Pero no se estaba haciendo: simplemente el citomegalovirus le había borrado el caset.
Pasado el parto, la gran matrona se instalaba cuarenta días en reposo entre sábanas blancas a mandar. Que tráiganme esto, lo otro, lo otro. Que llévense ese café con leche que está frió y me lo calientan.
– ¡Eh, carajo, ustedes si no sirven ni pa calentar un café! Me lo trajeron hirviendo. ¿Qué van a hacer sin mí cuando me muera?
No se moría. Pasaban los cuarenta días del reposo y otra vez vivita a tierra a revolver, a amontonar, a desamontonar, a desbarajustar, a desparramar, a desorganizar, a patasarribiar, a desordenar lo que entre todos habíamos ordenado en la tregua que nos dio el simún. Inútil todo intento de orden ante tan decidida vocación de caos.
Y salida de un parto se apuntaba ipso facto para otro. Entonces tomó la costumbre de irse a misa embarazada caminando desde la casa de la calle del Perú donde nacimos sus primeros veinte vástagos, hasta la iglesia salesiana del Sufragio donde nos bautizaron, a cuatro cuadras, exhibiendo a los cuatro vientos y por las cuatro cuadras su barriga impúdica. ¡Las vergüenzas que me hacía pasar! Una mujer preñada es un foco de alerta pública, un bochorno familiar. La gente la ve y piensa: «Se la metieron». Y si no, ¿de dónde resultó ese globo inflado con dos patas poniendo cara de Gioconda? No se me vayan a ir de este mundo sin antes torcerle el pescuezo a alguna.
Entamborada siempre, llueva que truene, truene que diluvie, a perpetuidad, la desvergüenza de esa barriga loca sólo tenía un punto posible de comparación: su lengua soez que hijueputiaba a marido, hijos, vecinos, policías, curas, lo que se le atravesara:
– Si no me das de comulgar ya, en el acto, me voy -amenazaba la multípara-. Tengo quince hijos y no me puedo soplar una misa entera, ¿o es que crees que me sobra el tiempo como a vos? Primero la obligación que la devoción, cura hijueputa.
Eran las culebras, ranas, sapos que tenía adentro revolviéndosele con el nuevo hijo que venía en camino. Que dizque ella podía ser lo que quisieran, menos puta. Y ése era su gran orgullo. Las putas, muy señor mío, mientras no paran para mí son damas de mi más alta consideración. Desde aquí les mando a todas mis respetos.
La parturienta profesional, la bestia proliferante, la Mona Lisa plácida con la inteligencia de un pájaro y la placenta de un mamífero, iba pariendo alegremente hijos como San Pedro llueve y truena cuando se desfonda el cielo. He de vivir, lo juro, hasta escribirme una monografía sobre este espécimen de la fauna humana para el Zoological Journal. O si se me dan las luces y se me enciende el foco, un Tratado de la Maldad Pura dedicado, in memoriam, a Tomás de Aquino y Duns Scotto, teólogos.
Esa foto de esos niños y ese sueño de ese río resumen con la verdad profunda de lo que decanta el tiempo mi relación con Darío. De niños, cuando éramos él y yo solos y aún no nacían los otros, nos unió el cariño. Después el genio disociador de la Loca nos separó. Después la vida nos volvió a juntar, con sus muchachos. Y juntos seguimos hasta el final en que nos acogió en su asilo de ancianos la que empieza por eme.
A él en Medellín, en la casa de Laureles, atiborrado de morfina. A mí unas horas después, en mi apartamento de México, cuando me dieron la noticia por teléfono. Me encontraron con el aparato en la mano, azuloso, translúcido, rígido, cual un San José estofado tallado en madera. Como no alcancé a colgar, la llamada desde Medellín le costó a Carlos, que fue el que la hizo, lo que valía esa casa. Bueno, dicen, yo no sé, ni me importa. A los muertos nos importa un pito lo que cuestan o no cuestan las casas.
Vinieron los de la funeraria, colgaron el teléfono, y tras de envolverme en una sábana y montarme en una camilla me sacaron los originales con los pies por delante. Al de la Procu (la Procuraduría venal mexicana) hubo que darle mordida para que me dejara cremar. ¿Que por qué, si eso era lo que quería, no lo había hecho constar por escrito ante un notario? Que para eso estaban.
Se le acallaron sus reparos al mendigo con unos pesos. Y en el Panteón Civil de Dolores, sito en la segunda sección del Bosque de Chapultepec de esta inefable Ciudad de los Palacios, bajo un cielo de smog me cremaron. Entré al horno desnudo, avanzando sobre una banda mecánica. Y no bien transpuse la boca ardiente del monstruo, umbral de la eternidad, estallé en fuegos de artificio. En la más espléndida explosión de chispas verdes, rojas, violáceas, amarillas. ¡Tas, tas, tas, viva la fiesta, qué hijueputa! Me sentí una pila de Bengala de esas que quemábamos en navidad en Antioquia.
Jamás sospeché que una poesía tan luminosa se me albergara en las tripas. Y aunque mi deseo era acabar en las de los gallinazos para alzar con ellos el vuelo, no se me dio. Aquí no hay gallinazos. Aquí lo que hay son priístas: aves carroñeras que se arropan con la bandera tricolor y se alimentan de los despojos de México.
Arrepiéntome, Señor, de todo lo dicho y hecho. De las ilusiones que alimenté, de los sueños que soñé, de los muchachos con que me acosté, y ni se diga de los con que no me acosté porque no alcancé, pues el pecado mayor del cristiano es el no cometido.
A Lucio Domizio Enobarbo, Nerón, protector de Séneca y Petronio, amante de la gramática y la retórica como yo, impulsor de una muy sabía reforma fiscal y calumniado durante dos mil años por el cristianismo difamador, le dedico las páginas que siguen de este deshilvanado recuento de verdades.
Tras la semana de tregua que nos dio la Muerte la sulfaguanidina dejó de funcionar y la diarrea le volvió a Darío, esta vez para siempre, indetenible, imparable. O los médicos nos echaron la sal, o algo había en mi hermano que lo hacía diferente a las vacas.
Y para colmo, con determinación repentina decidió no volver a fumar marihuana. Y que si no comía por no fumar y se moría por no comer, que se muriera, pero que él se quería morir en sano juicio, lúcido, con la cabeza despejada.
– ¿Y para qué, por Dios, hermano, a estas alturas? ¿Vas a descubrir que está mal formulada la ley de la gravedad? Si está, y qué, ¡si vamos barranca abajo de culos, en caída libre, rumbo a los infiernos! Fumá. Fumáte este cigarrillito que te hace bien.
Y me ponía a enrollarle un «vareto» con una torpeza de neófito.
En eso estaba cuando vinieron con la noticia de que acababan de matar a mi concuñada Marta. A Marta Garzón que hizo el bien, la caridad, y que luchó por la reivindicación de la pobrería en ese pueblo de pobres e hijueputas de Envigado, Colombia la generosa, que se tarda pero que a la postre muestra siempre su lado bueno, la condecoró: con una bala. Se la pegó por mano de un sicario.
– ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
A las siete de la mañana cuando salía de su casa con su hijita a llevarla a la escuela, de un balazo. Uno solo, aquí, en la sien derecha, sin derecho a apelaciones.
Luego llegó Manuel con sus dos niñitas de su primer matrimonio y otra noticia: que Raquelita, la menor, de seis años -brusca y rabiosa y voluntariosa como un Rendón y móvil como una veleta enchufada en el culo-, acababa de matar a un perrito.
– ¡Pero cómo -exclamé indignado.
Si. Lo había abrazado con tal fuerza que lo ahogó. ¡Lo asfixió de amor!
– Si a esta niña no le falla el desván de arriba, la calamorra -le diagnostiqué a Manuel-, pinta para bombero o lesbiana. Pero no te preocupés, hermano, que si te sale bombero, pa que apague incendios; y si te sale lesbiana, mejor, en este país lo que sobran son paridoras. Hay veinticinco millones. Mas tus tres mujeres.
Y en mi interior acongojado me consolaba de la muerte del perrito diciéndome que ya no habría de sufrir más, que se había librado del peso de la existencia.
– ¡Ah! Y por favor no se lo cuenten a Aníbal ni a Nora porque sufren -les encargué-. Díganles que el perrito está bien, muy bonito, engordando. No hay para qué hacer sufrir innecesariamente a los demás.
– Yo nunca digo mentiras, tío -replicó de inmediato Raquelita-. El perrito si se murió. Y si sufrió. Pero se fue pa'l cielo.
Y como se percatara la hijueputica, la asesina, la cínica, de que yo estaba armando un «vareto»:
– ¿Otra vez van a fumar marihuana? -preguntó, con un tonito que no se sabía si era de interrogación o de exclamación, de chantaje o de reproche, de curiosidad o burla.
– Si, Raquelita -le explicó amorosamente su papá, el que la engendró-. Es que el tío Darío la necesita para que le den ganas de comer.
– ¿Y por qué el tío no quiere comer? ¿Y por qué está tan feo y tan flaco y con esas manchas tan horrorosas? ¿Es que se va a morir?
Se soltó por fortuna un aguacero, un chaparrón de esos de allá, inopinados, que se nos vienen encima de sopetón como un sicario. ¡Y a correr a quitar la hamaca y a desmantelar la tienda de sábanas! Un rayo voló el transformador de la esquina y nos dejó dos días sin electricidad ni para calentar un café. Total, si ni café había en esa casa… Las cucarachas se desprendían de las paredes aniquiladas por la inanición; como rociadas con Flit, pero no: era física hambre. Caían las pobrecitas patasarriba y sus almitas viscosas dejaban este valle de lágrimas.
Las manchas que dijo el angelito eran el sarcoma de Kaposi, que tras de haberle invadido el cuerpo a Darío ahora le invadía la cara.
Minutos después escampó y el sol se dio a sorberse los charcos del jardín, a beber agua sucia. Indecisos como gallina timorata que da un pasito, otro, otro entrando en casa ajena, chorreaban los últimos goterones de la lluvia de las ramas del mango y el ciruelo. ¿Caigo, o no caigo? ¿Caigo o no caigo?
Cuando armaba la tienda de sábanas y reinstalaba a mi hermano en su hamaca, me puse a recordar a Tales, a Anaximandro, a Zenón, a Heráclito, a Demócrito, olvidados amigos de una olvidada Facultad de Filosofía y Letras de mi lejana juventud, y a preguntarme por la realidad de la realidad y si de veras Darío y yo estábamos vivos o éramos el espejismo de un charco. Un vaho denso ascendía del empedrado del jardín, la respiración de las piedras. Entonces, haciéndole eco el espejismo de adentro al espejismo de afuera, creí entender algo que otros antes de mí también creyeron que habían entendido, en Mileto, en Elea, en Éfeso, en Abdera: los que digo, hace milenios. Nada tiene realidad propia, todo es delirio, quimera: el viento que sopla, la lluvia que cae, el hombre que piensa. Esa mañana en el jardín mojado que secaba el sol, sentí con la más absoluta claridad, en su más vívida verdad, el engaño. Mientras Darío se moría el vaho ascendía de las piedras, vacuo, falaz, embustero, y en su ascenso hacía el sol mentiroso se iba negando a sí mismo como cualquier pensamiento.