Catorce años tenía yo cuando el incidente que acabo de referir. Catorce sin que lo pueda olvidar, ¿pues qué esclavo olvida el día de su liberación? Papi en cambio en sesenta no se pudo liberar: hoy está en el cielo y no lo volveré a ver pues los hombres libres caemos en plomada a los infiernos. ¿Y la Loca cuando se muera, adónde irá? ¿Al cielo? Entonces para papi el cielo se convertirá en un infierno. ¿Al infierno? Entonces, señor Satanás, hágame el favor de darme de alta que me voy p'al cielo porque un infierno al cuadrado no me lo aguanto yo.
Papi fue convertido en cómplice de esta insania perpetuadora porque la nuestra es una especie bisexual. Si no, la Loca habría sido una fábrica partenogénica.
Inactivada por la edad la máquina reproductora, para llamar la atención y que se ocuparan de ella la Loca se entregó a las enfermedades y a los médicos. ¡Y a hacerse operar! De un tobillo, de una rodilla, del otro, de la otra, del apéndice, las amígdalas, el útero, la cervix, la próstata, tuviera o no tuviera, de lo que fuera. Que las amígdalas, decía, no sirven y que lo que no sirve estorba, que hay que sacarlas. Y a sacarlas. Y que el apéndice idem, igual. E idem, igual.
– Y si de paso, doctor, me puede cortar un tramo del intestino grueso o del delgado, mejor, así le rebajamos las posibilidades de cáncer.
Veinticinco operaciones le conté antes de perder la cuenta. Batió en operaciones su marca en hijos. Al dentista le hizo ver su suerte, al psiquiatra lo dejó de psiquiatra, y al cardiólogo le contagió las palpitaciones. Yo odio a los médicos, pero como para mandarles una alhajita de éstas, tanto no. Que hágame, doctor, otro electrocardiograma para confirmar.
– ¿Y este piquito qué es?
– La onda Q.
– Ah… No se ve como bien.
Tomaba Artensol para bajarse la presión, pero como el Artensol le bajaba también el potasio, entonces se subía el potasio con jugo de naranja y bananos.
– Ya que vas p'abajo, hacéme en la cocina un juguito de naranja con banano picado -le mandaba al que tuviera a la mano.
Y cuando uno subía con el juguito:
– Ponéle menos azúcar que estoy diabética.
Y a bajar y a volver a subir con otro jugo con menos azúcar para la diabética.
– Quedó muy simple. ¡Eh, ustedes si no sirven ni para hacer un jugo de naranja! Yo no sé qué van a hacer cuando me muera.
Amenazas que eran promesas que no cumplía. ¡Qué se iba a morir! Un día empezó a ver caras y nos sentenció:
– Me les voy a tirar por el balcón.
– Que se tire -le decía yo a papi que sufría y sufría sin saber qué hacer con su alma-. Y no la vayas a agarrar: cae parada.
¡Que se iba a tirar! seguía viendo caras.
– ¿Y cómo son las caras? -le preguntaba yo, su amante hijo.
– Espantosas, horribles.
Eso era lo que contestaba como si tuviera enfrente un espejo.
– No las mirés.
Que las veía cuando cerraba los ojos.
– No los cerrés.
Que le hacían daño la luz, los reflejos.
– Mediocerrálos entonces, y así no ves tanta luz que te moleste ni tanta cara que te asuste. Ves medias caras. Y una medía cara no es una cara, es un cuadro de Picasso, que ya murió y no te puede hacer daño.
– Apagá esa luz que me estoy asando.
– Alargá la mano y apagála vos, que no sos manca. Entonces estallaba en una explosión de odio, y en cumplimiento de lo único que sabía hacer, mandar, me mandaba a la puta mierda. Sólo abría la boca para mandar, pero la mantenía abierta. ¡Pobres cuerdas vocales las suyas, qué agotamiento! Por ese solo concepto de ese solo agotamiento de sus solas cuerdas vocales se nos iba a ir al cielo. Por lo pronto que me iba a desheredar.
– La ley colombiana te lo prohíbe. Aquí los padres les heredan forzosamente a los hijos todo, quieran o no quieran: los genes y demás cachivaches viejos como el piano, el órgano y el televisor que te voy a quebrar en pedacitos no bien te murás y te los voy a echar junto con el alud de tierra sobre tu ataúd para rellenarte hasta el tope del cogote tu tumba.
Revolcándose en sus aros de odio la culebra, lanzando por los ojos fuego que sin embargo no me podía alcanzar, se debatía en su rabia impotente la Loca entre hijueputazos y maldiciones que me hacían recordar a su furibundo sobrino Gonzalito, la Mayiya. ¿Y si le dijéramos la palabra mágica para probar?
– ¿Mayiyita? -aventuraba yo suavecito.
El pecho le subía y le bajaba al ritmo de sus palpitaciones como una mar enfurecida en marejadas convulsas. Y el corazón como un motor fallando, a punto de pararse, de eyacular. Yo a mi vez me convulsionaba de risa. ¡Lo que pueden las palabras, la sola palabra «Mayiya»! ¡Quién lo iba a decir! Tomen nota los lingüistas.
¡Lo que hizo sufrir a papi en sus últimos, putos años, esta Loca antes de que lo matara! Porque ella fue la que lo mató, no el cáncer del hígado como diagnosticaron los médicos. El cáncer le mató el cuerpo, ella el alma. Bien dijo el borracho que bajó por el Camellón de San Juan una noche gritando, enarbolando una botellita de aguardiente semivacía:
– ¡Abajo mi puta mujer y mis hijos! ¡Vivan los maricas!
Nadie entre los seis mil millones de la perversa especie Homo sapiens que hoy habitan la Tierra estaba tan obligado para conmigo como ella. Pero ella pensaba que era al revés, que el obligado era yo, su sirvienta. ¡Qué forma tan su¡ géneris de pensar! Inmenso error, señora, garrafal error que ya corregiremos pronto cuando tomemos las medidas drásticas que el caso amerita: como un juguito de naranja con banano espolvoreado con azúcar, con amor, con devoción, con alma y una pizca de cianuro eficaz. Mientras tanto, mientras se nos llega el día de la apoteosis de los justos, propongo eliminar el día de la madre y establecer el día del hijo. Otra cosa sería seguir pisoteando a las victimas para ensalzar a los victimarios.
– ¡Me estoy muriendo! ¡Llamen a una ambulancia que me voy p'al hospital! -decía, urgía.
Y al hospital a pasarse una temporadita de comida simple, sin sal, que nos cobraban como caviar del Báltico.
– Su mamá -nos pronosticaba un cabrón médico de la Clínica Soma para podernos seguir aumentando la kilométrica cuenta- se va a tirar por el balcón. Hay que mantenerla hospitalizada bajo vigilancia médica.
– Doctor, ella se tira por el balcón si está aquí, en esta casa que tiene balcón. Pero si está en el hospital se tira por un décimo piso. ¿Usted qué prefiere?
Él prefería el hospital y yo también. ¡Que se tire desde el décimo piso!
– Pero si no se tira, doctor, le advierto, la cuenta la paga usted. No nos vamos a acabar de gastar en otra semanita de hospital inútilmente la herencia de veinticinco hijos y doscientos cincuenta nietos más bisnietos.
Esta mujer que parecía zafada, tocada del coconut como si tuviera el cerebro más desajustado que los tobillos, en realidad estaba poseída por la maldad de un demonio que sólo existe en Colombia puesto que sólo en Colombia hemos sido capaces de nombrarlo: la hijueputez. Pero en nombrarlo nos quedamos, como cuando los ratones descubrieron que la solución era un cascabel para ponérselo al gato. ¿Y quién le pone el cascabel al gato? Entre los treintinosecuantos millones de colombomarcianos el único que reza en lo más profundo de su corazón para que Colombia jamás gane el mundial de fútbol y desaparezca se lo pone: se lo pongo yo. Yo se lo pongo, y antes lo unto con cianuro por si la bestia lo lame.
Tanto fue el cántaro al agua que al fin se rompió y la Loca parió un engendro: el Gran Güevón que tenemos ahora crecidito, de la edad de Cristo, con su misma barba y en su plenitud Rendón, poniendo sambas que atruenan el jardín, que ahuyentan a los pájaros y me impiden oír llegar la Muerte.
– O este hijueputa apaga esas sambas o lo mato o me mata o me mato yo.
– No le hagás caso -me respondía Darío más enmarihuanado que nunca.
– Yo no soy el que le hace caso, son mis oídos.
Entregada con vesania a la reproducción, la Loca no entendió nunca que el espacio es finito, y que del mismo modo que no se pueden meter indefinidamente trastos en un desván o sardinas en una lata, as¡ tampoco se pueden meter hijos en una casa. Lo único que le hicieron a la nuestra del barrio de Laureles fue aumentarle en la parte de atrás, quitándole terreno al jardín, dos cuartos y un estudio en medio separándolos. A los trancazos, como los hicieron, se los describo: el cuarto del fondo, donde murió Darío, con un baño estrecho y levantado un escalón como el baño de su apartamento en Bogotá; y el otro, donde me moría yo, con otro baño estrecho pero a ras del suelo. ¿Por qué este maestro de obras chambón cuñado de papi, Alfonso de apellido García pero imbécil como un Rendón, hizo los dos baños tan estrechos habiendo suficiente terreno, y el uno a ras del suelo y el otro levantado? Habrá que írselo a preguntar a los infiernos. As¡ los hizo y así se quedaron sin que nadie interviniera porque papi (el de la idea de agrandar la casa) andaba ocupadísimo en Bogotá manejando los sutiles hilos, tela de araña pegajosa, de la economía de su país marciano.
En el cuarto de Darío había una cama, un closet y un escritorio: el closet lleno de la ropa de Carlos, el quinto hijo, mi cuarto hermano, que vivía perdido en las montañas con un amor del sexo fuerte; y el escritorio atestado de remedios, los costosos remedios para el sida que si sirven, pero para salvar del hambre a los sidólogos. Y en el cuarto mío una cama escueta y basta, eso era todo. De la biblioteca traje el sillón de la abuela (el sillón donde se sentó la abuela en sus últimos años a morir) y una silla para poner mi ropa. En cuanto al estudio de en medio, nada, vacío como mi alma.
¡Qué! ¿Así de pobres son ustedes que no tienen muebles? No, es que somos ascéticos. Es más, desde hace años no comemos, y la ropa que lava una lavadora la plancha el viento que la seca. La loza se quedaba sin lavar días y días porque la Loca la iba acumulando para economizar agua y electricidad hasta que se le llenaba un enorme lavaplatos automático que sólo entonces prendía. ¿Y por qué tanta loza sucia si no comían? He ahí una aparente contradicción: es que la Loca era especialista en ensuciar loza aun sin comer. Tal era su vocación de caos.
– Te van a comer los gusanos de Dios.
¿Qué?, ¿Cuando nos muramos? -le preguntaba yo cuando todavía le hablaba, debilitado como un faquir o como una entelequia sidosa.
Somos como quien dice precursores en Medellín y en Colombia de la ropa sin planchar y del hambre universal. Algún día nos darán un diploma.