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Le dije que tenía que ir a La Candelaria a pedirle al Señor Caído, pero no le dije a pedirle qué. Tenía que ir a esa iglesia a rogarle a Dios que todo lo sabe, que todo lo entiende, que todo lo puede, que me ayudara a matar a este hijueputa.

Le dije que me esperara afuera y entré a la iglesia sin él. Las veladoras del Señor Caído chisporroteaban fervorosas elevando al cielo su plegaria, mi súplica: que me iluminara cómo.

Cuando salí de la iglesia ya lo sabía. En el atrio, entre los puestos de lotería y los mendigos él seguía esperándome. Vino hacia mí. Le dije que nos iríamos a dormir esa noche a cualquier motel de las afueras. Me preguntó la razón y le contesté que por supersticiones, que porque sentía que si me quedaba esa noche en mi casa me iban a matar. Como esta impresión la puede tener cualquiera en cualquier momento en cualquier parte de Medellín lo entendió. Le había dado una razón incontrovertible, una que no acepta razones.

Cruzamos el parque y al pasar junto a la estatua se alzó un revuelo de palomas que me avivó el recuerdo. Y recordé la tarde en que volví a esta iglesia a rogar por mí y a llorar por él, por mi niño, Alexis, el único.

Abanicada su indiferencia por las palomas, ajeno a todo, más allá de las miserias humanas, seguía sobre su pedestal Pedro Justo Berrío, el viejo gobernador que gobernó a Antioquia por el tiempo inconcebible de cuatro años, un récord Guiness. Aquí lo usual es que duren meses; se tumban los unos a los otros en su rapiña, en su voracidad burocrática. Frente al prócer se alzaba en su desmesura idiota el tren elevado, el dizque metro, inacabado, detenido en sus alturas y convertido abajo en guarida de mendigos y ladrones. No lo han podido concluir, tienen años con él detenido: endeudaron a Antioquia para hacerlo y se robaron la plata. Hicieron bien: si no se la hubieran robado ellos se la habrían robado otros. Y al que no le guste la impunidad que no la respire, que siga su camino sin mirar, tapándose las narices. Unos roban y a otros los roban, unos matan y a otros los matan, así es esto.

Todo estaba dentro de la más normal normalidad, la vida seguía su curso en Medellín. Algún día acabarán lo inconcluso y cruzará el tren elevado sobre mi ciudad deslizándose por sus aceitados rieles como volando, transportando gente y más gente y más gente. Yo ya no estaré para preguntarles: ¿Adonde van con tanta prisa, ratas humanas? ¿Qué se creen que se volvieron? ¿Pájaros?

Entramos al motel sin registrarnos, como se estila aquí. Aquí no es como en Europa donde se violan a todas horas los derechos humanos y a hotel adonde uno vaya le piden descaradamente identificación presumiendo lo que no se debe, que el ser humano es un criminal. Aquí no, aquí la confianza pública no está tan envenenada. Además aquí los moteles son de putas, y ellas y los que van con ellas no tienen identidad.

Así, sin identidad como el hombre invisible cruzamos por la recepción, entramos al cuarto, nos desvestimos, nos acostamos y él se durmió y yo me quedé despierto meditando sobre los atropellos europeos a los derechos humanos y el eterno silencio del papa… El revólver, su revólver, lo había puesto, como siempre, sobre su ropa. Eso él. En cuanto a mí, yo simplemente estiraba, como me aconsejó el santo caído, el brazo, lo tomaba, le ponía sobre su cabeza la almohada y disparaba, y a ver si alcanzaba a oír el tiro su puta madre que lo parió. Después me iría yendo tan tranquilo, con estos mismos pies con los que entré…

Y yo inmóvil y él durmiendo y así empezaron a correr las horas y el revólver no venía solo hacia mí volando por el aire ni mi brazo se me alargaba a tomarlo. Entonces descubrí lo que no sabía, que estaba infinitamente cansado, que me importaba un carajo el honor, que me daba lo mismo la impunidad que el castigo, y que la venganza era demasiada carga para mis años.

Cuando empezó a entrar el sol por la ventana entreabrió los ojos y entonces le pregunté: "¿Por qué mataste a Alexis?" "Porque mató a mi hermano", me contestó, restregándose los ojos, despertando. "Ah…" comenté como un estúpido.

Nos levantamos, nos bañamos, nos vestimos y salimos. Al yo pagar en la recepción nos ofrecieron un café. Un "tinto", como dicen en este país absurdo.

Mientras esperábamos que pasara un taxi por la autopista le dije que yo iba con Alexis la tarde en que él lo mató. Que sí, que él ya sabía, que desde esa misma tarde me había quedado conociendo. "¿Entonces desde la primera noche que pasaste conmigo en mi apartamento me habrías podido matar?" Se rió y me dijo que si a alguien él no podía matar en este mundo era a mí. Entonces pensé que él era como yo, de los que dejábamos pasar, que éramos iguales, perdonavidas.

Le pregunté por el que manejaba la moto desde la que él le había disparado a Alexis y me contestó que a ése lo habían matado al día siguiente. Le pregunté que quién, que por qué. Me contestó que no se supo, que eso se había quedado en veremos…

De los muertos que cargaba Alexis en su conciencia (si es que tenía) cuando nos conocimos, yo no soy culpable. De los de este niño, los suyos propios, tampoco. Allá ellos con sus muertos que de los que aquí tenemos compartidos ustedes son testigos. Le dije a Wílmar que en mi opinión ya no tenía objeto seguir en Medellín, que esta ciudad no daba para más, que nos fuéramos. ¿Que para dónde? Para donde fuera. El mundo no se acababa aquí, era bien grande.

En cuanto a la humanidad, en todas partes sería la misma, la misma mierda, pero distinta. Aceptó. Simplemente tenía que ir antes a su barrio a despedirse de su mamá y a constatar que de veras le hubieran enviado la nevera, y a mi apartamento a sacar su ropa. Le pedí que se olvidara de la ropa y la nevera, que nos fuéramos de inmediato y que se despidiera de su mamá por carta que el correo era tan milagroso que hasta el mismísimo barrio de La Francia llega. Que no era en La Francia, que era en Santa Cruz y que a ninguna de las dos llegaba cartero: de una cuadra a otra los "bajan", los "quiebran".

Eso lo entendí muy bien; en los barrios de las comunas la única que tiene paso libre es la Muerte.

Nos despedimos. Yo me fui a mi apartamento a esperarlo y él tomó hacia las comunas. La despedida fue para siempre, vivos no nos volvimos a ver. Al amanecer sonó el teléfono: del anfiteatro, que fuera a identificar a alguien que llevaba consigo mi número.

"Anfiteatro" llaman aquí a la morgue, y no hay taxista en Medellín ni cristiano que no sepa dónde está porque aquí los vivos sabemos muy bien adonde tenemos que ir a buscar los muertos. Está saliendo de la ciudad, donde empieza la Autopista Norte, frente a una terminal de buses.

Un gentío se agolpaba afuera contra la valla de alambre de gallinero que cercaba el lote esperando entrar. Yo pasé ante los guardias de la caseta de entrada sin mirar, volviéndome a mi esencia, a lo que soy, el hombre invisible. Seguí a una antesala. Por sobre el llanto de los vivos y el silencio de los muertos, un tecleo obstinado de máquinas de escribir: era Colombia la oficiosa en su frenesí burocrático, su papeleo, su expedienteo, levantando actas de necropsias, de entradas y salidas, solícita, aplicada, diligente, con su alma irredenta de cagatintas. Mis ojos de hombre invisible se posaron sobre las "Observaciones" de una de esas actas de levantamiento de cadáver, que habían dejado sobre un escritorio: "Al parecer fue por robarle los tenis -decía-, pero de los hechos y de los autores nada se conoce". Y pasaba a hablar de heridas de la vena cava y paro cardiorespiratorio tras el shock hipovolémico causado por la herida de arma cortopunzante.

El lenguaje me encantó. La precisión de los términos, la convicción del estilo… Los mejores escritores de Colombia son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un sumario.

Al que iban dejando entrar de la calle le mostraban un álbum de fotografías en color acabadas de tomar y revelar de los muertos calienticos: primeros planos como de Hollywood, closeups. Si alguna se parecía al desaparecido vivo, entonces podían pasar por la siguiente puerta, a la siguiente sala, a reconocer al aparecido muerto. El hombre invisible pasó. Era una sala alta, espaciosa, la de necropsias, con unas treinta mesas de disección ocupadas todas por los del último turno.

Todas, todas, todas y todos hombres y casi todos eran jóvenes. Es decir, fueron. Ahora eran cadáveres, materia inerte. Desnudos, rajados en canal como reses, les habían extraído las vísceras para analizarlas y no les habían dejado nada de sustancia qué comer a los gusanos. El hombre invisible se enteró de que todos esos corazones, hígados, riñones, pulmones, tripas irían a una fosa común. Lo que aquí dejaban, para reconocimiento y consuelo de los deudos y estímulo a nuestra industria funeraria, era el casco del que fue, cosidos el pecho y el vientre en cremallera, con unas puntadas burdas, chambonas.

Algunos tenían a sus pies el acta correspondiente de levantamiento del cadáver, pero no todos: Colombia nunca ha sido muy regular en sus cosas; es más bien irregular, imprevisible, impredecible, inconsecuente, desordenada, antimetódica, alocada, loca…

El hombre invisible les fue pasando revista a los muertos. Tres cosas en especial le llamaron la atención de esos cuerpos desnudos sin corazón que pudiera volver a sentir el odio: la cabeza (y la de algunos con los pelos revueltos, erizados) vaciada de sesos y rencores; el sexo inútil, estúpido, impúdico, incapaz de volver a engendrar, hacer el mal; y los pies que ya no llevarían a nadie a ninguna parte. Entonces reparó que sobre los pies de uno de esos cadáveres había otro, pequeñito, orientado en sentido vertical como los brazos de una cruz: el de un bebé recién nacido y recién rajado.

Por un instante el hombre invisible pensó que el cadáver de la persona adulta era el de una mujer, la mamá, a la que le habían hecho la cesárea puesto que también tenía el vientre rajado. Pero no, era un hombre, otro más, y le habían puesto encima el cuerpecito del niño porque simplemente no tenían mesa vacía donde acomodarlo.

El hombre invisible recordó esas combinaciones de objetos, mágicas, insólitas con que soñaban los surrealistas, como por ejemplo un paraguas sobre una mesa de disección. ¡Surrealistas estúpidos! Pasaron por este mundo castos y puros sin entender nada de nada, ni de la vida ni del surrealismo. El pobre surrealismo se estrella en añicos contra la realidad de Colombia.

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