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Amaneció martes y yo vivo y él abrazado a mí y radiante la mañana. "¿Qué día es?" me preguntó abriendo los ojos el ángel. "Martes", le contesté. De él fue entonces la idea de que fuéramos a Sabaneta adonde María Auxiliadora. "¿A qué vas? -le pregunté-. ¿A dar gracias, o a pedir?" Que a ambas cosas. Los pobres son así: agradecen para poder seguir pidiendo.

Encontré a Sabaneta más bien fría de fieles, desangelada. La plaza desahogada, sin congestionamientos de buses ni atropellamientos de peregrinos. Y los puestos de estampitas y reliquias de María Auxiliadora sin un cliente. ¿Qué pasó? ¿Sería que esta raza novelera desertó también de la Virgen? ¿Por el fútbol? ¿Y que ya no creía más que en los milagros de sus propias patas?

Entramos a la iglesia: semidesierta, con unos cuantos viejos y viejas de poca monta y ni un sicario. ¡Carajo, también esto se acabó, como todo! Y me arrodillé ante la Virgen y le dije: " Virgencita mía, María Auxiliadora que te he querido desde mi infancia: cuando estos hijos de puta te abandonen y te den la espalda y no vuelvan más, cuenta conmigo, aquí me tienes. Mientras viva volveré". ¿De qué le estaría dando gracias Alexis, perdón, Wílmar a la Virgen? ¿Qué le estaría pidiendo? ¿Ropas, bienes, antojos, miniUzis? Decidí hacerlo feliz ese día y darle en nombre de ella lo que quisiera.

Salimos de Sabaneta por la vieja carretera de mi infancia caminando, y caminando, caminando, conversando como en mis felices tiempos, Wílmar me preguntó que por qué si tenía una fábrica tenía que andar a pie como pobre, sin carro. Le expliqué que para mí el mayor insulto era que me robaran, y que por eso no tenía carro: que prefería mil veces seguir andando a vivir cuidándolo. En cuanto a la fábrica, ¿de dónde sacó tan peregrina idea? ¿Darles yo trabajo a los pobres? Jamás! Que se lo diera la madre que los parió. El obrero es un explotador de sus patrones, un abusivo, la clase ociosa, haragana. Que uno haga la fuerza es lo que quieren, que importe máquinas, que pague impuestos, que apague incendios mientras ellos, los explotados, se rascan las pelotas o se declaren en huelga en tanto salen a vacaciones.

Jamás he visto a uno de esos zánganos trabajar; se la pasan el día entero jugando fútbol u oyendo fútbol por el radio, o leyendo en las mañanas las noticias de lo mismo en El Colombiano. Ah, y armándome sindicatos. Y cuando llegan a sus casas los malnacidos rendidos, fundidos, extenuados "del trabajo", pues a la cópula: a empanzurrar a sus mujeres de hijos y a sus hijos de lombrices y aire. ¿Yo explotar a los pobres? ¡Con dinamita! Mi fórmula para acabar con la lucha de clases es fumigar esta roña. ¡Obreritos a mí!

Pero cuando la cara se me encendía de la ira pasamos por Bombay, la "bomba de gasolina" de mi infancia, que era a la vez cantina, y los recuerdos empezaron a vendarme suavecito, como una brisa con rocío, refrescante, bienhechora, y me apagaron el incendio de la indignación. ¡La bomba de Bombay, qué maravilla! Era un simple surtidor de gasolina afuera y adentro una cantina, ¡pero qué cantina! Allí en las noches alborotadas de cocuyos y chapolas, a la luz de una Cóleman, encendidos por el aguardiente y la pasión política se mataban los conservadores con los liberales a machete por las ideas.

Cuáles ideas nunca supe, ¡pero qué maravilla! Y la nostalgia de lo pasado, de lo vivido, de lo soñado me iba suavizando el ceño. Y por sobre las ruinas del Bombay presente, el casco de lo que fue, en una nube desflecada, rompiendo un cielo brumoso, me iba retrocediendo a mi infancia hasta que volvía a ser niño y a salir el sol, y me veía abajo por esa carretera una tarde, corriendo con mis hermanos. Y felices, inconscientes, despilfarrando el chorro de nuestras vidas pasábamos frente a Bombay persiguiendo un globo. Con su aguja gruesa una vitrola en la cantina tocaba un disco rayado: "Un amor que se me fue, otro amor que me olvid ó , por el mundo yo voy penando. Amorcito qui é n te arrullar á , pobrecito que perdi ó su nido, sin hallar abrigo muy s ó lito va. Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando…" Y los ojos se me encharcaban de lágrimas mientras dejando atrás a Bombay, para siempre, volvía a sonar a tumbos, en mi corazón rayado, ese "Senderito de Amor" que oí de niño en esa cantina por primera vez esa tarde. Y qué hace sin embargo que volvía con Alexis por esta misma carretera, agotándose instante por instante en la desesperanza nuestro imposible amor…

Wílmar no lo podía entender, no lo podía creer. Que alguien llorara porque el tiempo pasa… "¡Al diablo con la bomba de Bombay y los recuerdos! -me dije secándome las lágrimas-. ¡Nada de nostalgias! Que venga lo que venga, lo que sea, aunque sea el matadero del presente. ¡Todo menos volver atrás!"

Unas cuadras después pasamos frente a Santa Anita, la finca de mi infancia, de mis abuelos, de la que no quedaba nada. Nada pero nada nada: ni la casa ni la barranca donde se alzaba. Habían cortado a pico la barranca y construido en el hueco una dizque urbanización milagro: casitas y casitas y casitas para los hijueputas pobres, para que parieran más.

De regreso a Medellín le compré a Wílmar los famosos tenis y la dotación completa de símbolos sexuales: jeans, camisas, camisetas, cachuchas, calcetines, trusas y hasta suéteres y chaquetas para los fríos glaciales del trópico. De pantalón en pantalón, de camisa en camisa, de tienda en tienda recorriéndonos todos los centros comerciales con resignación y constancia (resignación mía y constancia suya) fuimos encontrando poco a poco, exactísimamente, lo que él quería. Los muchachos son tan vanidosos como las mujeres y más insaciables de ropa. Y de un tiempo a esta parte les ha dado por ponerse en el lóbulo de una oreja (pero no sé si en el de la derecha o en el de la izquierda) un arete. Que por qué no me compraba yo algo. Le dije que por cuestión de principios no despilfarraba plata en ropa para mí, que yo ya no tenía remedio. Que con el traje negro que mantenía en un closet planchado me bastaba para los entierros.

Ni me oyó. Iba y venía por los pasillos como enajenado buscando trapos entre trapos. Haga de cuenta usted un gato revolviendo en un cofre mágico y sacando de entre sus sorpresas la felicidad. Mensaje al presidente y al gobierno: El Estado debe concientizarse más y comprarles ropa a los muchachos con el fin de que ya no piensen tanto en procrear ni en matar. Las canchas de fútbol no bastan.

Con la ropa nueva de Wílmar mis tres míseros closets vacíos quedaron atestados, atiborrados, y mi pobre traje negro relegado, arrinconado, apabullado por tanto color vistoso. De inmediato Wílmar quiso salir al centro a estrenar. Más me valiera no haber salido, no haber nacido porque volvimos a lo de Alexis. Iba un hombre por Junín detrás de mí silbando. Detesto pero detesto que la gente silbe. No lo tolero. Lo considero una afrenta personal, un insulto mayor incluso que un radio prendido en un taxi. ¿Que el hombre inmundo silbe usurpando el sagrado lenguaje de los pájaros? Jamás! Yo soy un protector de los derechos de los animales. Y así se lo comenté a Wílmar, disminuyendo el paso para que el hombre nos pasara y se fuera.

¡Quién me mandó abrir la boca! Adelantándosele a su vez al asqueroso, Wílmar sacó el revólver y le propinó un frutazo en el corazón. El hombrecerdo con vocación de pájaro se desplomó dando su último silbo, desinflándose, en tanto Wílmar se perdía por entre el gentío.

Como al difuntico al caer se le abrió la camisa, se le despanzurró la barriga; y así pude ver que llevaba bajo el cinturón un revólver. Jua! Le iba a servir en la otra vida para matar cuanto sus puercos pies para caminar. Los muertos no matan ni caminan: caen en caída libre rumbo a los infiernos como una piedra roma.

Con la conciencia tranquila del que va a misa seguí mi camino, pero empecé a sospechar que lo conocía. ¿De dónde? ¿Quién podía ser? Y que se me enciende el foco. ¡Era el que había visto atracando en San Juan meses antes, el que mató al muchacho por robarle el carro! Bendito seas Satanás que a falta de Dios, que no se ocupa, viniste a enderezar los entuertos de este mundo.

Me devolví a constatar la identidad del caído, pero me fue imposible llegar: el cerco de curiosos, festivo, jubiloso, se había acabado de cerrar, y no había arrimadero ni para un inspector de policía que viniera a levantar un cadáver. Cuadras adelante me encontré con Wílmar y estaba radiante, jubiloso, riéndose de felicidad, de dicha. Con una dicha que le chispeaba en sus ojos verdes. Mi niño era el enviado de Satanás que había venido a poner orden en este mundo con el que Dios no puede. A Dios, como al doctor Frankenstein su monstruo, el hombre se le fue de las manos.

Aquí no hay inocentes, todos son culpables. Que la ignorancia, que la miseria, que hay que tratar de entender… Nada hay que entender. Si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el delito. ¿Y los derechos humanos? ¡Qué "derechos humanos" ni qué carajos! Ésas son alcahueterías, libertinaje, celestinaje. A ver, razonemos: si aquí abajo no hay culpables, ¿entonces qué, los delitos se cometieron solos? Como los delitos no se cometen solos y aquí abajo no hay culpables, entonces el culpable será el de Allá Arriba, el Irresponsable que les dio el libre albedrío a estos criminales. ¿Pero a Ése quién me lo castiga? ¿Me lo castiga usted? Mire parcero, a mí no me vengan con cuentos que yo ya no quiero entender. Con todo lo que he vivido, visto, "a la final" como bien dice usted, se me ha acabado dañando el corazón. ¡Derechitos humanos a mí! Juicio sumario y al fusiladero y del fusiladero al pudridero. El Estado está para reprimir y dar bala. Lo demás son demagogias, democracias. No más libertad de hablar, de pensar, de obrar, de ir de un lado a otro atestando buses, ¡carajo!

Íbamos en uno de esos buses atestados en el calor infernal del medio día y oyendo vallenatos a todo taco. Y como si fueran poco el calor y el radio, una señora con dos niños en pleno libertinaje: uno, de teta, en su más enfurecido berrinche, cagado sensu stricto de la ira. Y el hermanito brincando, manotiando, jodiendo. ¿Y la mamá? Ella en la luna, como si nada, poniendo cara de Mona Lisa la delincuente, la desgraciada, convencida de que la maternidad es sagrada, en vez de aterrizar a meter en cintura a sus dos engendros. ¿No se les hace demasiada desconsideración para con el resto de los pasajeros, una verdadera falta de caridad cristiana? ¿Por qué berrea el bebé, señora? ¿Por estar vivo? Yo también lo estoy y me tengo que aguantar. Pero hasta cierto punto, porque si bien es cierto que en esta vida abusan del inocente, también es cierto que siempre habrá una gota que llenó la taza. Y con la taza llena hasta el tope, rebosada hasta el rebose, he aquí que en Wílmar encarna el Rey Herodes. Y que saca el Santo Rey el tote y truena tres veces. ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! Una para la mamá, y dos para sus dos redrojos. Una pepita para la mamá en su corazón de madre, y dos para sus angelitos en sus corazoncitos tiernos.

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