– Ah, bueno, ya decía yo dónde va a ser la cosa, si aquí no hay ni siquiera una alfombra da un golpecito con el pie en el entarimado, sonríe aliviada, se desviste, dobla su ropa, posa la Brasileña – ¿Le parezco bien?
Estoy un poco flaquita, pero en una semana recupero mi peso. ¿Cree que tendré éxito con los soldaditos?
– Sin la menor duda-mira, asiente, se estremece, carraspea Pantaleón Pantoja-. Tendrás más que Pechuga, nuestra estrella. Bueno, aprobada, ya puedes vestirte
– Y no sólo eso, señora Leonor-examina la imagen, se persigna Alicia-. Figúrese que, además de estampitas y oraciones, también han comenzado a aparecer estatuas del niñito-mártir. Y dicen que en vez de disminuir, ahora hay más hermanos del Arca que antes.
– ¿Qué hacen ustedes ahí?-brinca del asiento, va a trancos hacia la escalerilla, acciona furioso Pantaleón Pantoja-. ¿Con qué permiso? ¿No saben que cuando tomo examen está terminantemente prohibido subir al puesto de mando?
– Es que lo busca un señor que se llama Sinchi, señor Pantoja -tartamudea, queda boquiabierto Sinforoso Caiguas.
– Que es urgente y muy importante, señor Panta-observa hipnotizado Palomino Rioalto.
– Fuera de aquí los dos-les obstruye la visión con su cuerpo, da un manazo en la baranda, estira el brazo Pantaleón Pantoja-. Que ese sujeto espere. Fuera, prohibido mirar.
– Bah, no se moleste, a mí no me importa, esto no se gasta-se va poniendo la enagua, la blusa, la falda la Brasileña -. ¿Así que usted se llama Panta? Ahora entiendo lo de Pantilandia. Ah, las ocurrencias de la gente.
– Mi nombre de pila es Pantaleón, como mi padre y mi abuelo, dos militares ilustres-se emociona, se acerca a la Brasileña, aluga dos dedos hacia los botones de su blusa el señor Pantoja-. Ten, deja que te ayude.
– ¿No podrías aumentarme el porcentaje a 70%? -ronronea, retrocede hasta pegarse contra él, le echa su aliento a la cara, busca con la mano y aprieta la Brasileña -. La casa está haciendo una buena adquisición, te lo demostraré cuando se me pase la cosa. Sé comprensivo, Panta, no te arrepentirás.
– Suelta, suelta, no me agarres ahí-da un brinquito, se inflama, se avergüenza, se irrita Pantaleón Pantoja-.
Tengo que advertirte dos cosas: no puedes tutearme sino tratarme de usted, como todas las visitadoras. Y nunca más esas confianzas conmigo.
– Pero si tenía la bragueta hinchadita, fue para hacerle un favor, no quise ofenderlo-se compunge, apena, asusta la Brasileña -. Perdóneme, señor Pantoja, le juro que nunca más.
– Por una excepción especialísima te daré el 60%, considerando que eres un aporte de categoría para el Servicio-se arrepiente, se serena, la acompaña hasta la escalerilla Pantaleón Pantoja-. Y, además, porque viniste desde tan lejos. Pero ni una palabra, me crearías un lío terrible con tus compañeras.
– Ni una, señor Pantoja, será un secretito-entre los dos, un millón de gracias-recobra la risa, las gracias, las coqueterías, baja los peldaños la Brasileña -. Ahora me voy, ya veo que tiene vista. ¿Cuando nadie nos oiga podré decirle señor Pantita? Es más bonito que Pantaleón o que Pantoja. Adiós, hasta lueguito.
– Claro que me parece horrible lo que hicieron, Pochita-levanta el matamoscas, espera unos segundos, golpea y ve caer al suelo el cadáver la señora Leonor-.
Pero si los conocieras como yo, te darías cuenta que no son malos de naturaleza. Ignorantes sí, no perversos.
Yo los he visitado en sus casas, hablado con ellos: zapateros, carpinteros, albañiles. La mayoría ni siquiera saben leer. Desde que se hacen hermanos ya no se emborrachan ni engañan a sus mujeres ni comen carne ni arroz.
– Encantado, mucho gusto, choque esos cinco-hace una reverencia japonesa, cruza el puesto de mando como un emperador, chupa su puro y sopla humo el Sinchi-. A sus órdenes, para todo lo que se le ofrezca.
– Buenos días-olfatea la atmósfera, se desconcierta, tiene un acceso de tos Pantaleón Pantoja-. Tome asiento. ¿En qué puedo servirle?
– Ese portento de mujer que me encontré en la puerta me dio mareos-señala la escalera, silba, se entusiasma, fuma el Sinchi-. Caramba, me habían dicho que Pantilandia era el paraíso de las mujeres y veo que es cierto. Qué lindas flores crecen en su jardín, señor Pantoja.
– Tengo mucho trabajo y no puedo malgastar mi tiempo, así que apúrese-respinga, coge un cartapacio y trata de disipar la nube que lo envuelve Pantaleón Pantoja-. En cuanto a eso de Pantilandia, le prevengo que no me hace gracia. No tengo sentido del humor.
– El nombre no lo inventé yo, sino la fantasía popular-abre los brazos y discursea como ante una rugiente multitud el Sinchi-, la imaginación loretana, siempre tan buida y sápida, tan ingeniosa. No lo tome a mal, señor Pantoja, hay que ser sensitivo para con las creaciones populares.
– Me está usted dando miedo, señora Leonor-se toca la barriga Pochita-. Aunque se haya salido del Arca, en el fondo sigue siendo hermana, con qué cariño habla de ellos. Ojalá nunca se le ocurra crucificar al cadetito.
– ¿Usted no dirige un programa en Radio Amazonas?-tose, se ahoga, se seca los ojos llorosos Pantaleón Pantoja-. ¿A las seis de la tarde?
– Yo mismo, aquí tiene a la famosísima Voz del Sinchi en persona-engola la voz, empuña un micro invisible, declama el Sinchi-. Terror de autoridades corrompidas, azote de jueces venales, remolino de la injusticia, voz que recoge y prodiga por las ondas las palpitaciones populares.
– Sí, en alguna ocasión he oído su programa, ¿bastante popular, no?-se pone de pie, va en busca de aire puro, respira con fuerza Pantaleón Pantoja-. Muy honrado con su visita. Qué se le ofrece.
– Soy un hombre de mi tiempo, desprejuiciado, progresista, así que vengo a echarle una mano-se levanta, lo persigue, lo arrebosa de humo, le tiende unos dedos fláccidos el Sinchi-. Además, me cae usted simpático, señor Pantoja, y sé que podemos ser buenos amigos. Yo creo en las amistades a primera vista, mi olfato no me falla. Quiero servirlo.
– Muy agradecido -se deja sacudir, palmear los hombros, se resigna a volver al escritorio, a seguir tosiendo Pantaleón Pantoja-. Pero, la verdad, no necesito sus servicios. Al menos por el momento.
– Eso es lo que se cree, hombre cándido e inocente -abarca todo el espacio con un ademán, se escandaliza medio en serio medio en broma el Sinchi-. En este enclave erótico vive lejos del mundanal ruido y, por lo visto, no se entera de las cosas. No sabe lo que se anda diciendo por las calles, los peligros que lo rodean.
– Dispongo de muy poco tiempo, señor-mira la hora, se impacienta Pantaleón Pantoja-. O me indica de una vez lo que quiere o me hace el favor de irse.
– Si no le exiges que me pida disculpas, no pongo más los pies en esta casa-llora, se encierra en su cuarto, no quiere comer, amenaza la señora Leonor-. ¡Crucificar a mi futuro nieto! ¿Crees que voy a aguantarle una malacrianza así, por más nerviosa que esté con su embarazo?
– Estoy sometido a presiones irresistibles-aplasta el puro en el cenicero, lo despedaza, se atlige el Sinchi-. Amas de casa, padres de familia, colegios, instituciones culturales, iglesias de todo color y pelo, hasta brujas y ayahuasqueros. Soy humano, mi resistencia tiene un límite.
– Qué chanfaina es ésa, de qué me habla-sonríe viendo desvanecerse la última nubecilla de humo Pantaleón Pantoja-. No entiendo palabra, sea más explícito y vaya al grano de una vez.
– La ciudad quiere que hunda a Pantilandia en la ignominia y que lo mande a usted a la quiebra-sintetiza risueñamente el Sinchi-. ¿No sabía que Iquitos es una ciudad de corazón corrompido pero de fachada puritana? El Servicio de Visitadoras es un escándalo que sólo un tipo progresista y moderno como yo puede aceptar.
El resto de la ciudad está espantado con esta vaina y, hablando en cristiano, quiere que lo hunda.
– ¿Que me hunda?-se pone muy serio Pantaleón Pantoja-. ¿A mí? ¿Que hunda al Servicio de Visitadoras?
– No existe nada lo bastante sólido en toda la Amazonía que La Voz del Sinchi no pueda echar abajo-da un tincanazo en el vacío, resopla, se envanece el Sinchi-. Modestia aparte, si yo le pongo la puntería, el Servicio de Visitadoras no dura una semana y usted tendrá que salir pitando de Iquitos. Es la triste realidad, mi amigo.
– O sea que ha venido a amenazarme-se endereza Pantaleón Pantoja.
– Nada de eso, al contrario-da estocadas a fantasmas, se ciñe el corazón como un tenor, cuenta billetes que no existen el Sinchi-. Hasta ahora he resistido las presiones por espíritu combativo y por una cuestión de principios. Pero, en adelante, puesto que yo también tengo que vivir y el aire no alimenta, lo haré por una compensación mínima. ¿No le parece justo?
– O sea que ha venido a chantajearme-se pone de pie, se demacra, vuelca la papelera, corre hacia la escalerilla Pantaleón Pantoja.
– A ayudarlo, hombre, pregunte y verá la fuerza ciclónica de mi emisión-saca músculos, se levanta, se pasea, gesticula el Sinchi-. Tumba jueces, subprefectos matrimonios, lo que ataca se desintegra. Por unos cuantos miserables soles, estoy dispuesto a defender radialmente al Servicio de Visitadoras y a su cerebro creador.
A dar la gran batalla por usted, señor Pantoja.
– Que me pida disculpas a mí esa vieja bruja que no entiende chistes-rompe tazas, se tira bocabajo en la cama, araña a Panta, solloza Pochita-. Entre tú y ella me van a hacer perder el bebe a punta de colerones.
¿Crees que se lo dije en serio, pedazo de idiota? Fue de mentiras, fue bromeando.
– ¡Sinforoso! ¡Palomino!-da palmadas, grita Pantaleón Pantoja-. ¡Sanitario!
– Qué le pasa, nada de ponerse nervioso, cálmese-queda quieto, suaviza la voz, mira a su alrededor alarmado el Sinchi-. No necesita responderme de inmediato. Haga sus consultas, averigüe quién soy yo y discutimos la próxima semana.
– Sáquenme a este zamarro de aquí y zambullanlo en el río-ordena a los hombres que aparecen corriendo en la boca de la escalera Pantaleón Pantoja-. Y no le vuelvan a permitir la entrada al centro logístico.
– Oiga, no se suicide, no sea inconsciente, yo soy un superhombre en Iquitos-manotea, empuja, se defiende, se resbala, se aleja, desaparece, se empapa el Sinchi-.
Suéltenme, qué significa esto, oiga, se va a arrepentir, señor Pantoja, yo venía a ayudarlo. ¡Yo soy su amigoooo!