No tuvieron tiempo de hacer muchas cosas, contaba. Antes de los gritos se oyó la voz de Larsen, ensayando a la defensiva un monólogo persuasivo y dolido; aunque hablaba en un tono bajo y era evidente que trataba de imponerlo, no parecía estar conversando sólo con la muchacha: era fácil imaginárselo de pie, con cinco puntas de dedos tocando el escritorio, con una expresión sufrida, con una inagotable capacidad de tolerancia, enumerando a una docena de Gálvez y de Kunz los beneficios que distribuye la paciencia, las compensaciones que han sido reservadas a quienes saben confiar y esperar. El viejo Petrus en alguna de las asambleas de tenedores de acciones, reunidos con engaño, bostezantes, dispuestos a pagar cualquier precio en firmas si los tejaban en libertad, pensó Kunz.
Pero Larsen necesitó respirar o elegir argumentos que la muchacha fuera capaz de comprender. Entonces llegó un silencio de la Gerencia General y dentro de él no hubo más que el ruidito, o Kunz imaginó oírlo, de Gálvez comiéndose las uñas, y el ruido que no era más que una remota, atemperada y aguda vibración del atardecer de invierno sobre el río y los campos. Después empezaron los gritos, de uno y de otro, de ella que estuvo gritando como si cantara, con una voz extrañamente pura, de Larsen que repetía:
– Le juro por lo más sagrado.
De ella, reapareciendo como un motivo en el griterío, como un plateado pez que saltara para dar una voltereta en el aire, Kunz oyó, o ha jurado oír:
– Con esa sucia. Esa mujer sucia. Después ella gritó, ya contra la puerta y abriéndola.
– No me toque. Mire.
Y es seguro que Larsen sólo había querido retenerla o ganar por ternura la escaramuza. O cubrirla. Porque en seguida, en la versión incomparable de Kunz y que eliminaba a Gálvez como testigo porque éste, absurdamente, «estuvo todo el tiempo mirando la rotura de la ventana y mordiéndose las uñas, sin mostrar que oyera y se enterara», la muchacha, Angélica Inés, salió de la Gerencia General, a buen paso pero sin correr, y fue atravesando, erguida y echada hacia atrás, golpeando con un hombro el muro descascarado, la infinita extensión de la sala que poblaban muebles escasos y dos hombres encogidos, que jalonaban las líneas rectas de menos mugre donde se habían apoyado metros de tabiques hoy convertidos en humo.
«Cruzó toda la ruina, sin verla, como no la había mirado al llegar. Siempre la disfrazaban de chiquilina, la madre, la tía, la costumbre; esa tarde estaba disfrazada de mujer, con un largo vestido negro que transparentaba la ropa interior, enagua o lo que fuere, con zapatos de taco altísimos, que tal vez le prestaron o acababa de estrenar y que es seguro terminaron de torcerse en el camino de la vuelta. Porque vino, vinieron a pie desde la quinta al astillero. Unos zapatos que, para cualquiera que no la hubiera visto caminar sin tacones, imponían aquella extraña manera de andar, de gorda, de mujer encinta que busca equilibrarse. Pero lo que importa, lo que estuve demorando y demoraría un poquito más si supiera hacerlo sin aburrir, es que llevaba caída, no arrancada pero colgando, la pechera del vestido. Déjeme. Taconeando insegura sobre un parquet podrido, sobre manchas, planos azules, cartas comerciales, manchas de lluvia y tiempo. Cruzando el corrompido aire de invierno con la clara cabeza trenzada que se alzaba sin desafío, nada más que ignorante, con el brillo suave y deslumbrado de una sonrisa, sin vernos, sin oler el olor de ratas y fracaso. Y detrás de ella, manoteando un poco en la puerta de su oficina pero sin coraje para mostrarse, mudo por el miedo de que el gallego y yo lo oyéramos, un truhán, un hombre sucio, viejo, gordo y enloquecido. Todo esto, entienda, y tantas otras cosas que sería largo. Por eso demoraba. Pero es inútil o casi, explicar al que no estuvo y no vio y no sabe quiénes eran ella y él, qué era el astillero y hasta quién soy yo, hijo del país pero con títulos europeos revalidados, viviendo entonces allí y de aquella manera. Imagine si puede, entonces, y esto es fácil, una mujer joven y fuerte que pasa rápida pero no corriendo por el costado de una oficina interminable y casi vacía, metiendo en el aire el más estupendo par de pechos que hubo nunca. Y la pechera del vestido no se la había arrancado el pobre diablo de Larsen, sino que ella misma la desprendió sin descoser un botón ni romper el tul. Y cuando terminé de mover la cabeza porque ella había llegado al hueco de la escalera, ahí estaba la sirvienta esperándola con un abrigo que le puso, empinándose, sobre los hombros; y creo que la cacheteó como si la sirvienta la hubiera incitado, la hubiera vestido y traído y ahora, maternal y enemiga del escándalo, se la llevara del brazo apaciguada. Y la mujer, la sucia mujer de la que hablaba a gritos la muchacha, no podría ser otra, por todo lo que sé, ahora no importa decirlo, que la mujer de Gálvez, que andaría entonces por los nueve meses de embarazo, como en seguida se comprobó.»
Esta es, por lo menos en lo esencial, la versión de Kunz, repetida por él, sin alteraciones sospechosas, al padre Favieri y al doctor Díaz Grey.
Pero no cree en ella; esta incredulidad sólo está basada en su conocimiento de Angélica Inés, alcanzado algunos años después. Tampoco cree que Kunz -que tal vez esté vivo y tal vez lea este libro- haya mentido voluntariamente. Es posible que Kunz haya interpretado la visita de Angélica Inés al astillero como un acto de pura raíz sexual; es posible que su vida solitaria, la frecuentación cotidiana de la por entonces inaccesible mujer de Gálvez lo hayan predispuesto a este tipo de visiones; y es también posible que haya sido engañado, retrospectivamente, al ver a la sirvienta cubrir con el abrigo a la muchacha: que haya pensado entonces que la protegía de la vergüenza y no simplemente del frío.