Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– De nada te estás perdiendo, papi, si te morís ahora -le dije-. Esto es la ignominia renovada.

Bajé la escalera, abrí el portón, y dando un portazo de puta madre que hizo cimbrar la casa y le bajó sus putos humos a la Muerte salí a la calle. ¡Protagonismos a mí, en un libro mío, cabrones!

Iba el bus atestado de gentuza, que es lo que produce hoy día esta mala raza paridora. ¡Qué! ¿Cuántos hay que contar en la monstruoteca para encontrar una belleza? ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Cien mil adefesios? Mírense en el espejo antes de copular, de engendrar, de concebir, de parir, cabrones, ¿o es que tienen miedo de que se les pierda el molde? De pronto, sentadito con sus piernotas abiertas en una banca, vi un morenito de ojos verdes que me endulzó la mañana. ¡Ay Espíritu Santo, puro sexo, qué horror! Definitivamente sí, Dios existe, me dije. Y encomendándome a Él, al Ser Supremo, le pedí, le rogué por su santa madre en mis oscuridades interiores que me ayudara a conseguir esa belleza. Me oyó como oye la tapia llover la lluvia: el morenito se bajó en la Calle Carabobo, en pleno centro, y por entre un hervidero de hampones y de ratas se me perdió. Moraleja: Dios si existe pero sirve para un carajo. No hay que perder el tiempo con Él.

Regresé al anochecer al manicomio, al moridero, y me encontré con la siguiente escena en la sala: embobados, empendejados, lelos, oían la reina zángana y su gran colmena al matrimonio de tanatófilos soltar carreta: el hilo pegajoso de su discurso los envolvía, los enredaba en una densa trama de miel. En las cortas horas de mi ausencia habían aceptado que papi se muriera y que se nos derrumbara la casa. Subí corriendo enloquecido la escalera y entré a su cuarto: por la persiana entreabierta de la ventana que daba al volado se filtraban los últimos rayitos del sol, y en la penumbra insidiosa venía a morir la luz del día.

– Papi -le dije-, no voy a permitir que sufrás más. Si ya te querés morir, contá conmigo, yo te ayudo.

¡Quién me mandaba hablar, idiota! Si algo no quería papi y nunca quiso fue morirse; prefería seguir arrastrando la carga del manicomio y de su Loca a irse a contarle las tinieblas a la eternidad. Me respondió con un ay cansado, dándome a entender que no me había oído. Entonces, de súbito, como si un relámpago me iluminara en la ceguedad de la noche el paisaje entero de mi destino, comprendí que tenía que matarlo sin que él se diera cuenta y que para eso, inocentemente, me había infundido la vida tantos años atrás: para que yo, llegado el día, hiciera el papel de la Muerte silenciosa y bondadosa. ¡Conque eso era! Para eso había nacido y vivido. ¡Haber caminado y respirado tanto sin sospecharlo siquiera! Para más fue mi hermano Silvio que entendió pronto y a los veinticinco años una noche, enfermo de lucidez, sin tener que cargar con muertes ajenas se voló de un tiro la cabeza.

¡Al diablo con los muertos queridos, no dejan vivir! Me llaman sin parar desde la tumba.

– Vení, vení -me dicen y con el índice me jalan, arrastrándome hacía su negra noche con una cuerdita invisible de eternidades.

– ¡No jodan más, no insistan! ¿No ven que estoy con el psiquiatra confesándome?

Hoy los pienso enterrar a todos, doctor, a paletadas de olvido. ¡Quién fuera como el gallinazo que destripa a los muertos y después se va, se va volando, borrando con su aleteo el cielo que deja atrás! Yo que salgo de esta consulta y les voy a aplicar a todos el borrador del caset. No voy a dejar ni uno solo de esos malditos muertos vivo.

El silencio se apoderó entonces de mi casa y empezó a pesar sobre nosotros como la tapa de un ataúd.

Una de las últimas tardes de papi estábamos la Loca, Darío, y yo y no sé quiénes más con él en el estudio acompañándolo, o mejor dicho viéndolo morir. La tarde se atascaba en el silencio, no fluía y nadie hablaba. Ni la Loca misma abría la boca para mandar. Yo volví a mi discurso interior, a esta interminable perorata que me estoy pronunciando desde siempre y que no acaba: que lo uno, que lo otro, que por qué si, que por qué no, que quién soy. Nada, nadie. Una barquita al garete en un mar sin fondo. Y he aquí que desde ese pozo de silencio quieto en el que el tiempo se podría empantanado empecé a oír por sobre el ronroneo de mis pensamientos los ajenos: «¡Eh, qué desgracia no poder mandar, maldita sea!», oí que se decía la Loca. Y oí a Darío diciéndose que él también dentro de poco se iba a morir.

– ¡Ya dejen de pensar, carajo, que no me puedo concentrar! -exclamé-. Perdí el rumbo.

Me miraron extrañados y dejaron de pensar. Entonces el tiempo volvió a ponerse en marcha y oí afuera lo que los ilusos llaman «la realidad»: los carros pasando por la calle, los pájaros cantando en el jardín… Un instante más de «realidad» e iba a llegar la Muerte. Así lo sentí. Venía a caballo de la tarde que había vuelto a fluir, montada en el tiempo infame.

– ¿Qué día es hoy? -pregunté para conjurarla.

– Martes -contestó la Loca.

– No te estoy preguntando a vos, calláte.

– ¿Y por qué se tiene que callar? -protestó papi desde su marasmo, defendiéndola con sus últimas fuerzas.

– Porque está muerta. Por eso. Porque para mí ya se murió. Y los Misterios que vamos a contemplar hoy son dolorosos. En el primero Cristo cae por primera vez.

– No -me corrigió Darío-. El primer Misterio doloroso es la agonía de Jesús en el huerto.

– ¡Qué memoria la tuya, hermano! Y eso que sos un descreído.

– Ya no soy.

– Yo sí sigo siendo. No creo ni en el polvo de esta casa que respiro. Mirá esos libreros lo limpios que están.

Y volvimos al pozo de silencio, a asfixiarnos en él. «Lunes gozosos, martes dolorosos, miércoles gloriosos…» Los recuerdos son una carga necia, doctor, un fardo estúpido. Y el pasado un cadáver que hay que enterrar prontico o se pudre uno en vida con él. Se lo digo yo que inventé el borrador de recuerdos que tan útil me ha sido, y del que le estoy haciendo en estos precisos momentos una demostración. Mire, vea, fíjese: barre con toda la basura del coconut.

Tratando de no pensar, de no oír, de no ver, ya estaba a punto de zafarme de mí mismo cuando empezó a temblar, a sacudirse la tierra como si se quisiera liberar de nosotros aventándonos a la eternidad.

La tendencia natural de este animal bípedo y puerco que se llama a si mismo «ser humano» cuando tiembla es salir corriendo a descampado en sus dos patas no le vaya a caer el techo encima y lo aplaste y le borre de un tirón sus miserables recuerdos. Pues ninguno de nosotros se movió. En el estado en que estaba papi no había forma de bajarlo al jardín, así que nos quedamos quietos esperando a que la casa se derrumbara y nos enterrara a todos juntos con él en una sola y polvosa tumba.

– ¡Lo único que nos faltaba! -exclamé en medio del bamboleo-. Que viniera este viejo marica de arriba a zarandearnos la casa. ¡Tumbála pues hombre a ver si sos tan verraco! ¿Ya te dieron los berrinches de Cristoloco que sacó a fuete a los mercaderes del templo, o qué? ¡Padre de semejante furia tenías que ser!

¡Qué la iba a tumbar ni qué demonios! Berrinches a lo Argemiro. El Padre Eterno es un Argemiro Rendón berrinchudo, y a uno así se le trata así: se le habla fuerte y si no atiende se le propina una patada en el culo. La susodicha no fue necesaria esta vez. No más increpé al Súrsum Corda, al Divino Plasmador, al Altísimo, y el Monstruo se serenó, se le bajó a Don Comemierda Rendón la iracundia. Y escampó como quien dice, telúricamente hablando. Unos cuantos libros se habían caído de los libreros y eso fue todo.

– A que no saben qué se ponía a hacer la abuela cuando temblaba -dije por decir para que no volviera el silencio.

– A rezar el Magnificat -contestó Darío.

¡Qué bien te acordaste, hermano! Te evoco ahora con ella a mi lado de niños en el corredor delantero de Santa Anita florecido de azaleas y geranios, y en sus zunchos colgantes el heno, las alegres melenas, que se mecían al vaivén de la furia de la tierra que no era más que la sinrazón del cielo.

– Ay, niños, dejen de moverme la mecedora que me van a marear -decía la abuela.

– ¡Si no te la estamos moviendo, abuelita! Es que está temblando.

– ¿Temblando? ¡Ay! hubiera picado un alacrán.

Y cual impulsada por un resorte de colchón se levantaba disparada de su mecedora y en medio del zangoloteo entonaba el Magnificat: «Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se llena de gozo al contemplar la bondad de mi Dios y Salvador porque ha puesto la mirada en esta humilde sierva suya…». Nosotros nos atacábamos de risa, balanceándonos felices en el columpio cósmico. Una bandada de loros cruzaba volando sobre las palmas, y luego pasaba por la carretera una recua de mulas.

– ¡Arre, arre! -las apuraba el arriero-. ¡Muévanse, mulas!

Si. ¡Muévanse, mulas! ¡Llévense en mil quinientas cargas toda la basura de mis recuerdos!

El albergue de la Sociedad Protectora de Animales de Medellín, capital del matadero, es como un agujero negro del universo porque el dolor que concentra es tan grande que la luz que a él llega en él se muere, de él no sale. Medio millar de perros abandonados de esos que atropellan los carros, que mi hermano Aníbal ha recogido de la calle arrancándoselos a la crueldad humana y a la dejadez de Dios, y a los que con su esposa Nora alimenta y cuida y quiere.

– Aníbal y Nora -les explico a ambos-, el amor de dos repartido entre tantos se vuelve muy poca cosa: a cada perro del albergue le toca muy poquito y ese poquito no le basta. La vida de un perro sin amo no tiene sentido.

– ¿Y la del hombre qué? -me rebate Aníbal.

– Ah, hermano -le respondo yo-, eso sí ya es otra cosa. Nosotros estamos aquí abajo para cumplir el plan creador de Dios, o en su defecto el quinquenal del Partido Comunista.

Mi tesis es que a los quinientos perros del albergue y a los doscientos gatos (porque han de saber que para colmo de angustias y de males Aníbal y Nora también recogen gatos), por caridad, para librarlos de su soledad y del dolor hay que matarlos. Ahora bien, si como siempre estoy en lo correcto, ¿quién los mata? ¿Aníbal? ¿Nora? ¿Yo? ¡Ni lo sueñen! Yo con gusto empalo por el culo al Papa, ¿pero tocar a un animalito de Dios? Ni a un perro malo, vaya, que también los hay, como también hay gente buena, por excepción. Para mí los perros son la luz de la vida, y a los que les preguntan de capciosos a mi hermano y a Norita que por qué mejor no recogen niños abandonados yo les respondo así, con estas textuales y delicadas palabras:

13
{"b":"87695","o":1}