«Hubieran visto al gobernador allí de pie, muy serio, con la cara fruncida, mirando hacia donde estaba el tumulto como queriendo calmarlo con su mirada.
»Quién sabe quién fue a decirle a los músicos que tocaran algo, lo cierto es que se soltaron tocando el Himno Nacional con todas sus fuerzas, hasta que casi se le reventaba el cachete al del trombón de lo recio que pitaba; pero aquello siguió igual. Y luego resultó que allá afuera, en la calle, se había prendido también el pleito. Le vinieron a avisar al gobernador que por allá unos se estaban dando de machetazos; y fijándose bien, era cierto, porque hasta acá se oían voces de mujeres que decían: ¡Apártenlos que se van a matar! Y al rato otro grito que decía: ¡Ya mataron a mi marido! ¡Agárrenlo!
»Y el gobernador ni se movía, seguía de pie. Oye, Melitón, cómo es esa palabra que se dice…
– Impávido.
– Eso es, impávido. Bueno, con el argüende de afuera la cosa aquí dentro pareció calmarse. El borrachito del «exacto» estaba dormido; le habían atinado un botellazo y se había quedado todo despatarrado tirado en el suelo. El gobernador se arrimó entonces al fulano aquel y le quitó la pistola que tenía todavía agarrada en una de sus manos agarrotadas por el desmayo. Se la dio a otro y le dijo: «Encárgate de él y toma nota de que queda desautorizado a portar armas.» Y el otro contestó: «Sí, mi general.»
»La música, no sé por qué, siguió toque y toque el Himno Nacional, hasta que el catrincito que había hablado en un principio, alzó los brazos y pidió silencio por las víctimas. Oye, Melitón, ¿por cuáles víctimas pidió él que todos nos asilenciáramos?
– Por las del efipoco.
– Bueno, pues por ésas. Después todos se sentaron, enderezaron otra vez las mesas y siguieron bebiendo ponche y cantando la canción esa de las «horas de luto».
»Ora me estoy acordando que sí fue por el veintiuno de septiembre el borlote: porque mi mujer tuvo ese día a nuestro hijo Merencio, y yo llegué ya muy noche a mi casa más bien borracho que buenisano. Y ella no me habló en muchas semanas arguyendo que la había dejado sola con su compromiso. Ya cuando se contentó me dijo que yo no había sido bueno ni para llamar a la comadrona y que tuvo que salir del paso a como Dios le dio a entender.