Cuando superó el terror del círculo de caras que aproximaron alternativamente su miedo y su consejo, Angélica Inés volvió a sonreír, descansó, nuevamente en su misterio, robusta y quemada por el sol, parpadeando con los grandes, claros ojos incuriosos, balanceando en la tarde sin viento las trenzas duras y firmes como sogas. Un resto de agua de los primeros auxilios secándose y luminosa en la luz de la siesta, imaginó Díaz Grey; el fino garabato de la sangre interminable y rojísima; invulnerable e invulnerada en realidad; hecha suya, cosa de su cuerpo y de su paz, la semiancla plateada del anzuelo.
Entre exhortaciones y profecías, consciente de su responsabilidad, ensayando el temblor que habría de sacudir ante las cejas retintas y unidas de Petrus, ante su explosión de maldiciones o su silencio, la madre o la tía confió en Dios y eligió. Ligaron la pierna con un pañuelo de seda y la madre y la tía, con el capataz de la obra del astillero al volante, llevaron la chica en auto hasta Santa María, por el largo, indeciso camino de tierra.
Díaz Grey, recién instalado, insensible al prestigio creciente del nombre Petrus que le repitieron como un don, como un sésamo y una amenaza, soportó aquella forma extranjera de la histeria con que le llenaron el consultorio y que algunos pocos meses futuros de práctica en la Colonia transformarían para él en la histeria normal, infaltable y previsible.
La niña en la camilla, abierta con franqueza su cara redonda hacia el techo, plácida, digiriendo el anzuelo. La una y la otra, mal vestidas, con grandes zapatos sin tacos, con grandes pechos y cabelleras hermosas y fuertes, como animales de raza, ignorantes de sí mismas y aceptando del mundo sólo la minúscula porción que les importaba, alternaban las graves voces de tragedia, las explicaciones y las notas asordadas del llanto dominado, con los silenciosos retrocesos que las apartaban de la camilla hasta golpear las paredes con las anchas espaldas, las grupas redondas. Allí jadeaban, prescindentes, juzgadoras, para volver a la carga un momento después. Y el gringo capataz que se había negado con una corta sacudida de cabeza a quedarse en la salita de espera, apoyado contra la puerta, sin hablar, sudando exaltado su lealtad.
Díaz Grey anestesió, hizo un tajo, ofreció a la madre, o a la tía, la ese del anzuelo como recuerdo. Con los grises ojos de vidrio dirigidos al suave resplandor en el tedugo, sin pausas, sin detención posible, porque mucho dejó pinchar, cortar y envolver con gasas. No dijo una palabra; y la redonda cara rubia oscurecida sólo expresaba, encima de las apretadas trenzas curvas en la camilla, la costumbre, nunca decepcionante, de esperar el acto ajeno o la propia sensación que habría de suceder fatalmente a las anteriores, una hija de la otra y su verdugo sin pausas, sin detención posible, porque mucho antes de yacer por primera vez en la camilla ella había ignorado, y para siempre, la muerte.
La segunda vez -ya entonces estaba Díaz Grey enterado sin intimidación de lo que significaba el apellido Petrus- no era ahora precisamente un recuerdo. O era que el momento vivido estaba olvidado, irrecuperable, y lo sustituía -inmóvil, puntual, caprichosamente coloreado- el recuerdo de una lámina que el médico no había visto nunca y que nadie nunca había pintado. La inverosimilitud, la sensación de que la escena había ocurrido, o fue registrada, cien años atrás, provenía, inseguramente, de la suavidad y los ocres de la luz que la alumbraba.
El viejo Petrus estaba de pie en el centro, erguido, dejando que sus patillas pasaran del gris al blanco, no sonriente, pero mostrando ex profeso y con paciencia que era capaz de sonreír, llenos de fría atención y de juventud intacta los ojos, sosteniendo con la mano izquierda y contra el chaleco el habano que acababa de encender y cuyo aroma era tan inseparable de la lámina como los planos geométricos, de amarillos variables, que la iluminaban.
Un niño hubiera podido recortar la figura del viejo Petrus y pegarla en un cuaderno: todos creerían entonces que el viejo había estado posando para un retrato, solo, sin otros elementos que el respaldo curvado del sillón de madera en que fingía apoyarse con la mano derecha y el fondo de platos verticales en las paredes y jarros para cerveza en la chimenea. A la derecha de Petrus, sentada y tejiendo, introduciendo apenas en la luz una punta de cofia, la redondez de una mejilla, y las grandes rodillas vigorosas, estaba la madre o una tía. Díaz Grey había olvidado la fecha en que Petrus enviudó. A la izquierda de Petrus y al fondo, dos mujeres oscuras, con caras hipócritas y excitadas, rodeaban el sillón enorme e incómodo donde Angélica Inés, sin esperar nada, sonreía sudorosa con las piernas envueltas en un quillango, alzada sin desafío y vacilante la excesiva mandíbula cuadrada. A espaldas de Petrus lamía en silencio el fuego de la chimenea. Era una tarde inmóvil y tibia de otoño, también en la lámina.
La muchacha, andaría por los quince años, se había desmayado durante el almuerzo porque descubrió un gusano en una pera. Ahora se hamacaba hacia los costados en el sillón, alzada y misteriosa la ancha cara apacible, babeando un poco, con un bigote de sudor, más gruesas en este año las trenzas, incapaces ya de alzar sus puntas.
Petrus le dijo de pronto a Díaz Grey que el mismo auto que había ido a buscarlo a Santa María estaba a sus órdenes para llevarlo. En la escalinata, tomándolo de un brazo -sin amistad ni presión, por encima del jardín dormido, de simetría un poco confusa, de verdes retintos y abundantes, que empezaban entonces a poblarse de estatuas blancas-, Petrus se detuvo para mirar la tarde y el edificio del astillero, con orgullo imparcial, como si él hubiera hecho ambas cosas.
– Le haré llegar sus honorarios, doctor -y Díaz Grey supo que no le pagaba en aquel momento por delicadeza hacia él y por separar de una idea de dinero la salud de su hija; y que la promesa también se hacía para que Díaz Grey no olvidara que su tiempo y su inteligencia eran cosas que Petrus podía contratar-. La hija, doctor, es perfectamente normal. Podría mostrarle diagnósticos que firman los primeros médicos de Europa. Profesores.
– No es necesario -dijo Díaz Grey, apartándose suavemente de la mano en su brazo-. Vine a examinarla por ese pequeño accidente. Y ese pequeño accidente nada tiene de anormal.
– Así es -asintió Petrus-. Normal, perfectamente normal, para usted, doctor y para toda la ciudad. Para todo el mundo.
Díaz Grey acarició al perro que le olía los zapatos y bajó un escalón.
– Claro -dijo, volviéndose-. No sólo en Europa los médicos cumplen una ceremonia de juramento cuando se reciben. Y no sólo los profesores.
Apartando de su pecho el habano, Petrus se inclinó con gravedad. Las piernas unidas.
– Le haré llegar sus honorarios, doctor -repitió.
Estas fueron las dos veces. Hubo otras en que la vio de lejos, a la salida de misa en Santa María o cuando la muchacha, grande como una mujer madura a partir de la tarde del gusano y el desmayo, caminaba algunas cuadras por la ciudad, haciendo compras, acompañada al principio por una tía y después por Josefina, la sirvienta, puesta a su servicio desde la instalación definitiva en Puerto Astillero.
Vista así, de lejos, la muchacha parecía confirmar todos los diagnósticos coleccionados por el viejo Petrus. Era alta, redonda, pechuda, con grandes nalgas que las amplias polleras acampanadas y oscuras, usadas durante años, no lograban disimular a satisfacción de la parienta solterona que había cortado e impuesto los moldes. Tenía la piel muy blanca los brillantes ojos grises no parecían capaces de mirar hacia los lados sin la ayuda del cuello lento y grueso; siempre usaba trenzas, levantadas alrededor de la cabeza en los últimos tiempos.
Alguno contó que la muchacha tenía ataques de risa sin motivo y difíciles de cortar. Pero Díaz Grey nunca la había oído reír. De manera que, todo lo que podía mostrarle o confesarle el pesado cuerpo de la muchacha atravesando reducidos paisajes de la ciudad a remolque de parientes, de alguna rara amiga o de la sirvienta, lo único que atraía su adormecida curiosidad profesional era la marcha lenta, esforzada, falsamente ostentosa. Nunca pudo saber con certeza qué recuerdo removía Angélica Inés andando. Los pies avanzaban con prudencia, sin levantarse del suelo antes de haberse afirmado por completo, un poco torcidas sus puntas hacia delante o sólo dando la impresión de que se torcían. El cuerpo estaba siempre erguido, inclinado en dirección a la huella del paso anterior, aumentando así la redondez de los pechos y del vientre. Como si anduviera siempre pisando calles cuesta abajo y acomodara el cuerpo para descender con dignidad, sin carreras, había pensado Díaz Grey en un principio. Pero no era exactamente esto o había algo más. Hasta que un mediodía descubrió la palabra procesional y creyó que lo acercaba a la verdad. Era un paso procesional o lo fue desde entonces; era como si la muchacha fuese avanzando su apenas mecida pesadez, estorbada doblemente por la impuesta lentitud de un desfile religioso y por los kilos de un símbolo invisible que transportara, cruz, cirio o el asta de un palio.