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– Pues sigo sin entender nada. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los diamantes?

– Dejadme hablar. Sois los dos demasiado impacientes, demasiado jóvenes. Veréis, el grueso del dinero negro que circula en el mundo se convierte en diamantes, bien para blanquearlo o bien por la facilidad que ello supone para mover grandes cantidades. Estoy hablando del dinero negro de verdad, de sumas importantes y que han de recorrer trayectorias difíciles. Hablo de los narcotraficantes y de los comerciantes de armas, por ejemplo, pero también del dinero político. Las mafias italianas compran a sus ministros y sus jueces con diamantes, la ETA y el IRA utilizan diamantes en sus operaciones, Gaddafi paga con diamantes los movimientos terroristas de los países que pretende desestabilizar. De mis tiempos de pistolero aprendí que hay muchos mundos en el mundo, y el más amplio, el más sólido y más estable es el mundo clandestino de la criminalidad internacional. La alta delincuencia es la mayor multinacional que existe en el planeta; posee unas normas estrictas, una administración colegiada, una jerarquía bien establecida. Y funciona en todos los países de la tierra. Eso sí que es internacionalismo, y no los sueños bolcheviques o libertarios. Yo conozco en Amsterdam a un tipo, o lo conocía, tal vez se haya muerto, que mandaba bastante en el comercio de los diamantes. Podemos ir allí e intentar hablar con él; y si no es con él, con sus descendientes: suelen ser negocios familiares. Hay un puñado de comerciantes holandeses que ocupan un lugar elevado en la jerarquía mundial de la delincuencia. Puede que ellos conozcan algo de Orgullo Obrero, o, en su defecto, por lo menos sí nos podrán decir a quién tenemos que dirigirnos en España para aclarar el caso. Porque todo se trata de saber a quién preguntar, como en un ministerio. Pregunta a la persona adecuada y obtendrás respuestas. Yo creo que deberíamos probar: no tenemos nada que perder. Vamonos a Holanda e intentemos encontrar a mi viejo amigo.

Explicado así, tal y como Félix lo explicó, el asunto sonaba exótico pero bastante fácil, como si una pudiera llegar a una oficina de información en Amsterdam, y presentar una instancia, y ser introducida en un despacho ante un funcionario correctísimo dispuesto a contártelo todo amablemente.

– Está bien, ¿por qué no? -concedí-. Vamonos a Holanda. Me envenena la sangre permanecer aquí sin hacer nada.

Aunque Félix estaba empeñado en pagarse el viaje de su bolsillo (Adrián no tenía un duro, y se dejaba invitar con ese desparpajo que suelen mostrar los jóvenes a la hora de explotar económicamente a los mayores), conseguí convencerle de que usáramos el dinero sobrante de la caja de seguridad: habíamos recogido 201 millones de pesetas, pero sólo habíamos entregado 200 a los de Orgullo Obrero.

– No es dinero mío, no es dinero limpio, no me gusta y no lo quiero. Qué mejor fin que gastarlo entre todos para intentar descubrir alguna pista.

Una vez tomada la decisión, nos pusimos a organizar el viaje con diligencia. Me costó un buen rato convencer a Félix de que no se llevara su Trabuco-Pistola; tuve que explicarle que no habría manera de evitar los arcos de metales y los túneles de rayos X de los aeropuertos; que detectarían el revólver y acabaríamos teniendo un problema, puesto que Félix carecía de permiso de armas. Mi vecino fruncía con enojo sus hirsutas cejas blancas: no estaba del todo convencido de mis palabras. Por su confusión respecto a las medidas de seguridad, descubrí que hacía muchos, muchísimos años que no volaba:

– Es que a Margarita, mi mujer, le daba miedo el avión, y luego yo, ya de jubilado, pues… -se justificó con cierto rubor.

Qué extraño personaje, este Félix Roble; tan pronto sabio, cosmopolita y conocedor de los más profundos arcanos de la vida, como sedentario ancianito pensionista que ni tan siquiera sabe que no puedes pasar un cañón por un aeropuerto. Aunque, en realidad, me dije entonces, qué estrambóticos éramos todos, qué trío tan absurdo. Félix, que ya estaba fuera de la vida por ser viejo, pero que no se resignaba a su vejez y andaba jugando al pistolero; Adrián, que estaba fuera de la vida por ser joven, un chico sin oficio ni beneficio, sin pasado y sin un futuro previsible; y yo, Lucía Romero, la peor de todos, justo en la edad del ser y del estar, pero ni estando en ningún lado ni sabiendo quién era, pura contradicción y desconcierto, una cuarentona mareada de miedo. A nuestros pies, la Perra-Foca hacía el mismo ruido al respirar que un motor de explosión con las bujías sucias; dormitaba feliz y absolutamente convencida de que nosotros la protegeríamos, de que éramos dioses omnipotentes capaces de nutrirla y rascarla y pasearla durante toda la eternidad perruna, en vez de vernos como en el fondo éramos, unos humanos miserables y atónitos. Al otro lado de las ventanas, el resto de las personas de la tierra se afanaban en sus obligaciones; iban y venían, laboriosos, como si tuvieran razones suficientes para moverse; y cumplían horarios, plantaban árboles, daban papillas a los niños, compraban pasteles los domingos, se iban de vacaciones en agosto con un remolque-caravana. Hacían cosas. Vivían.

Bien, ahora nosotros por lo menos íbamos a hacer algo: nos marchábamos a Amsterdam a buscar la verdad. Porque ya no era Ramón, o no era sólo Ramón, lo que estaba en juego. Tuve que admitir la evidencia en el aeropuerto, mientras revivía, con cierto escalofrío, la desaparición de mi marido; y durante el vuelo, mientras yo fingía dormitar y Adrián y Félix discutían; y en el taxi, camino del barato y deprimente hotel donde nos alojamos, cercano a las calles de escaparates de las putas. Lo que ahora me movía era el afán de desentrañar la verdad, si es que tal cosa existe y tiene entrañas. Sí, quería recuperar a Ramón, y socorrerle, en el supuesto de que le hiciera falta ser socorrido. Pero también necesitaba saber qué había hecho mi marido para acabar así; cuál era su implicación con Orgullo Obrero; cómo era en realidad aquel Ramón con quien conviví más de diez años; por qué me dejé engañar tan fácilmente. Quién era, en fin, esta Lucía Romero que habitaba en la inopia.

La mañana de nuestro primer día en Amsterdam amaneció oscura como (¿por qué siempre dicen «como boca de lobo»? Pobres lobos, de colmillos resplandecientes y lenguas rosadas), oscura como boca de urinario subterráneo. Hacía un frío extremado y una desagradable aguanieve hería las mejillas. Amsterdam, tan hermosa como siempre, mostraba un aspecto solemne y sepulcral bajo el cielo de plomo. Las calles estaban vacías, los canales negros y revueltos, y en cualquier esquina podía estarse cometiendo un asesinato. Salimos del hotel envueltos en lúgubres presagios. Esas eran mis sensaciones, por lo menos; a Félix se le veía animado y verborreico. Tal vez fueran los nervios.

La Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba a dos minutos de Rokin, la arteria principal de los comerciantes de diamantes. Comerciantes legales, con joyerías honorables y dignas; sólo que, amparados en el sólido prestigio de los orfebres holandeses, unos pocos empleaban la trastienda para el otro negocio. Para las transacciones millonarias y secretas.

En la Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba la venerable joyería Van Hoog, una pequeña tienda de portada de madera labrada y aspecto orgulloso en cuyo frontispicio se podía leer «Founded in 1754» en letras talladas y estofadas en oro. Remoloneamos un poco alrededor del pequeño escaparate antes de atrevernos a entrar: en los exhibidores había sobre todo diamantes, pero también esmeraldas, aguamarinas o rubíes; y hermosas joyas antiguas, dispuestas con primor sobre fondos de terciopelo rojo. Por ningún lado se veían las horrorosas cadenitas de oro para turistas, con miniaturas de molinos o de zuecos, que solían atestar las demás tiendas. Van Hoog era una joyería exquisita, un lugar de categoría y con buen tono.

De manera que entramos y nos detuvimos frente al mostrador, un poco pavisosos y apocados.

– Can I help you?

Quien se había ofrecido a atendernos era un duque de unos cuarenta años. Digo yo que era duque porque llevaba el traje gris perla más elegante que jamás he visto, con doble botonadura y una tela increíble; camisa azul a juego, corbata de seda en amarillos. Por encima de eso, una cara de príncipe consorte de Inglaterra, con punzantes ojos grises, la nariz aguileña y un mentón nobilísimo que consentía en dirigirse a nosotros con cortesía. Son tan magnánimos los verdaderos aristócratas…

– May I speak with Mr Van Hoog, please? - dijo Félix con aceptable sintaxis y calamitoso acento: ¿Puedo hablar con el señor Van Hoog? Qué sorpresa: ignoraba que el viejo supiera idiomas.

– Yo soy el señor Van Hoog. ¿Qué desea? -contestó el duque en su inglés exquisito.

– No, perdone, usted no; me refiero al viejo señor Van Hoog, un hombre de mi edad. Somos antiguos conocidos, aunque hace mucho que no lo veo. Espero que todavía esté vivo -explicó Félix.

– Supongo que se refiere usted a mi padre. Se ha retirado del negocio. Ya no viene nunca por aquí. ¿En qué puedo servirle? -respondió el hombre, imperturbable.

Félix me miró, un poco agobiado. Bien, puestas así las cosas, no había más remedio que aventurarse. Le vi prepararse para dar el salto y aguanté la respiración cautelosamente.

– Bueno, se trata de… Es un asunto un poco difícil de abordar… -empezó Félix con voz titubeante-. Me llamo Fortuna y… Mi hermano y yo pertenecíamos a la guerrilla anarquista española… Éramos pistoleros anarquistas, ¿sabe usted? Y hace años veníamos aquí para comprarle a su padre diamantes del mercado negro.

Aunque estábamos solos en la tienda, Félix había bajado la voz.

– Me temo que está usted equivocado, señor. Nosotros jamás trabajamos en el mercado negro -respondió el duque sin menear un músculo.

– Perdóneme que insista, pero por lo menos cerramos cuatro o cinco transacciones con su padre. Y yo fui el encargado de venir a esta tienda y traté en persona con el señor Van Hoog.

– Le repito que se ha equivocado.

– Mire, sólo quiero hablar un momento con su padre. ¿Por qué no me pone en contacto con el señor Van Hoog? Si no, no tendré más remedio que buscarlo por otra parte. Tendré que ir a hablar con los vecinos de esta calle. Contarles mi historia. Preguntar por él.

A medida que Félix insistía, el plan general de este viaje a Holanda y el particular de esta visita a la joyería Van Hoog empezaban a parecerme una auténtica locura. Aun en el caso de que Félix no hubiera confundido sus recuerdos (la memoria de los viejos es como un calcetín agujereado) y estuviéramos en el lugar correcto, ¿quién nos mandaba ir diciendo semejantes burradas a un principesco hijo que probablemente ignoraba las andanzas juveniles de su padre? Claro que la cosa todavía podía resultar peor. Aun podía ser cierto que este establecimiento tan exquisito fuera el centro de una mafia mundial; y, en ese supuesto, venir a tartamudearles impertinencias, como Félix estaba haciendo, se me antojaba ahora una de las cosas más inconvenientes e insalubres a las que uno podía dedicarse en la vida.

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