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– Y ahora túmbate en el suelo con las piernas abiertas.

– Tranquilo, abuelito…

– Túmbate o disparo.

El pelirrojo se dejó caer patosamente sobre la moqueta, golpeándose la barbilla al no poder usar las manos. Adrián se levantó del sofá aún encorvado sobre sí mismo:

– ¡Hay que desarmar al otro! -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.

– ¡Quieto, no te acerques a él! -le paró Félix-. Tú, quítate la chaqueta.

El gorila joven miró dubitativo a Félix.

– ¡Hazle caso, imbécil! -gimió el Caralindo desde el suelo-. ¿Quieres que nos mate?

Félix le atizó un puntapié al pelirrojo en un costado. El tipo soltó un grito.

– Conque quieres que nos mate, ¿eh? -gruñó el viejo.

– ¡Yo no he dicho eso!

– ¿Cómo que no? ¡Te he oído! «Quiero que les mates», le has dicho a este joven.

– ¡No, no! «¿Quieres que nos mate?», eso es lo que he dicho, ¡eso es lo que he dicho! «¿Quieres que nos mate?» Félix se rascó la cabeza con la mano no armada:

– Vaya. Pues se ve que he oído mal. Siento lo de la patada. Es que estoy un poco sordo. A ver, ¿cómo llevamos lo de la chaqueta?

El jovenzuelo ya se la había quitado y la había arrojado a sus pies. También llevaba sobaquera.

– Agarra la pistola con dos dedos, muy despacio, y tírala sobre el sofá.

El chico lo hizo.

– Ahora ven aquí, coge esa lámpara y ata los pies y las manos de este mierda con el cable.

Félix se refería a una pequeña lámpara de madera cuya pantalla imitaba la piel de un leopardo, una fruslería posmoderna que estaba encima de la mesa rinconera y que tenía un cable larguísimo. El gorila jovencito la cogió y ató al pelirrojo con esmero.

– Ayúdale a levantarse.

Ahora el matón no parecía gran cosa, atados los pies, las manos a la espalda, con la chaqueta hecha un burruño entre los codos y una lamparita de piel de leopardo sintética colgando de sus muñecas. A instancias de Félix y de su pistola, el pelirrojo fue dando saltitos, ayudado por el joven, hasta el gran armario empotrado del pasillo, en donde fue metido y encerrado con dos vueltas de llave.

– ¡Estás chalado, viejo, te vas a enterar, te vas a acordar de mí! -amenazó a gritos desde el otro lado de la puerta, recuperando algo de su chulería al comprobar que no iban a cargárselo.

Félix se volvió serenamente hacia el otro pistolero.

– Y ahora tú nos vas a llevar a donde nos ibas a llevar antes. Pero a todos. ¿De acuerdo? Con tranquilidad. No queremos líos.

El chico se encogió de hombros.

– Por mí…

El viaje en coche nos tomó cierto tiempo. Salimos de Madrid por la autopista de La Coruña. Conducía el jovenzuelo y a su lado iba Adrián. Detrás, Félix y yo. Al principio, Félix llevaba la pistola pegada a la nuca del gorila, pero al cabo de algunos kilómetros el chico protestó educadamente:

– Mire usted que por aquí hay bastantes baches y lo mismo nos sucede una desgracia.

Félix consideró que era una observación prudente y retiró el arma. Esas fueron, por otra parte, las únicas palabras que pronunció el muchacho durante todo el trayecto: conducía tan calmoso, ausente y aburrido como un chófer profesional que cubre una ruta turística archisabida. Al fin llegamos a nuestro destino, una granja de perros en las proximidades de Valdemorillo que, según los carteles, estaba especializada en la cría de dóberman. El tipo paró el coche y Félix le palmeó apreciativamente las pesadas espaldas:

– Lo estás haciendo muy bien, chico. A ver si sigues así de tranquilito.

– No me toque las narices, abuelo -contestó el muchacho en un tono juicioso, casi amable, como si fuera verdaderamente nieto de Félix.

Y, saliendo del automóvil, se alejó a grandes zancadas. Nosotros nos apresuramos a seguirle.

La granja era una horrible construcción de hormigón y ladrillo amarillo que imitaba la forma de un castillo. Estaba medio oculta entre pinos y rodeada por una amplia extensión de terreno vallado. Nosotros habíamos aparcado en una especie de patio enlosetado que había delante del edificio. No se veía a nadie, salvo a los perros, que, metidos en grandes perreras de tela metálica, estaban organizando un escándalo formidable. Debía de haber por lo menos una docena de animales.

El muchacho se dirigió en derechura hacia una de las jaulas, la más grande, que estaba adosada a la pared lateral de la casa. Dentro, tres robustos dóberman se desgañitaban de ansias mordedoras. El chico sacó un pequeño silbato de una cadena que llevaba en el cuello y sopló dos veces. Al oír los pitidos, los tres perros se serenaron inmediatamente. Metieron el rabo entre las piernas y se dirigieron al extremo más lejano de la jaula, en donde se sentaron muy modosos. El gorila abrió la perrera.

– Adelante.

– ¿De verdad? -dijo Adrián, mirando de reojo a los tres bichos.

– Son unos corderitos. A la de la derecha la he amamantado yo con biberón.

Entramos en la jaula en fila india y nos dirigimos hacia la pared del fondo. Allí el tipo manipuló unos ladrillos y al instante se abrió una puerta simulada. Dentro había una segunda puerta con picaporte, y más allá una habitación de dimensiones regulares con el suelo de madera, sillas, una mesa y otras tres puertas cerradas. Sentados a la mesa y jugando a las cartas había tres matones de mediana edad y fatal catadura. Estaban en mangas de camisa y llevaban las pistolas en las sobaqueras. No tenían ningún aspecto de terroristas de extrema izquierda: más bien parecían figurantes de una película de gángsters. El más mayor se levantó al vernos. Era calvo y tenía los dientes podridos y amarillos.

– ¿Este es el paquete? -preguntó, señalándonos con la barbilla.

– A ver -dijo el chico-. No van a ser turistas japoneses. El tipo no contestó. Me apuntó con un dedo rematado por una uña sucísima.

– Sólo pasa ella a ver al marido. Los otros se pueden quedar aquí esperando.

Me apresuré a hablar antes de que Félix organizara una balacera.

– Está bien. ¡Está bien! Aguardadme aquí.

El hombre de los dientes pochos echó a andar hacia una de las puertas, la única que tenía cerradura. Sacó una llave del bolsillo para abrirla, y luego se hizo a un lado y me dejó pasar. Oí cómo volvía a echar el cerrojo a mis espaldas.

– Lucía…

Ramón parecía más delgado y tenía el pelo alborotado. Vestía un pijama barato y calzaba pantuflas. Se encontraba de pie en mitad de la habitación, tembloroso y pálido. Pobre Ramón. Corrí hacia él y nos abrazamos. Mi marido gimoteó un poco sobre mi oreja.

– Gracias por venir. Gracias por venir.

– ¿Qué tal estás?

– Bien. Mal. No, estoy bien. No te preocupes.

Nos sentamos sobre la cama, porque había una cama, y le cogí las manos. La izquierda mostraba la clamorosa ausencia del meñique. El muñón había cicatrizado bien, pero aún se veía tierno y sonrosado. Acaricié los cuatro dedos supervivientes de esa mano y me aguanté las ganas de llorar.

– Ay, Ramón, Ramón… ¿pero en qué líos te has metido?

– Te lo puedo explicar todo. Todo. Me chantajearon. Tuve que hacerlo. Me amenazaron con matarme, con hacerte daño. Tuve que hacerlo.

Le miré con incredulidad: pero parecía tan sincero. Tal vez la juez estuviera equivocada con respecto a Ramón. A fin de cuentas, había dicho que todavía quedaban muchos puntos oscuros en la historia. Miré a mi alrededor: estábamos en una habitación pequeña y sin ventanas pero confortable, con un sofá de orejas, una estantería con libros y un televisor.

– Pero si ya hemos pagado, ¿por qué no te sueltan?

– Porque les conozco, porque les he visto. O porque querían utilizarme de rehén, no lo sé. Pero ayer me dijeron que me pondrían en libertad. Al parecer, hay gente importante que quiere que esto acabe.

Pobre Ramón. Estaba sentado en el borde de la cama, con las rodillas muy juntas, embutido en su rústico pijama. Parecía un niño con miedo a la oscuridad. Su cara tan conocida, sus arrugas, la pequeña marca en zigzag de la barbilla de cuando aquel gato le arañó tantos años atrás. En aquella ocasión yo le curé con agua oxigenada mientras él daba respingos y chillaba.

– Ay, Ramón, Ramón.

No sé cómo pasó. Supongo que fueron los nervios, la emoción del encuentro después de tantos meses o la conmoción de verle ahí encerrado, en manos de esos matones abominables. El caso es que yo le abracé, y entonces él me abrazó, y yo le besé en la mejilla, y él me besó en los labios, y caímos de espaldas sobre la cama, y los pijamas baratos son increíblemente fáciles de entreabrir. Yo intenté resistirme, abrumada por lo inadecuado de la situación: los secuestradores podían entrar en cualquier momento y sorprendernos. Pero eso mismo hizo que sintiera una excitación indescriptible, que Ramón me atrajera mucho más de lo que jamás me había atraído. Ni siquiera llegamos a desvestirnos: fue el polvo más rápido de mi vida. Fue algo loco, abisal, un fogonazo; nos separamos al instante, sin aliento, retocándonos las ropas, turulatos.

– ¿Y cuándo… cuándo han dicho que te van a soltar? -pregunté, aún medio ahogada pero simulando serenidad y cordura, mientras buscaba por debajo de la cama uno de mis zapatos.

– Enseguida, pero he tenido que prometerles algo -contestó Ramón.

– ¿Qué?

Su tono de voz no me gustaba nada.

– Para que me suelten, he tenido que prometer que me iría lejos. A Brasil o a Centroamérica o a la isla Mauricio o algún sitio así.

– ¿Cómo?

– Sí, ¡tengo que desaparecer durante un par de años! Para que no me interrogue la policía, ¿entiendes?

– No. No entiendo. Es todo muy raro.

– Pues está muy claro. Yo me voy y tú te quedas tranquila. En cuanto pueda, te telefoneo y te digo dónde estoy. Y tú vienes a verme o incluso a vivir conmigo, si quieres. O un tiempo vives conmigo y otro tiempo en Madrid. Durante un par de años. Hasta que los de Orgullo Obrero se olviden de mí.

– Ramón, no entiendo nada. Todo esto que me dices me parece absurdo. ¿Qué me estás ocultando?

– ¿Yo? Yo no te oculto nada. Te lo juro, cariño, te lo juro. ¿Acaso te he mentido alguna vez? -dijo Ramón con persuasiva vehemencia. Y luego se quedó atónito contemplando algo por encima de mi hombro, con la mirada vidriosa y la boca abierta.

Me volví siguiendo la línea de sus ojos: en el quicio de la puerta había aparecido el inspector García. Porque era García, desde luego, aunque se le veía distinto: llevaba unos pantalones beige de tergal muy apretados en el culo y una cazadora de cuero negro estrecha y muy macarra. Además estaba peinado de otro modo, y, lo que era más extraordinario, sonreía. Del bolsillo del pantalón colgaba un llavero con la bandera de España. Antes parecía un policía gris y funcionario, una rata de archivo, y ahora parecía un policía chulo y canallita, de los que le rompen la boca a los detenidos.

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