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A partir de esa tarde los hermanos Figueras y Angelats hicieron vida de emboscados. Sin duda para ellos no fue tan dura como para Sánchez Mazas: eran jóvenes, iban armados, conocían la zona, conocían a mucha gente de la zona; además, en cuanto el destacamento republicano abandonó a la mañana siguiente Can Pigem, la madre de los Figueras empezó a proveerles regularmente de comida abundante y de abundantes prendas de abrigo. Pasaban las horas de luz en el bosque, no lejos de Cornellá de Terri ni de la carretera de Banyoles, siempre atentos a los movimientos de tropas que se producían en ella, y de noche dormían en un granero abandonado cerca del Mas de la Casa Nova. Parece increíble que no tropezaran con Sánchez Mazas hasta llevar tres días instalados (el verbo desde luego es excesivo) en los alrededores del Mas de la Casa Nova, pues habían llegado allí el mismo día en que lo hizo él, pero así fue. Sesenta años después tanto Joaquim Figueras como Daniel Angelats aún recordaban con absoluta claridad la mañana en que lo vieron por vez primera, el ruido de ramas quebradas que los alarmó en el silencio del bosque y luego la figura espigada y ciega, con la zamarra de cuello de piel de cordero y las gafas trizadas en la mano, buscando a tientas una salida del cauce pedregoso y enmarañado del riachuelo. También recordaban el momento en que lo detuvieron a punta de pistola y los minutos de interminables tanteos y suspicacias a lo largo de los cuales tanto ellos como Sánchez Mazas -cuya actitud durante esa primera conversación o interrogatorio derivó insensiblemente desde la súplica acobardada y sin honor hasta el aplomo casi paternalista de quien no sólo supera a su interlocutor en edad sino sobre todo en inteligencia y astucia- trataron de averiguar las intenciones del otro, y que, apenas lo hicieron, Sánchez Mazas se identificó, ofreciéndoles una recompensa desorbitada si le ayudaban a cruzar las líneas. Joaquim Figueras y Daniel Angelats coinciden también en otro punto: en cuanto Sánchez Mazas dijo su nombre, Pere Figueras supo quién era; el hecho, que puede parecer extraño, no es en absoluto inverosímil: desde hacía bastantes años Sánchez Mazas era conocido en toda España como escritor y como político y, aunque Pere Figueras apenas había salido de su pueblo más que para defender a tiros la República, muy bien podía haber visto su nombre y su foto en los periódicos y haber leído artículos suyos. Sea como sea, Pere, que había tomado el mando del trío de soldados sin que nadie se lo diera, le dijo que no podían pasarle al otro lado, pero le ofreció permanecer con ellos hasta que llegasen los nacionales; implícita o explícitamente, el pacto era éste: ahora ellos le protegerían a él con sus armas y su juventud y su conocimiento de la zona y de la gente de la zona, y luego él les protegería a ellos con su autoridad inapelable de jerarca. La oferta era irrechazable, y aunque Joaquim opuso en principio alguna resistencia a cargar en esos días inciertos con un hombre medio ciego y que, caso de ser capturados por los republicanos, podía llevarlos directamente al paredón, al final no tuvo otro remedio que acatar la voluntad de su hermano.

La vida de los tres desertores no varió de forma apreciable a partir de aquel momento, salvo por el hecho de que ahora eran cuatro a comer de lo que les llevaba al bosque la madre de los Figueras y cuatro a dormir en el granero abandonado junto al Mas de la Casa Nova, pues decidieron que era más seguro que Sánchez Mazas no regresara de noche al pajar del Mas Borrell. Curiosamente (o tal vez no: tal vez son los momentos decisivos de la vida los que con mayor voracidad engulle el olvido), ni Joaquim Figueras ni Daniel Angelats conservan un recuerdo demasiado nítido de aquellos días. Figueras, cuya memoria es afilada pero expeditiva y a menudo se pierde en meandros sin dirección, recuerda que el encuentro con Sánchez Mazas les sacó momentáneamente del aburrimiento, porque éste les contó con lujo de detalles y con un tono que en aquel momento le impresionó por su solemnidad y que con el tiempo juzgaba un poco redicho, su aventura de la guerra, pero también recuerda que, una vez hubieron hecho ellos lo propio -de una forma sin duda mucho más sucinta y desordenada y directa-, el tenso e impaciente aburrimiento que habían padecido durante las jornadas anteriores volvió a apoderarse de ellos. O, por lo menos, de él y de Daniel Angelats. Porque lo que Joaquim Figueras recuerda asimismo muy bien es que, mientras él y Angelats volvían a practicar como habían hecho hasta entonces las formas más variadas de matar el tiempo, su hermano Pere y Sánchez Mazas infatigablemente conversaban apoyados contra el tronco de un roble en la linde del bosque. Aún los veía así: indolentes y sin afeitar y muy abrigados, con las rodillas cada vez más altas y la cabeza cada vez más baja a medida que transcurría el tiempo, dándose casi la espalda, fumando picadura o sacando punta a una rama, volviéndose de vez en cuando hacia el otro aunque sin mirarlo y desde luego sin sonreír nunca, como si ninguno de los dos buscara el asentimiento o la persuasión, sino únicamente la certeza de que ninguna de sus palabras iba a perderse en el aire. Nunca supo de qué hablaban, o quizás es que no quiso saberlo; sabía que el tema no era la política ni la guerra; alguna vez sospechó (sin mucho fundamento) que era la literatura. Lo cierto es que Joaquim Figueras, que nunca se había entendido bien con Pere (de quien más de una vez se había burlado en público y a quien siempre había admirado en secreto), advirtió con una secreta punzada de celos que Sánchez Mazas se ganaba en unas pocas horas una intimidad, la de su hermano, a la que él no había tenido acceso en toda su vida. En cuanto a Angelats, cuya memoria es más vacilante que la de Figueras, su testimonio no contradice, sin embargo, al de su amigo de entonces y de todavía; si acaso, lo complementa con varios detalles anecdóticos (Angelats, por ejemplo, recuerda a Sánchez Mazas escribiendo con un lápiz minúsculo en su libreta de tapas de color verde oscuro, lo que quizá prueba que el diario del escritor es contemporáneo a los hechos que narra) y con uno que quizá no lo sea. Como suele ocurrir con la memoria de algunos ancianos que, porque están a punto de quedarse sin ella, recuerdan con mucha más claridad una tarde de su infancia que lo sucedido hace unas horas, en este punto concreto la de Angelats abunda en pormenores. Ignoro si el tiempo ha puesto en la escena un barniz novelesco; aunque no puedo estar seguro de ello, tiendo a creer que no, porque sé que Angelats es un hombre sin imaginación; tampoco se me ocurre qué beneficio podría obtener él -un hombre cansado y enfermo, a quien no quedan muchos años de vida- al inventar una escena así.

La escena es ésta:

En algún momento de la segunda noche que pasaron los cuatro juntos en el granero, a Angelats lo despertó un ruido. Se incorporó sobresaltado y vio a Joaquim Figueras durmiendo plácidamente junto a él, entre la paja y las mantas; Pere y Sánchez Mazas no estaban. Ya iba a levantarse (o quizás a llamar a Joaquim, que era menos cobarde o más decidido que él) cuando oyó sus voces y comprendió que eso era lo que le había despertado; eran apenas un susurro, pero le llegaban nítidas en el silencio perfecto del granero, al otro lado del cual, casi a ras de suelo y junto a la puerta entrecerrada, Angelats distinguió las brasas de dos cigarrillos ardiendo en la oscuridad. Se dijo que Pere y Sánchez Mazas se habían alejado del lecho de paja donde dormían los cuatro para fumar sin peligro, preguntándose qué hora sería e imaginando que Pere y Sánchez Mazas llevaban ya mucho rato despiertos y hablando volvió a acostarse, trató de conciliar de nuevo el sueño. No lo consiguió. Desvelado, se aferró al hilo de la conversación de los dos insomnes: al principio lo hizo sin interés, sólo para entretener la espera, pues entendía las palabras que estaba oyendo, pero no su sentido ni su intención; luego la cosa cambió. Angelats oyó la voz de Sánchez Mazas, pausada y profunda, un poco ronca, relatando los días del Collell, las horas, los minutos, los segundos asombrosos que precedieron y siguieron a su fusilamiento; Angelats conocía el episodio porque Sánchez Mazas les había hablado de él la primera mañana en que estuvieron juntos, pero ahora, quizá porque la oscuridad impenetrable del granero y la elección tan cuidadosa de las palabras otorgaban a los hechos un suplemento de realidad, lo oyó como por vez primera o como si, más que oírlo, lo estuviera reviviendo, expectante y con el corazón encogido, quizás un poco incrédulo, porque también por vez primera -Sánchez Mazas había eludido mencionarlo en su primer relato- vio al miliciano de pie junto a la hoya, entre la lluvia, alto y corpulento y empapado, mirando a Sánchez Mazas con sus ojos grises o quizás verdosos bajo el arco doble de las cejas, las mejillas chupadas y los pómulos salientes, recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Era muy joven, oyó Angelats que decía Sánchez Mazas. De tu edad o quizá más joven, aunque tenía una expresión y unos rasgos de adulto. Por un momento, mientras me miraba, creí que sabía quién era; ahora estoy seguro de saberlo. Hubo un silencio, como si Sánchez Mazas aguardara la pregunta de Pere, que no llegó; Angelats divisaba al fondo del granero el brillo de las dos brasas, uno de los cuales se hizo momentáneamente más intenso y alumbró el rostro de Pere con un tenue resplandor rojizo. No era un carabinero ni desde luego un agente del SIM, prosiguió Sánchez Mazas. De haberlo sido, yo no estaría aquí. No: era un simple soldado. Como tú. O como tu hermano. Uno de los que nos vigilaban cuando salíamos a pasear al jardín. Enseguida me fijé en él, y yo creo que él también se fijó en mí, o por lo menos eso es lo que se me ocurre ahora, porque en realidad nunca intercambiamos una sola palabra. Pero me fijé en él, como todos mis compañeros, porque mientras nosotros paseábamos por el jardín él siempre estaba sentado en un banco y tarareando algo, canciones de moda y cosas así, y una tarde se levantó del banco y se puso a cantar Suspiros de España . ¿Lo has oído alguna vez? Claro, dijo Pere. Es el pasodoble favorito de Liliana, dijo Sánchez Mazas. A mí me parece muy triste, pero a ella se le van los pies en cuanto oye cuatro notas. Lo hemos bailado tantas veces… Angelats vio que la brasa del cigarrillo de Sánchez Mazas enrojecía y se apagaba bruscamente, y luego oyó que su voz ronca y casi irónica se levantaba en un susurro y reconoció en el silencio de la noche la melodía y la letra del pasodoble, que le dieron unas ganas enormes de llorar porque le parecieron de golpe la letra y la música más tristes del mundo, y también un espejo desolador de su juventud malograda y del futuro de lástima que le aguardaba: «Quiso Dios, con su poder, / fundir cuatro rayitos de sol / y hacer con ellos una mujer, / y al cumplir su voluntad / en un jardín de España nací / como la flor en el rosal. / Tierra gloriosa de mi querer, / tierra bendita de perfume y pasión, / España, en toda flor a tus pies / suspira un corazón. / Ay de mi pena mortal, / porque me alejo, España, de ti, / porque me arrancan de mi rosal». Sánchez Mazas dejó de canturrear. ¿Te la sabes entera?, preguntó Pere. ¿El qué?, preguntó Sánchez Mazas. La canción, contestó Pere. Más o menos, contestó Sánchez Mazas. Hubo otro silencio. Bueno, dijo Pere. Y qué pasó con el soldado. Nada, dijo Sánchez Mazas. Que en vez de quedarse sentado en el banco, tarareando por lo bajo como siempre, aquella tarde se puso a cantar Suspiros de España en voz alta, y sonriendo y como dejándose arrastrar por una fuerza invisible se levantó y empezó a bailar por el jardín con los ojos cerrados, abrazando el fusil como si fuera una mujer, de la misma forma y con la misma delicadeza, y yo y mis compañeros y los demás soldados que nos vigilaban y hasta los carabineros nos quedamos mirándolo, tristes o atónitos o burlones pero todos en silencio mientras él arrastraba sus fuertes botas militares por la gravilla sembrada de colillas y de restos de comida igual que si fueran zapatos de bailarín por una pista impoluta, y entonces, antes de que acabara de bailar la canción, alguien dijo su nombre y lo insultó afectuosamente y entonces fue como si se rompiera el hechizo, muchos se echaron a reír o sonrieron, nos echamos a reír, prisioneros y vigilantes, todos, creo que era la primera vez que me reía en mucho tiempo. Sánchez Mazas se calló. Angelats sintió que Joaquim se revolvía a su lado, y se preguntó si él también estaría escuchando, pero su respiración áspera y regular le hizo descartar enseguida la idea. ¿Eso fue todo?, preguntó Pere. Eso fue todo, contestó Sánchez Mazas. ¿Estás seguro de que era él?, preguntó Pere. Sí, contestó Sánchez Mazas. Creo que sí. ¿Cómo se llamaba?, preguntó Pere. Dijiste que alguien pronunció su nombre. No lo sé, contestó Sánchez Mazas. Quizá no lo oí. O lo oí y lo olvidé enseguida. Pero era él. Me pregunto por qué no me delató, por qué me dejó escapar. Me lo he preguntado muchas veces. Volvieron a callar, y Angelats sintió esta vez que el silencio era más sólido y más largo, y pensó que la conversación había concluido. Me estuvo mirando un momento desde el borde de la hoya, continuó Sánchez Mazas. Me miraba de una forma rara, nunca nadie me ha mirado así, como si me conociera desde hacía mucho tiempo pero en aquel momento fuera incapaz de identificarme y se esforzara por hacerlo, o como el entomólogo que no sabe si tiene delante un ejemplar único y desconocido de insecto, o como quien intenta en vano descifrar en la forma de una nube un secreto invulnerable por fugaz. Pero no: en realidad me miraba de una forma… alegre. ¿Alegre?, preguntó Pere. Sí, dijo Sánchez Mazas. Alegre. No lo entiendo, dijo Pere. Yo tampoco, dijo Sánchez Mazas. En fin, añadió después de otra pausa, no sé. Creo que estoy diciendo tonterías. Debe de ser muy tarde, dijo Pere. Es mejor que intentemos dormir. Sí, dijo Sánchez Mazas. Angelats los sintió levantarse, tumbarse en la paja uno al lado del otro, junto a Joaquim, y los sintió también (o los imaginó) tratando en vano como él de conciliar el sueño, revolviéndose entre las mantas, incapaces de desprenderse de la canción que se les había enredado en el recuerdo y de la imagen de aquel soldado bailándola abrazado a su fusil entre cipreses y prisioneros, en el jardín del Collell.

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