– ¡Qué hubo, hermano! -lo saludé.
– ¡Qué hubo, hermano! -me saludó.
Con un gesto le pregunté por él, y con otro me contestó que ya no había nada que hacer.
– Andate a dormir -le dije-, que yo me quedo acompañándolo.
Cuando Carlos salió del cuarto me acerqué a la cama, me senté a su lado y me incliné sobre él: sus ojos suplicantes se cruzaron con los míos por última vez. ¿Qué me quería decir? ¿Que lo ayudara a vivir? ¿O que lo ayudara a morir? A vivir, por supuesto, él nunca quiso morirse. Desvié mis ojos de los suyos a la botella de suero: lentamente iban cayendo las goticas indecisas, silenciosas, por el tubo transparente de plástico. Una, otra, otra, contando el final del tiempo.
– Si supieras lo que te quiero. No te lo había dicho antes porque no hubo ocasión. Y porque además para qué, para qué decir lo obvio… Vas a ver que vas a salir de ésta y te vas a aliviar y vas a llegar al año 2000 a celebrar con nosotros el nuevo milenio en La Cascada. ¿Y sabés cómo? ¡Con un garrafón de aguardiente, y una lluvia de estrellitas fugaces en el cielo de la noche inmensa! Te lo digo yo que soy brujo y sé más que los médicos. No hay que hacerles caso a estos farsantes.
Me levanté de la cama y me dirigí a un rincón del cuarto donde no me pudiera ver. Allí saqué la jeringa del bolsillo y le quité el protector a la aguja. Luego regresé a su lado y a la botella de suero: sus ojos vidriosos, perdidos, miraban al techo. Entonces hundí la aguja en el tubo de plástico, presioné el émbolo, y con la última gotica de suero que caía empezó a entrar el Eutanal.
– ¡Ay! -exclamó.
No había transcurrido ni un segundo, ni entrado un mililitro siquiera de Eutanal al torrente de la sangre. Fue fulminante. Así había pasado con el perro. Lo miré cuando sus ojos se inmovilizaban en el vacío. El Tiempo, lacayo de la Muerte, se detuvo: papi había dejado el horror de la vida y había entrado en el horror de la muerte. Había vuelto a la nada, de la que nunca debió haber salido. En ese instante comprendí para qué, sin él saberlo, me había impuesto la vida, para qué había nacido y vivido yo: para ayudarlo a morir. Mi vida entera se agotaba en eso.
Con sus mullidos, aterciopelados pasos de silencio, sin levantar el polvo que la desidia de la Loca había dejado acumular, había entrado pues a mi casa, una vez más, la temida Muerte, mi amada Muerte, mi esperada Muerte, mi señora.
– Bueno, papi, este negocio se acabó. Ya no vas a sufrir más, vete tranquilo, y no te preocupés por esta casa que ya sé quién la va a barrer en adelante. ¡El puto viento!
Mientras me guardaba en el bolsillo la jeringa casi llena de Eutanal oí tronando en el cielo el motor de una avioneta, de esas que seguían aterrizando en el viejo campo de aviación donde un día, antes de que yo naciera, se mató Gardel.
– ¡Cuántos aviones no estarán en estos instantes surcando en este mundo el cielo! -pensé. Y cuántos hombres y animales no estarán naciendo. O muriendo. ¿Y total para qué? ¿Para qué tanto ajetreo, como diría la abuela? ¿Para cumplir el plan de Dios? Si, abuela, para eso, para cumplir el plan del Monstruo.
Cuando salía del cuarto entraba el Gran Güevón. Ni lo miré.
– Hombre, papi -le dije al que ya no oía-: la máxima cagada que hiciste en esta vida fue engendrar a este hijueputa.
Tras el Gran Güevón entró al cuarto la Loca que lo parió. Y tras ella, en la hora que siguió, fueron llegando los otros -hijos, yernos, nueras, nietos-, a darse cuenta de lo irremediable, que se nos había acabado de derrumbar la casa y que ya no había salvación.
Volví a mi cuarto y en el lavamanos del baño vacié la jeringa. ¡Qué despilfarro! Se fue por el caño suficiente Eutanal como para despachar al otro toldo a toda Colombia. ¿Y por qué antes no me inyecté un poquito, lo que alcanzara a entrar?
– ¡Para qué! -me dije bajando la empinada escalera de atrás rumbo al bote de la basura. Si no me mato un día, bajando, esta escalera, me mata saliendo de esta casa un sicario.
¿Y por qué un sicario? Sicario es el que mata por cuenta ajena, por encargo. ¿Es que no me puede matar algún cristiano motu proprio, de su libre y soberana voluntad? ¡Pero claro! Lo que pasa es que en la inmensa confusión de las cosas que se había apoderado de ese país adorable habíamos acabado por llamar sicario a cualquier asesino. Cuestión de semántica. Ya no distinguíamos al que fue contratado del que no. ¡Como todos se nos iban impunes! El caos produce más caos. Y me ponen, señores físicos, esta ley como ley suprema, por encima de las de la creación del mundo y la termodinámica, porque todas, humildemente, provienen de ella. El orden es un espejismo del caos. Y no hay forma de no nacer, de impedir la vida, que puesto que se dio es tan irremediable como la muerte. Punto y basta. Dixit.
Y se equivoca el que crea que sigue viviendo en los hijos y que se realiza en ellos. ¡Ay, «se realiza»! ¡Tan ocurrentes en el lenguaje! ¡Qué se van a realizar, pendejos! Nadie se realiza en nadie y no hay más vida ni más muerte que las propias. De niño uno cree que el mundo es de uno; viviendo aprende que no. Los jóvenes tratando de desbancar a los viejos, y los viejos pugnando por no dejarse desbancar. A eso se reduce este negocio.
En el bote de la basura tiré el frasco de Eutanal vacío y la jeringa. Un olor a naranjas podridas, a felicidad fermentada, ascendió del bote cuando lo abrí. La vida seguía pues su curso y el sol girando en torno de la tierra, subiendo, cayendo, subiendo, cayendo, trazando día tras día el mismo arco manido en el cielo como con un compás. ¡Ay, tan original!
Al volver a la biblioteca me tropecé con las niñas de Manuel y los niños de Gloria, que salían del cuarto de papi llorando.
– ¡Qué! ¿Se embobaron? -les reproché-. ¡Nada de llorar! ¿No ven que el abuelito ya descansó? ¡De ustedes!
Y los mandé a jugar al patio. Qué ingenuo papi creer que iba a seguir viviendo en mí. Eso era como embarcar un tesoro para salvarlo en un barco que se estaba hundiendo.
Por la escalera principal, etéreo, translúcido, como una aparición, subía Darío flotando en una nube de marihuana. Lo vi, me vio, y no nos dijimos nada. Desde que volvió a tomar le había retirado la palabra a ese irresponsable. Si se quería matar, allá él, que se matara. Gente es lo que sobra en este mundo. Tímidamente pasó al cuarto de papi, como si fuera un extraño que no estuviera invitado. Yo me quedé en la biblioteca frente a ese cuarto viendo entrar y salir gente: hermanos, hermanas, sobrinos, sobrinas, cuñados, cuñadas. Carlos llamaba en esos momentos a la funeraria. Poco después llegó un médico a firmar el certificado de defunción. Causa de la muerte: hepatoma. Exacto, hepatoma, que dicho en lenguaje llano es cáncer del hígado, que dicho en cristiano es muerte.
Colombia por lo menos poco más jodía con los trámites de los entierros. En eso la Ley allá era bastante comprensiva, humana. Si no dejaba vivir, al menos dejaba morir. Por lo demás, donde a las ratas del Congreso colombiano les diera por regular también los entierros, ésta es la hora en que no tendríamos menos de cinco millones de cadáveres insepultos, apilándose en diferentes grados de descomposición en las casas: unos más podridos que otros. ¡Qué tentación para los gallinazos! ¡Pobres! Como si a mí me pusieran un colegio de muchachitos en pelota enfrente y no los pudiera ni tocar.
En México joden más, allá tienes que dar mordida (o sea soborno, coima) para que te dejen enterrar al papá. Y tienes que comprar ataúd así lo pienses cremar. Meten al muerto en el ataúd, y al ratito lo sacan para cremarlo en pelota. ¿Y el ataúd? ¿Qué pasa con el ataúd? Hombre, si no te lo quieres llevar a tu casa para usarlo como cama, lo donas para los pobres y se lo dejas a la funeraria. La cual, no bien sales con el rabo entre las patas, se lo vende como nuevo al próximo muerto que llega. ¿Y los pobres? Que coman mierda los pobres, que los entierre su madre. ¿Y el gobierno? ¿No interviene en semejante abuso el gobierno? ¡Claro que interviene! Manda a un funcionario a que vigile a la funeraria, y el funcionario le saca mordida a la funeraria. Para nacer y morir, para comer y cagar el ciudadano en México tendrá siempre enfrente a un funcionario extendiendo la mano. O a un policía. Pero el país funciona bien. Con mordida todo fluye: el tráfico de los carros, la venta de electrodomésticos, la circulación de la sangre, las putas del presidente, los pasaportes de los que viajan, los entierros de los que se van… La mordida es un invento genial. Como la rueda.
Y donde también es otra dicha morirse es en Cuba, donde uno tiene el entierrito asegurado. El que se quede en Cuba tenga por seguro que lo entierra Fidel: con plata de los gusanos de Miami. ¿Y a mi? ¿A mí quién va a enterrar? ¡Será este Papa! Que en adelante pondré con minúscula porque la mayúscula le queda muy fundillona a semejante follón.
Saliendo el médico entraron los de la funeraria y pasaron al cuarto de papi. ¿Tenía los ojos abiertos? No sé. ¿La rigidez ya lo había invadido? No sé. ¿Todavía estaba en piyama? No sé. Sé que los de la funeraria le preguntaron a Carlos si papi tenía algo de valor encima, y que Carlos les contestó:
– Lo único de valor es él.
Lo subieron a la camilla, lo taparon con una sábana, salieron a la biblioteca y por entre nosotros tomaron con él hacía la escalera.
Cabizbajo, como disculpándose por existir, Darío se hizo a un lado para que pasaran. Nunca lo sentí más perdido en esta vida ni más cerca de mi desastre. Su desconcierto se sumaba al mío, su fracaso al mío. Por lo menos papi se había muerto sin saber que él estaba contagiado de sida…
– ¡Y qué si hubiera sabido! -le contesté leyéndole el pensamiento-. Él te contagió el sida de esta vida.
Envolviendo con su manto las altas paredes de la biblioteca, la Muerte se reía desde el techo.
Eliminé el techo, eliminé las paredes, eliminé el suelo y quedé suspendido en la nada infinita y oscura mirando las estrellitas de Dios. El sur estaba abajo, a mis pies; el norte arriba, sobre mi cabeza; el occidente a mi izquierda, del lado de mi corazón; y el oriente por contraposición al occidente, a mi derecha. Girándome en el vacío me puse de cabeza y quedó patasarriba la eternidad del Altísimo. No hay más punto de referencia en el espacio que yo. Y un cuarto es un cubo lleno de aire y varios cubos una casa.
Bajé con Carlos tras los camilleros. Arriba de la escalera, por la que nunca bajaba para no tener que subir después, miraba la Loca irse, para siempre, a su sirvienta.