Tocaron las seis en Santa Agueda. Seguía paseando arriba y abajo, sin impaciencia. Empezó a llover. Se resguardó en un portal frontero al de la casa de su amada. Las seis y media. Arreciaron lluvia y viento. Se levantó el cuello de la chaqueta. Las gotas hacían su ruidillo manso en el empedrado brillante de la calle solitaria. Tocaron las siete, seguidas, mucho tiempo después, por la media. Hacia tiempo que la noche había caído. Tocaron las ocho. Entonces se le ocurrió una idea: ¿Por qué no presentarse en la casa con el pretexto de la gabardina? Al fin y al cabo, era natural.
Pensado y hecho. A lo más que alcanzaron sus piernas atravesó la calle; penetró en el portal. El zaguán estaba oscuro. Llamó a la primera puerta que le pareció la principal. Se oyeron pasos quedos y entreabrieron. Era una viejecilla simpática.
– ¿Usted dirá?
– Mire usted, señora…
– Pase.
Arturo entró, un poco asombrado de su propia audacia, aconchado en su timidez.
– Siéntese. Usted perdonará. No esperaba visita. Viene tan poca gente. No veo a nadie.
Era el mismo tono de voz, la misma nariz, el mismo óvalo de cara. Debía ser su madre, o su abuela.
– ¿No está la señorita Susana?
La viejecita se quedó sin poder articular palabra, asombrada, lela.
– ¿No está?
La anciana susurró temblorosa:
– ¿Por quién pregunta?
La voz de Arturo se hizo más insegura.
– Por la señorita Susana. ¿No vive aquí?
La vieja le miraba empavorecida. Desasosegado, Arturo sintió crecer monstruosamente su desconcierto por el espinazo. Intentó justificarse.
– Anoche le dejé mi gabardina. Me pareció verla entrar en esta casa… Es una joven como de dieciocho años. Con los ojos azules, azules claros.
Sin lugar a dudas, la vieja tenía miedo. Se levantó y empezó a retroceder mirando con aturrullamiento a Arturo. Este se incorporó sin tenerlas todas consigo. Por lo visto la desconfianza era mutua. La vieja tropezó con la pared y llevó su brazo hacia una consola. El muchacho siguió instintivamente la trayectoria de la mano, que no buscaba sino apoyo; al lado de donde se detuvo temblorosa, las venas azules muy salientes en la carne traslúcida y manchada de ocre -recordando que el orín no es sólo signo de hierro carcomido sino de la vejez- vio un marco de plata repujada y en él a Susana, sonriendo.
La anciana se deslizaba ahora hacia la puerta de un pasillo, apoyándose en la pared, sin darse cuenta de que empujaba con su hombro una litografía ovalada en un marco de ébano negro que, muy ladeada, acabó por caerse. Del ruido y del susto anterior la vieja se deslizó, medio desvanecida, en una silla de reps rojo oscuro. Arturo adelantó a ofrecerse en lo que pudiera. En su atolondramiento había más asombro que otra cosa. Sin embargo, pensó: “¿Le habrá pasado algo a mi gabardina?” La viejecilla le miró adelantarse con pavor; parecía dispuesta a gritar pero el hálito se le fue en un ayear temblequeante.
– ¿Qué le sucede, señora? ¿Le puedo ayudar en algo?
Arturo volteó ligeramente la cara hacia la fotografía, la vieja siguió su mirada.
– ¿Ella?
– Sí.
– Es mi sobrina Susana. -Hizo una pausa, luego, mucho más bajo, añadió-: Murió hace cinco años.
A Arturo se le erizaron los pelos. No porque creyese lo que acababa de decirle la anciana, sino porque supuso que estaba loca, y no había vestigio de otra vida en la casa. Solo el ruido de la lluvia.
– ¿No me cree?
– Sí, señora. Pero yo juraría…
Ambos se miraron demudados.
– Estuvimos en un baile.
La frase hirió de lleno la cara de la anciana. Se le sacudieron todas sus finas arrugas.
– Su padre no la dejó ir nunca. Él está en América. ¡Que Dios le perdone…! ¿Usted no me cree?
– Si, señora.
De pronto, el tono de voz de aquella mujer diminuta calmó a Arturo. “Seguramente no es peligrosa -pensó-, lo único que importa es llevarle la corriente.”
– Si usted quiere podemos ir al cementerio y verá su nicho.
– Si, señora.
– Me pongo la manteleta. Es cuestión de un minuto…
Arturo se quedó solo. El miedo le empujó: de puntillas se fue hacia la puerta. Pero el cuidado le hizo perder tiempo. No llegaba aún al umbral cuando la viejecilla estaba ya de vuelta.
Salieron. Había dejado de llover, la noche estaba clara entre nubes que huían. Subiendo alcor arriba hasta llegar a la explanada donde estaba el camposanto, los pies se les pusieron pesados del lodo. El viento había amainado, el frescor de la tierra lo rejuvenecía todo. Llamaron en vano. Por lo visto el guardián había salido o se había dormido profundamente. Arturo porfió en volver: la creía bajo su palabra. (Debía de ser muy tarde. Su madre le estaría esperando.) Iban a marcharse cuando la viejecilla hizo un último intento y se dio cuenta de que la verja sólo estaba entornada. Como era de esperar, los goznes chirriaron deteniéndoles, por si acaso, sin saber por qué. Entraron. No había luna, pero la luz de las estrellas empezaba a ser suficiente para discernir las sendas y los cipreses. Los charcos brillaban. Las ranas. Avanzaron sin titubeos hasta llegar ante una larga pared. Los nichos recortaban sus medios puntos de más sombra.
– ¿Tiene usted una cerilla?
Arturo tentó su bolsillo, sacó su fosforera, rascó el mixto, y a la luz vacilante, que adquirió en la oscuridad una proporción desmesurada, pudo leer, tras un cristal:
Aquí descansa Susana Cerralbo y Muñoz.
Falleció a los dieciocho años.
El 28 de febrero de 1897.
Entre el mármol y el vidrio, en un marco idéntico al de la sala, sonreía Susana.
Arturo dejó caer lentamente el brazo que sostenía el fósforo, el cabo encendido cayó en tierra. Lo siguió mecánicamente con la vista, al llegar al suelo descubrió, seca y plegada con cuidado, su gabardina. La recogió. Miró boquiabierto y desorbitado a la vieja. Desde lo lejos se acercaba una luz. Era el sepulturero.
– ¿Qué buscan? ¿No saben que a estas horas está prohibido andar por aquí?
Tras la tapia, pasando, una voz moza cantaba:
Rascayú, cuando mueras: ¿qué harás tú?
Tú serás un cadáver nada más.
Rascayú, cuando mueras: ¿qué harás tú?
Arturo echó a correr. Luego, como siempre, pasaron los años. (Con mudos pasos el silencio corre, como dijo Lope.)
El joven, que pronto dejó de serlo, se hizo muy amigo de la viejecilla. En su casa, mientras las tardes se iban a rastras, cojeando, hablaban interminablemente de Susana. Murió hace poco, soltero, virgen y pobre. Lo enterraron en el nicho vecino del de la muchachita sin que nadie lograra explicarse su intransigente deseo. La vieja desapareció, no sé cómo; la casa fue derruida.
La gabardina pasó de mano en mano sin deteriorarse. Era una de esas prendas que heredan los hijos o los hermanos menores, no cuando les quedan pequeñas a los afortunados o crecidos, sino porque no le sientan bien a nadie. Corrió mundo: el Rastro en Madrid, los Encantes de Barcelona, el Mercado de las Pulgas en París, estuvo en la tienda de un ropavejero, en Londres. Acabo de verla, ya confeccionada para niño, en la Lagunilla, en México, que los trajes crecen y maduran al revés.
La compró un hombre triste para una niña blanca y ojerosa que no le soltaba la mano.
– ¡Qué bien le sienta!
La niña pareció feliz. No se hagan ilusiones: se llama Lupe.