Es necesario que recordemos que el melodrama es uno de los géneros más poderosos en cuanto a su capacidad de influencia y penetración en la sensibilidad de los seres humanos. Es el medio más eficaz para penetrar en nuestro interior y destruir las barreras que el temor racional impone. Es una forma perfecta para acercarnos a nosotros mismos y para preocuparnos por los demás.
En general, los lectores que han salido huyendo de los libros «incomprensibles e incomprensivos» buscarán en el melodrama la posibilidad de contacto con un personaje que les permita identificarse sentimental y emocionalmente. Si la manera «racional» e insensible de experimentar la realidad le impide al hombre identificarse con lo que les ocurre a los otros, los géneros literarios y cinematográficos que recurren a las emociones como base de sus estructuras aportarán la materia prima para poder hacer que la sensibilidad de los espectadores reaccione y se produzca la conexión. En ese sentido, es más fácil que una persona se sienta afligida por los problemas de un personaje ficticio creado en un género melodramático, a que se sienta conmovido por las guerras y las matanzas de la realidad concreta . Tal vez porque siente que las situaciones ficticias al terminar la película tendrán fin y las de la realidad no. En ese sentido es más fácil que un ama de casa llore con una telenovela en donde se aborda el problema de los campesinos a que lo haga por los indios de Chiapas. Ella siente que el problema de Chiapas está fuera de su control, que no puede hacer nada , y como la naturaleza de todos los seres humanos es básicamente compasiva, acude al melodrama para poder ejercerla.
En la interpretación budista, la auténtica compasión se basa en la aceptación o el reconocimiento de que los otros tienen, al igual que uno mismo, el derecho a vencer el sufrimiento. Si analizamos, [6!] la felicidad propia depende de la felicidad de los otros. Y la tristeza de la infelicidad de los demás . Cuando uno se ve empujado a aliviar el dolor de los otros, está actuando de manera compasiva. ¿Cuántas veces al día nos sentimos obligados a aliviar el dolor de nuestros seres queridos, de hacer que se sientan bien, que no pasen hambre ni frío? El verlos felices nos da felicidad. El saberlos sanos nos da paz. A su vez, la persona que recibe nuestras atenciones mejorará inmediatamente su estado emocional. Encontró una muestra de afecto, alguien le demostró amor, alguien se preocupó por él. Ese acto quedará registrado en la memoria como uno de los mejores y más satisfactorios para ambos. Pasará a formar parte de lo que se empieza a mencionar por los científicos como las huellas dactilares cerebrales . O sea, las imágenes y recuerdos que son totalmente personales y que nos pueden caracterizar a los seres humanos de la misma forma que las huellas dactilares.
La vida, finalmente, no es m ás que un cúmulo de recuerdos, de imágenes, de risas, de lágrimas, a través de los cuales adquirimos conciencia de lo que somos . Y ¿vale la pena vivirla? Definitivamente, sí. A pesar del sufrimiento, a pesar de la tristeza, a pesar del aislamiento en el que podamos a veces caer, pues precisamente en esos momentos es cuando nos preguntamos ¿cuál es el sentido de mi existencia? Y es ahí cuando aflora una sola voz en nuestro interior. Una voz callada, casi inaudible, que no se atreve a expresarse porque el resto del mundo le niega el derecho a afirmarse. Es en esos momentos de soledad, cuando el «ruido» del mundo queda fuera, que podemos escuchar a nuestra alma que nos dice que el único y verdadero valor es el amor. Sólo en la inactividad descubrimos que lo que nos mantiene con vida no es el recuerdo del coche que compramos, ni de los deberes cumplidos, ni del tiempo que pasamos realizando trámites burocráticos, sino la esperanza de hacer todo lo que no hemos hecho: decirle a la gente cercana lo que significa para nosotros, darle un abrazo a un amigo perdido, compartir una tarde de risas con nuestros hijos, mirar una lluvia de estrellas, dar un beso de amor a nuestra pareja, amar, amar, y amar .
Estoy convencida de que el día que tenga que partir de este mundo, los sonidos y las imágenes que me van a acompañar no son las de mis archivos en perfecto orden, ni el ruido del motor de mi coche. Serán la imagen de mi padre con los brazos abiertos para recibirme mientras daba mis primeros pasos, la del nacimiento de mi hija, la de mi madre arropándome, la mirada de mi esposo, los besos, las risas, los abrazos, el amor compartido.