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A Olvido le gustaba estar con Faulques, y se lo decía. Me gusta ver cómo te mueves con esa cautela de zorro, preenfocando, preparando mentalmente la foto que vas a hacer, antes de intentar hacerla. Me gusta ver tus tejanos gastados en las rodillas y tus camisas remangadas sobre tu cuerpo flaco y duro, y verte cambiar los objetivos o la película recostado contra una tapia, mientras nos disparan, con los mismos gestos de concentración que un soldado usa para cambiar el cargador de su rifle. Me gusta verte en habitaciones de hotel con un ojo pegado al cuentahílos, marcando las mejores imágenes de tus negativos apoyados al trasluz en el cristal de la ventana, o verte pasar horas sobre las copias con regla y rotulador, seleccionando el encuadre, anotando instrucciones mientras calculas por dónde doblará el editor la página. Me gusta que seas tan bueno en tu trabajo y que una lágrima nunca te haya hecho perder el foco de la cámara. O que lo parezca.

También ella era razonablemente buena trabajando, comprobó Faulques en carreteras peligrosas y controles hostiles bajo la lluvia, en pueblos desiertos, amenazadores en su silencio, donde sólo escuchaban el crujido de los propios pasos sobre cristales rotos. Olvido no era una fotógrafa brillante, pero sí concienzuda y original en su concepción de la imagen. Pronto empezó a revelar dotes adecuadas, instinto y una frialdad técnica utilísima en situaciones extremas. Poseía, además, el don de hacerse adoptar por la gente peligrosa, imprescindible para deambular por las guerras con una cámara. Era capaz de convencer sin palabras a cualquiera, con sólo una de sus elegantes sonrisas, de que era bueno para todos que la dejaran estar allí, a modo de testigo necesario. Que era más útil viva que muerta, o violada. Pero en seguida dejó de fotografiar a personas, o casi. No le interesaban. Sin embargo, podía pasar un día entero deambulando por el interior de una casa abandonada o un pueblo en ruinas. Pese a su afición a hacerse con objetos en la vida de retaguardia -esos objetos falsos o banales que coleccionaba con frívola pasión y luego regalaba o abandonaba por todas partes-, allí nunca cogía nada, ni un libro, ni una porcelana, ni un casquillo de bala; sólo tomaba carretes y carretes, fotografiándolo todo. La guerra, decía, está llena de objetos trouvés . Pone el surrealismo en su sitio. Es como el encuentro, sobre una mesa de disección, de un ser humano sin paraguas y una máquina de picar carne.

Faulques, que hasta entonces había trabajado casi siempre solo y nunca con mujeres -opinaba que en la guerra traían problemas; entre otros que te mataran para conseguirlas-, averiguó que la compañía de Olvido tenía ventajas profesionales: cerraba algunas puertas, pero abría otras con su talento especial para despertar el instinto de protección, la admiración y la vanidad de los hombres. Y lo aprovechaba. Como en Jafji, durante la primera guerra del Golfo, cuando un coqueto coronel saudí no sólo les permitió merodear por allí -habían llegado sin permiso desde Dahran, camuflados en un vehículo con marcas militares aliadas- sino que les ofreció café en mitad del combate y luego le preguntó a Olvido dónde quería que acertara su artillería para hacer mejores fotos. Ella dio las gracias con mucha distinción y una sonrisa radiante, señaló un sitio al azar -la altísima Water Tower, ocupada por los iraquíes-, dispuso la cámara con un objetivo de 90, el amable coronel hizo que trajeran una silla para que estuviera cómoda, y tuvo tiempo de ordenar el disparo de cuatro cañonazos y un misil Tow contra el lugar elegido antes de que un destacamento de marines norteamericanos llegase a toda prisa, abroncara al coronel y los expulsara a todos de allí. Quiero un hijo, le dijo a Faulques aquella noche mientras bebían zumos de frutas en el abstemio bar del hotel Meridien, riendo a carcajadas al recordar. Quiero uno para mí sola, llevarlo a cuestas en una mochila y criarlo en aeropuertos, hoteles y trincheras. ¿Qué haré, si no, cuando termine nuestra dulce camaradería? Esa noche hicieron el amor hasta el alba, en silencio, sin interrumpirse ni durante una alarma de misiles Scud iraquíes, ni abrir la boca más que para besar, morder o chupar. Y luego, exhaustos, ella estuvo lamiendo el cuerpo de Faulques hasta que se quedó dormida.

En cuanto a lo de fotografiar cosas y no personas, él apenas la vio enfocar nada vivo. La verdad está en las cosas y no en nosotros, decía. Pero nos necesita para manifestarse. Era paciente. Aguardaba a que la luz natural fuese la que deseaba, la adecuada. Y con el tiempo desarrolló su propio estilo. Después, en Barcelona -se mudó muy pronto al piso de techos altos que él tenía junto a la Boquería-, al salir del cuarto de revelar iba a tumbarse en la alfombra, rodeada de todas aquellas imágenes en blanco y negro, y pasaba horas marcando detalles con rotulador, agrupando las imágenes según códigos que sólo ella conocía y en los que Faulques nunca logró penetrar del todo. Luego volvía a las cubetas y al proyector, y trabajaba en los sectores de las fotos que había marcado antes, ampliándolos una y otra vez en nuevos encuadres hasta quedar satisfecha. Las cosas, le oyó Faulques murmurar una vez, sangran como las personas. Una de sus obsesiones eran las fotos encontradas en casas devastadas. Las fotografiaba tal y como estaban, sin tocarlas ni componerlas nunca: pisoteadas, chamuscadas por los incendios, colgadas y torcidas en la pared con cristales o marcos rotos, álbumes familiares abiertos y deshechos. Las fotos abandonadas, afirmaba, son como las manchas claras en un cuadro tenebrista: no iluminan, sino que oscurecen las sombras. La primera y única vez que Faulques la vio llorar en la guerra fue ante un álbum, en Petrinja, Croacia, veintidós días antes de la cuneta de la carretera de Borovo Naselje. Lo encontraron en el suelo, sucio de yeso y mojado por la lluvia que goteaba del techo roto, abierto por dos páginas donde estaban pegadas fotos de una familia en Navidad, matrimonio, abuelos, cuatro hijos pequeños y un perro, fotos felices en torno a un abeto decorado y una mesa bien provista: la misma familia, abuelos y perro que Faulques y ella acababan de ver fuera de la casa, en un charco del jardín, revoltijo de ropas mojadas y carne rota, acribillada a tiros y rematada con una granada de fragmentación. Olvido no hizo ninguna foto allí; se quedó mirando los cadáveres, con las cámaras protegidas bajo el chubasquero, y sólo al entrar en la casa y ver el álbum en el suelo empezó a trabajar. Era un día muy húmedo y tormentoso, y ella tenía el cabello y la cara cubiertos de gotas de lluvia; así que Faulques tardó un poco en darse cuenta de que lloraba, y sólo lo advirtió al verla retirar la cámara de los ojos y frotárselos para secar lágrimas que le impedían enfocar. Nunca habló de eso, ni él tampoco. Más tarde, de regreso a Barcelona, cuando todo había terminado y Faulques vio los contactos que Olvido no tuvo tiempo de positivar, comprobó que, por una de las singulares simetrías en que tan pródigos eran el caos y sus reglas, había hecho exactamente veintidós encuadres de las fotos pegadas en el álbum; tantos como días le quedaban de vida. Lo comprobó con un calendario en una mano y los contactos en la otra, recordando. No había estado tan asombrado desde que, al regreso de un viaje a África -Somalia, el hambre y las matanzas fueron una experiencia intensa-, ella pasó una semana en un matadero industrial, fotografiando herramientas afiladas y enormes pedazos de carne de res colgados en sus ganchos, envueltos en plásticos, estampillados con los sellos de sanidad. Todo en blanco y negro, como de costumbre. Olvido positivo aquel extraño trabajo y lo guardó en una carpeta en cuya cubierta había escrito: Der müde Tod . La Muerte cansada. En esas imágenes, como en sus despobladas fotos de guerra -a lo sumo, un pie muerto con la suela de un zapato agujereada, una mano muerta con anillo de casado-, la sangre se asemejaba a aquellas lenguas de fango gris oscuro que había visto entre los lavaderos de mineral derruidos de Portmán. La lava de un volcán frío.

El silencio en la torre era absoluto. Ni siquiera se oía el mar. Faulques guardó la foto en la que aparecían ambos -él y el fantasma de ella en el espejo roto-, y cerró la tapa del cajón. Después apuró el vaso y bajó por la escalera de caracol en busca de más bebida, sintiendo que los peldaños se retiraban bajo sus pies. Espero, pensó fugazmente, que a Ivo Markovic no se le ocurra hacerme una visita ahora. La botella seguía entre los frascos y los pinceles, sin hacer preguntas ni aportar otra cosa que lo que Faulques llevaba consigo. Eso está bien, se dijo. Es lo adecuado, sin duda. Lo perfecto. Puso más coñac en el vaso, lo vació de golpe, y al sentir el trago abrasar su garganta pronunció en voz alta el nombre de Olvido. Singular nombre, meditó. Incierta palabra. Cogió de nuevo la botella, aturdido, asomado al río de los muertos, vislumbrando al otro lado sombras que se movían despacio, cercadas de tinieblas y negro rastro. El pintor de batallas observó el mural en penumbra mientras consideraba la paradoja: algunas palabras cometían suicidio semántico, negándose a sí mismas. Olvido era una de esas. Desde la orilla oscura de su recuerdo, ella lo miraba beber coñac.

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