A partir de este momento el rastro de Sánchez Mazas se esfuma. Su peripecia durante los meses previos a la contienda y durante los tres años que duró ésta sólo puede intentar reconstruirse a través de testimonios parciales -fugitivas alusiones en memorias y documentos de la época, relatos orales de quienes compartieron con él retazos de sus aventuras, recuerdos de familiares y amigos a quienes refirió sus recuerdos- y también a través del velo de una leyenda constelada de equívocos, contradicciones y ambigüedades que la selectiva locuacidad de Sánchez Mazas acerca de ese periodo turbulento de su vida contribuyó de forma determinante a alimentar. Así pues, lo que a continuación consigno no es lo que realmente sucedió, sino lo que parece verosímil que sucediera; no ofrezco hechos probados, sino conjeturas razonables.
Son éstas:
En marzo de 1936, estando Sánchez Mazas preso en la cárcel Modelo de Madrid junto a sus compañeros de la Junta Política, nace su cuarto hijo, Máximo, y Victoria Kent, a la sazón directora general de Prisiones, concede al recluso el permiso de tres días para visitar a su mujer que por ley le corresponde, a condición de que dé su palabra de honor de no ausentarse de Madrid y de regresar a la cárcel al cabo del tiempo convenido. Sánchez Mazas acepta el trato, pero, según otro de sus hijos, Rafael, antes de salir de la cárcel el alcaide le llama a su despacho y le dice entre dientes que él ve las cosas muy oscuras, por lo que le sugiere con medias palabras «que mejor le valdría no volver, y que él, por su parte, no pondría lo que se dice el mayor de los empeños en su busca y captura». Porque justifica el dudoso comportamiento ulterior de Sánchez Mazas, cabe poner en tela de juicio la veracidad de esta versión; también cabe imaginar que no sea falsa. Lo cierto es que Sánchez Mazas, olvidando las protestas de caballerosidad y heroísmo con que ilustró tantas páginas de prosa incendiaria, rompe su compromiso y huye a Portugal, pero José Antonio, que se había tomado en serio las palabras de su lugarteniente y que juzga que no sólo está en juego su honor, sino el de toda la Falange, le ordena desde la cárcel de Alicante, adonde ha sido trasladado junto. con su hermano Miguel en la noche del 5 al 6 de junio, volver a Madrid. Sánchez Mazas obedece, pero antes de que pueda ingresar de nuevo en la Modelo estalla la sublevación.
Los días que siguen son confusos. Casi tres años más tarde, Eugenio Montes -a quien Sánchez Mazas llamó «mi mayor y mejor camarada en el afán de poner las letras humanas al servicio de nuestra Falange»- describe desde Burgos la peripecia de su amigo en las jornadas inmediatas al 18 de julio como «la aventura de las esquinas y los escondites, con los esbirros rojos siguiéndole las huellas». La frase es tan novelesca como elusiva, pero quizá no traiciona del todo a la realidad. La revolución triunfa en Madrid. La gente mata y muere en las cunetas y los cuarteles. El Gobierno legal ha perdido el control de la situación y se respira en la atmósfera un revoltijo mortífero de miedo y de euforia. En las casas proliferan los registros; en las calles, los controles de los milicianos. Una noche de principios de septiembre, incapaz de tolerar por más tiempo el desasosiego de la clandestinidad y la inminencia permanente del peligro, o tal vez urgido por los amigos o conocidos que durante demasiado tiempo han corrido el riesgo de dar cobijo a un fugitivo de su calibre, Sánchez Mazas decide salir de su madriguera, huir de Madrid y pasarse a la zona nacional.
Previsiblemente, no lo consigue. Al día siguiente, apenas sale a la calle, es detenido; la patrulla le exige que se identifique. Con una extraña mezcla de pánico y de resignación, Sánchez Mazas comprende que está perdido y, como si quisiera despedirse en silencio de la realidad, durante un interminable segundo de indecisión mira a su alrededor y advierte que, aunque apenas son las nueve, en la calle de la Montera los comercios ya han abierto y el bullicio urgente y plebeyo de la multitud inunda las aceras, mientras el sol duro anuncia una mañana sofocante de ese verano que no se acaba nunca. En aquel momento atrae la atención de los tres milicianos armados un camión atiborrado de militantes de UGT y erizado de fusiles y de gritos de guerra, que se dirige al frente del Guadarrama con la carrocería pintarrajeada de siglas y nombres, entre los que figura el de Indalecio Prieto, que acaba de ser nombrado ministro de Marina y del Aire en el flamante gobierno de Largo Caballero. Entonces Sánchez Mazas concibe y ejecuta una idea desesperada: les dice a los milicianos que no puede identificarse, porque se halla de incógnito en Madrid cumpliendo una misión que le ha sido directamente encomendada por el ministro de Marina y del Aire, y exige que le pongan en contacto con éste. Divididos entre la perplejidad y el recelo, los milicianos deciden llevarlo a la sede de la Dirección General de Seguridad para cerciorarse de la autenticidad de aquella excusa inverosímil; allí, tras algunas gestiones angustiosas, Sánchez Mazas consigue hablar por teléfono con Prieto. Éste se interesa por su situación, le aconseja que busque refugio en la embajada de Chile, afectuosamente le desea buena suerte; luego, en nombre de su vieja amistad africana, ordena que lo pongan de inmediato en libertad.
Ese mismo día consigue Sánchez Mazas entrar en la embajada de Chile, donde pasará casi año y medio. De esa temporada de encierro se conserva una foto: Sánchez Mazas aparece en el centro de un corro de refugiados, entre los que se cuenta el escritor falangista Samuel Ros; son ocho, todos un poco harapientos y mal afeitados, todos expectantes. Vestido con una camisola que tal vez fue blanca, con su perfil semita, sus gafas de miope y su ancha frente, Sánchez Mazas está acodado con un gesto elegante a una mesa donde sólo se ve un vaso vacío, un pedazo de pan, un mazo de papeles o libretas y un cazo de hambre. Está leyendo; los demás le escuchan. Lo que lee es un fragmento de Rosa Krüger , una novela que escribió o empezó a escribir en esos días para aliviarse de la reclusión y distraer a sus compañeros, y que sólo se publicaría, inacabada, cincuenta años más tarde, cuando su autor llevaba ya mucho tiempo muerto. Sin duda es su mejor novela y también una buena novela, y además extraña y como atemporal, escrita a la manera bizantina por alguien que tuviera el gusto y la sensibilidad de un pintor prerrafaelista, de vocación europeísta y fondo patriótico y conservador, saturada de fantasías exquisitas, de aventuras exóticas, de una suerte de melancólica sensualidad a través de las cuales, y de una prosa exacta y cristalina, se narra la batalla que en el interior del protagonista libran los dos principios esenciales que, según el autor, rigen el universo -lo diabólico y lo angélico-, y la victoria final de este último, encarnado en una donna angelicata llamada Rosa Krüger. Asombra que Sánchez Mazas consiguiera aislarse de la obligada y ruidosa promiscuidad que reinaba en la embajada para escribir su libro, pero no que el fruto de ese aislamiento eludiera minuciosamente las dramáticas circunstancias que rodearon su concepción, pues hubiera sido redundante añadir a la tragedia de la guerra el relato de la tragedia de la guerra. Por lo demás, la aparente contradicción, que tanto ha preocupado a algunos de sus lectores, entre las belicosas ideas falangistas de Sánchez Mazas y su apolítico y estetizante quehacer literario se resuelve si admitimos que ambas son expresiones contrapuestas pero coherentes de una misma nostalgia: la del mundo abolido, imposible e inventado del Paraíso, la de las seguras jerarquías de un ancien régime que la ventolera inapelable de la historia estaba barriendo para siempre.
A medida que transcurre el tiempo y aumentan la sangría y la desesperanza de la guerra, la situación en las embajadas que acogen fugitivos del Madrid republicano se vuelve cada vez más precaria, y el temor a los asaltos arrecia, de forma que todo aquel que tiene a su alcance una posibilidad sensata de fuga prefiere correr el riesgo de la aventura en busca de un refugio seguro antes que prolongar la incertidumbre angustiosa del encierro y la espera. Así lo hace Samuel Ros, que llega a Chile a mediados de 1937 y que no volverá a la España nacional hasta el año siguiente. Animado por el éxito de Ros, en algún momento del otoño del 37 Sánchez Mazas intenta la fuga. Cuenta con la ayuda de una prostituta y de un joven simpatizante de Falange cuya familia, conocida de Sánchez Mazas, posee o poseía una empresa de transportes. Su plan consiste en alcanzar Barcelona y, una vez allí, recabar la ayuda de la quinta columna para entrar en contacto con las redes de evasión que cruzan clandestinamente la frontera francesa. Ponen en práctica el plan y, durante varios días, Sánchez Mazas recorre por carreteras secundarias y caminos de carro, camuflado entre un cargamento de hortalizas podridas, los seiscientos kilómetros que lo separan de Barcelona en compañía de la prostituta y el joven falangista. Milagrosamente, franquean todos los controles y llegan sanos y salvos a su destino, sin más contratiempo que un neumático reventado y el susto de muerte que les inflige un chucho de olfato demasiado fino. En Barcelona los tres viajeros se separan, y a Sánchez Mazas lo acoge, tal y como tenían previsto, un abogado perteneciente al JMB, uno de los numerosos e inconexos grupúsculos falangistas que la quinta columna tiene desperdigados por la ciudad. Después de concederle unos días de descanso, los miembros del JMB le urgen a que tome el mando y, haciendo valer su condición de número cuatro de Falange, reúna a todos los grupos quintacolumnistas y los someta a la disciplina del partido, obligándolos a coordinar sus actividades. Tal vez porque su única preocupación hasta el momento ha sido salir de la zona roja y pasarse a la nacional, o simplemente porque se sabe incapacitado para la acción, la oferta le sorprende, y la rechaza de plano alegando su desconocimiento absoluto de la situación de la ciudad y de los grupos que operan en ella, pero los miembros del JMB, que son tan jóvenes y arrojados como inexpertos, y que aguardaban su llegada como un regalo providencial, insisten, y a Sánchez Mazas no le queda otra alternativa que aceptar.
En los días que siguen Sánchez Mazas se reúne con representantes de otros grupúsculos de la quinta columna, y una mañana, mientras se dirige al Iberia, un bar del centro cuyo dueño comulga con la causa nacional, lo detienen agentes del SIM. Estamos a 29 de noviembre de 1937; las versiones de lo que a continuación ocurre difieren. Hay quien sostiene que el padre Isidoro Martín, que había sido profesor de Sánchez Mazas en el Real Colegio de María Cristina en El Escorial, intercedió en vano por él ante Manuel Azaña, que también fue alumno suyo en aquella institución. Julián de Zugazagoitia, el mismo a quien acabada la guerra Sánchez Mazas trató sin éxito de librar del pelotón de fusilamiento, afirma que propuso al presidente Negrín canjearlo por el periodista Federico Angulo, y que Azaña le insinuó la conveniencia de cambiar por el escritor unos comprometedores manuscritos suyos que obraban en poder de los facciosos. Otra versión sostiene que Sánchez Mazas ni siquiera llegó a estar en Barcelona, porque después de su paso por la embajada de Chile se refugió en la de Polonia, que fue asaltada, momento en el cual Azorín medió para librarle de una condena a muerte. Incluso hay quien afirma que en realidad Sánchez Mazas fue efectivamente canjeado en el curso de la guerra. Estas dos últimas hipótesis son erróneas; casi con total certeza, las dos primeras no. Sea como fuere, la realidad es que, después de ser detenido por el SIM, Sánchez Mazas fue conducido al barco Uruguay , fondeado en el puerto de Barcelona y convertido desde tiempo atrás en cárcel flotante, y posteriormente llevado al Palacio de Justicia, donde fue juzgado junto a otros quintacolumnistas. Durante el juicio se le acusó de ser el jefe supremo de la quinta columna en Barcelona, lo que era falso, y de incitación a la rebelión, lo que era cierto. Sin embargo, y a diferencia de la mayor parte de los demás acusados, Sánchez Mazas no fue condenado a muerte. El hecho es extraño; quizá sólo una nueva intervención in extremis de Indalecio Prieto puede explicarlo.