«Otra cosa: nunca se me ocurrió preguntarme, tampoco, dónde vivía el alemán.» Entró y se sentó en el catre, encogido, la cabeza alzada y hacia la puerta, el cigarrillo cerca del vientre, en una actitud tan humilde y amistosa que Kunz no podría enojarse si entrara de repente. «Esta es la desgracia -pensó-, no la mala suerte que llega, insiste, infiel y se va, sino la desgracia, vieja, fría, verdosa. No es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez está, no sé desde cuándo; anduve dando vueltas para no enterarme, la ayudé a engordar con el sueño de la Gerencia General, de los treinta millones, de la boca que se rió sin sonido en la glorieta. Y ahora, cualquier cosa que haga serviría para que se me pegue con más fuerza. Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que no importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae».
Salió bajo las últimas gotas de lluvia que caían de los plátanos ennegrecidos. Fue a golpear en la puerta de la casilla de Gálvez y cuando la mujer vino a abrirle teniendo a sus espaldas el repentino silencio -solamente, remotos, nulos, los ruidos quejosos de los perros, los del fox en la radio-, pasó junto a ella sin mirarla con un orgulloso «Permiso», se introdujo en el calor, se acercó a la bienvenida de los hombres, arrastró un banco y quedó sentado, el sombrero en la tierra seca, sosteniendo la sonrisa desmesurada de Gálvez con la suya, breve, fácil, persuasiva.
– ¿Comió? -dijo la mujer-. No puede haber comido. ¿Quiere comer? No queda, pero voy a hacerle algo.
– Gracias. Si comieron puchero -dijo Larsen mirando los platos-, puede darme, a lo mejor, una taza de caldo o de sopa.
– Le puedo hacer un bife -dijo la mujer.
– Hay carne colgada -señaló Kunz.
– No, gracias -insistió Larsen-. Gracias, señora. Le agradecería mucho, de veras, una taza de caldo caliente. Me haría un favor muy grande.
Pensó que había exagerado la humildad; Gálvez lo miraba burlón y atento. La mujer retiró algo de la mesa, levantó del suelo el sombrero; la sentía próxima a su hombro, de espaldas, pensativa sobre la llama ruidosa, resuelta a no hablar.
– Nos quedamos sin vino, hasta la noche -dijo Kunz-. ¿Quiere caña? Hay unas cuantas botellas; es tan mala que nunca termina.
– Después de la sopa. O del caldo -contestó Larsen.
La mujer no habló.
Un golpe de viento rodeó insistente dos veces la casilla; la llama del calentador vibró aplastada. Kunz, cruzando los brazos, se puso las manos en los hombros.
– ¿Por dónde andaba? -preguntó Kunz-. Se nos ocurrió que había ido a visitar a Petrus.
– Al señor Petrus, don Jeremías -dijo Gálvez.
Larsen alzó su sonrisa pero Gálvez estaba apagando el cigarrillo en un plato. Ahora el viento estaba encima de la casilla, circular y enfurecido; callaron, deprimidos por una sensación de distancia, de pesadez, de nubes removidas. La mujer puso en la mesa un plato de sopa, apartó los perros de las piernas de Larsen.
– Permiso -dijo Larsen, y empezó a tragar con la cuchara; enfrente, la pareja vigilante de los hombres; atrás, los gemidos de los perros y la hostilidad de la mujer. Se interrumpió mirando el rincón de tablas, un reloj, un vaso con largas guías verdes-. Quiero darles las gracias. Pero tampoco tenía muchas ganas de comer. Un plato de cualquier cosa caliente me vendría bien, pensé. Y entonces se me ocurrió venir a golpear aquí.
– Estábamos diciendo que se había ido a la quinta de Petrus -dijo velozmente Kunz- y que al viejo, por lo menos, no lo iba a encontrar. Creo que no viene hasta la otra semana.
– Bueno, no nos importa -se rió Gálvez-. No me dejarán mentir. Yo dije que no nos importaba a quién iba usted a visitar en la quinta.
– Gálvez -advirtió la mujer, a espaldas de Larsen.
– Pensamos, es cierto, perdone -dijo Kunz-, que usted podía haber ido este mediodía a buscar al viejo para ponerlo en guardia.
– Bajo la lluvia -agregó Gálvez-. Que iba haciendo el camino hasta la quinta, para decirle al viejo que yo tengo uno de los títulos falsificados, y lo agarraba la lluvia.
– Gálvez -repitió la mujer, perentoria, detrás de los hombros de Larsen.
– Eso -dijo Gálvez-, que iba hasta la quinta para avisar al viejo Petrus o a la hija. Lo dije, todos dijimos que podía ser -alzó de entre sus piernas una botella panzona de caña y llenó tres vasos, sin tocarlos, haciendo sonar el chorro, sin mostrar los dientes pero con una perpetua hilaridad en la forma enrojecida de la boca; y los labios unidos sin sonrisa, parecían desnudos, como si acabara de afeitarlos.
– Que iba bajo la lluvia y avisaba, y que avisar no servía para nada. Porque el viejo Petrus lo sabe mejor que nosotros, lo sabe desde mucho antes que nosotros. Todos lo dijimos, primero uno, después otro, repitiéndolo. Y yo agregué que si eso sucedía, si usted hacía el camino hasta la quinta, empapándose para cumplir con su deber -al fin y al cabo son seis mil pesos los que le acredito cada día 25- y dar la voz de alarma, tal vez me hiciera un favor; y que tal vez yo esté desde tiempo deseando que alguien me haga un favor semejante.
Larsen apartó con suavidad el plato de sopa vacío, encendió un cigarrillo y fue inclinando el cuerpo hasta beber en el vaso que había llenado Gálvez.
– ¿Quiere algo más? -preguntó la mujer.
– Gracias, ya le dije, señora. Vine a pedir algo caliente, una limosna.
– Se me ocurrió que debe haber pensado otra novedad para aumentar las ganancias del astillero -dijo Kunz, casi cubriendo la risa blanda de Gálvez-. Algo más que armar o remendar barcos.
– La piratería o la trata, por ejemplo -sugirió Gálvez. Kunz alzó su vaso, entornó los ojos e hizo caer la cabeza hacia atrás.
Las manos sucias y heridas de la mujer retiraron el plato de Larsen. Los perros estaban silenciosos, tal vez dormidos en la enorme cama. El viento silbó alejado, tartamudeante, y todos podían escucharlo ir y venir, obligado a tomar una decisión.
– El problema está en saber si contamos o no con un agente en El Rosario -dijo Gálvez-. Podríamos duplicar las operaciones, tener un equipo de pilotos que trajeran los barcos hasta Puerto Astillero. Podríamos comprarnos gorras con visera, podríamos discutir seriamente sobre bauprés, proa, trinquete, cangreja y mesana. Podríamos jugar a las batallas navales en la mesa de cedro de la Sala del Directorio.
Bebía abandonado en el sillón de mimbre que empezaba a deshacerse, los grandes dientes expuestos con indiferencia a las tablas ahumadas del techo.
– Teníamos ganas, desde que empezó la lluvia -dijo Kunz-, de no ir a trabajar esta tarde. En realidad, no hay nada urgente. El amigo tiene los libros al día y los presupuestos que debo calcular pueden demorarse. Me imagino que usted sabrá tolerar. Quedarnos aquí bebiendo, oír llover y conversar sobre Morgan y Drake.
– ¿Qué le parece? -preguntó Gálvez.
Larsen terminó la caña y alargó la mano para servirse otro vaso; sentía que se le iba formando una sonrisa imbécil, que su voz sonaría insegura. La mujer pasó a su costado, al costado de la mesa y de Gálvez, se detuvo con la cara próxima al vidrio húmedo de la ventana; era ancha, propicia, se inclinaba con dulzura hacia el fin de la lluvia.
– Ahora estoy más contento -dijo Larsen; miraba sin vehemencia la nuca de la mujer, el pelo rizoso, crecido y descuidado-. Ahora. No por la sopa, que agradezco, ni por la caña. Tal vez un poco, porque me dejaron entrar aquí. Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como si la llevara adentro y quién sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a otros; entonces todo se hace más fácil. Una cosa es la enfermedad y otra la peste -bebió la mitad del vaso y sonrió a la sonrisa que Gálvez había descendido hacia él, recelosa, expectante. La mujer continuaba de espaldas, cabizbaja, imprecisamente hostil.
– Tome caña -dijo Kunz-. Oír llover y tirarse a dormir la siesta. ¿Qué más?
– Sí -dijo Larsen-, ahora es mejor. Pero siempre hay cosas que hacer aunque uno no sepa por qué las hace. Puede ser, es cierto, que vaya esta tarde hasta la quinta y le hable al viejo del título falsificado. Puede ser.
– No importa que lo haga, ya le dije -repuso Gálvez. La mujer se apartó del mal tiempo en el vidrio grasiento; puso un brazo alrededor de Gálvez, del sillón desvencijado, e inclinó la cara blanca, casi risueña, hacia la mesa.
– Al viejo o a la hija -murmuró.
– Al viejo o a la hija -dijo Larsen.