contaminada de indignidad, y lo primero que advirtió en secreto al llegar al paraíso -aunque fuera aquel ilusorio paraíso burgués de ocio, cretona y pantuflas que, como un remedo menesteroso de los viejos privilegios, jerarquías y seguridades, se construyó en sus últimos años- fue que allí se podía vivir, pero no escribir, porque la escritura y la plenitud son incompatibles. Hoy poca gente se acuerda de él, y quizá lo merece. Hay en Bilbao una calle que lleva su nombre.

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