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– Entonces usted era su amigo… esas confianzas sólo se hacen a los amigos.

Me ruboricé.

– Tanto como amigo no… pero siempre me interesó su psicología.

– ¿Nada más?

– No, ¿por qué?

– Decía… ¿pero a qué hora debían venir ustedes esta noche?

– Nosotros espiaríamos hasta que usted saliera para el club, después la mulata nos abriría la puerta.

– El golpe está bien. ¿Cuál es el domicilio de ese sujeto llamado Rengo?

– Condarco 1375.

– Perfectamente, todo se arreglará. ¿Y su domicilio?

– Caracas, 824.

– Bien, venga esta noche a las 10. A esa hora todo estará bien guardado. Su nombre es Fernán González.

– No, me cambié de nombre por si acaso la mulata conociera ya, por intermedio del Rengo, mi posible participación en el asunto. Yo me llamo Silvio Astier.

El ingeniero apretó el botón del timbre, miró en redor; momentos después se presentó la criada.

El semblante de Arsenio Vitri conservábase impasible.

– Gabriela, el señor va a venir mañana a la mañana a buscar ese rollo de planos -y le señaló un manojo abandonado en una silla-, aunque yo no esté se lo entrega.

Luego levantóse, me estrechó fríamente la mano y salí acompañado de la criada.

El Rengo fue detenido a las nueve y media de la noche. Vivía en un altillo de madera, en una casa de gente modesta. Los agentes que le esperaban supieron por el Pibe que el Rengo había venido, "revolvió el bagayo y se fue". Como ignoraban cuáles eran los lugares que acostumbraba frecuentar, presentáronse inopinadamente a la dueña de la casa, se dieron a conocer como agentes de policía y entraron por una empinada escalera hasta el cuarto del Rengo. Allí en apariencia no había nada que valiera la pena. Sin embargo, cosa inexplicable y absurda, colgadas en un clavo a la vista de todo el que entrara, encontrábanse las dos llaves: la de la caja de hierro y la de la puerta del escritorio. En un cajón de querosene, con algunos trapos viejos, hallaron un revólver y en el fondo, oculto casi, recortes de periódicos. Referían un asalto cuyos autores no había individualizado la policía.

Como las noticias de los periódicos trataban del mismo delito, se supuso con razón que el Rengo no era ajeno a esa historia, y precaucionalmente fue detenido el Pibe, es decir, se le envió con un agente a la comisaría de la sección.

En la buhardilla había también una mesa de pino tea blanca, con un cajón lateral. Allí encontróse cierto torno de relojero, y un juego de limas finas. Algunas denotaban uso reciente.

Secuestradas todas las pruebas del delito, la encargada de la casa fue nuevamente llamada.

Era una vejezuela descarada y avara; envolvíase la cabeza con un pañuelo negro cuyas puntas se ataba bajo la barbilla. Sobre la frente le caían vellones de pelos blancos, y su mandíbula se movía con increíble ligereza cuando hablaba. Su declaración hizo poca luz en torno del Rengo. Ella le conocía desde hacía tres meses. Pagaba puntualmente y trabajaba a la mañana.

Interrogada acerca de las visitas que recibía el ladrón, dio datos oscuros; eso sí, recordaba "que el domingo pasado una negra vino a las tres de la tarde y salió a las seis junto con Antonio".

Descartada toda posibilidad de complicidad, se le ordenó absoluta discreción, que la vejezuela prometió por temor a posteriores compromisos, y los dos agentes tornaron al altillo para esperar al Rengo, ya que fue explícito deseo del ingeniero que el Rengo fuera detenido fuera de su casa, para atenuar la pena que merecía.

Quizá pensó también que yo no era ajeno a la decisión del Rengo.

Los pesquisas creían que éste no vendría; posiblemente cenara en algún restaurante de las afueras, y se embriagara para darse coraje, pero se equivocaron.

Esos días el Rengo había ganado dinero con unas redoblonas. Después que se separó de mí volvió al altillo para salir más tarde hacia un prostíbulo que conocía. Casi a la hora de cerrarse los comercios entró en una valijería y compró una valija.

Después se dirigió a su cuarto, bien ajeno a lo que le esperaba. Subió la escalera tarareando un tango, cuyos tonos hacían más distintos los golpeteos intermitentes de la valija entre los peldaños.

Cuando abrió la puerta, la dejó en el suelo.

Introdujo después una mano en el bolsillo para sacar la caja de fósforos y en ese instante un golpe terrible en el pecho lo hizo retroceder, en tanto que otro polizonte lo cogía del brazo.

No es de dudar que el Rengo comprendió de lo que se trataba, porque haciendo un esfuerzo desesperado se desprendió.

Los vigilantes, al intentar seguirle, tropezaron con la valija y uno de ellos rodó por la escalera, cayéndole del bolsillo el revólver, que se descargó.

El estampido llenó de espanto a los moradores de la casa, y equivocadamente se atribuyó ese tiro al Rengo, que no había alcanzado a trasponer la puerta de la calle.

Entonces sucedió una cosa terrible.

El hijo de la vejezuela, carnicero de oficio, enterado por su madre de lo que ocurría, cogió su bastón y se precipitó en persecución del Rengo.

A los treinta pasos le alcanzó. El Rengo corría arrastrando su pierna inútil, de pronto el bastón cayó sobre su brazo, volvió la cabeza y el palo resonó encima de su cráneo.

Aturdido por el golpe, intentó defenderse aún con una mano, pero el pesquisa que había llegado le hizo una zancadilla y otro bastonazo que le alcanzó en el hombro, terminó por derribarle. Cuando le pusieron cadenas el Rengo gritó con un gran grito de dolor.

– ¡Ay, mamita!

Después otro golpe le hizo callar y se le vio desaparecer en la calle oscura amarradas las muñecas por las cadenas que retorcían con rabia los agentes marchando a sus costados.

Cuando llegué a la casa de Arsenio Vitri, Gabriela no estaba ya.

Su detención se efectuó pocos momentos después que yo salí.

Un oficial de policía llamado al efecto instruyó el sumario frente al ingeniero. La mulata al principio negóse a confesar nada, más cuando mintiendo se le dijo que el Rengo había sido detenido, echóse a llorar.

Los testigos del acto no olvidarían jamás esa escena.

La mujer oscura, arrinconada, con los ojos brillantes miraba a todos los costados, como una fiera que se prepara para saltar.

Temblaba extraordinariamente; pero cuando se insistió en que el Rengo estaba detenido y que sufriría por su causa, suavemente echóse a llorar; con un llanto tan delicado que el ceño de los circustantes se acentuó… de pronto levantó los brazos, sus dedos se detuvieron en el nudo de sus cabellos, arrancó de allí una peineta y desparramando su cabellera por la espalda, dijo juntando las manos, mirando como enloquecida a los presentes:

– Sí, es cierto… es cierto… vamos… vamos a donde está Antonio.

En un carruaje la condujeron a la comisaría.

Arsenio Vitri me recibió en su escritorio. Estaba pálido y sus ojos no me miraron al decirme:

– Siéntese.

Inesperadamente, con voz inflexiva me preguntó:

– ¿Cuánto le debo por sus servicios?

– ¿Cómo…?

– Sí, ¿cuánto le debo…?, porque a usted sólo se le puede pagar.

Comprendí todo el desprecio que me arrojaba a la cara.

Palideciendo, me levanté:

– Cierto, a mi sólo se me puede pagar. Guárdese el dinero que no le he pedido. Adiós.

– No, venga, siéntese… ¿dígame, por qué ha hecho eso?

– ¿Porqué?

– Sí, ¿por qué ha traicionado a su compañero?, y sin motivo. ¿No le da vergüenza tener tan poca dignidad a sus años?

Enrojecido hasta la raíz del cabello, le respondí.

– Es cierto… Hay momentos en nuestra vida en que tenemos necesidad de ser canallas, de ensuciarnos hasta adentro, de hacer alguna infamia, yo qué sé… de destrozar para siempre la vida de un hombre… y después de hecho eso podremos volver a caminar tranquilos.

Vitri no me miraba ahora a la cara. Sus ojos estaban fijos en el lazo de mi corbata y su semblante iba adquiriendo sucesivamente una seriedad que se difundía en otra más terrible.

Proseguí

– Usted me ha insultado, y sin embargo no me importa.

– Yo podía ayudarlo a usted -murmuró.

– Usted podía pagarme, y ni eso ahora, porque yo por mi quietud me siento, a pesar de toda mi canallería, superior a usted -e irritándome súbitamente, le grité-. ¿Quién es usted?… Aún me parece un sueño haberle delatado al Rengo.

Con voz suave, replicó:

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