Entró una secretaria en el despacho y la magistrada se detuvo. No te lo creerás, pero la secretaria también estaba embarazada. Era alta y robusta como una lanzadora olímpica de disco, y tenía una panza como un planeta. La pequeña habitación empezó a oler a menstruos retenidos: la concentración de estrógenos por metro cuadrado era asfixiante. La juez firmó unos papeles, la grávida energúmena se fue y la exposición de los hechos continuó.
– Creemos que su marido fue contactado por Orgullo Obrero y forzado, bajo amenazas, a desviar los fondos del ministerio. No debe de ser al único funcionario al que han amenazado: nos consta que por lo menos hubo otro hombre en Valencia, un alto cargo autonómico. Ese hombre también desapareció, y estamos casi seguros de que fue secuestrado por Orgullo Obrero. Creemos que es una especie de impuesto revolucionario, sólo que muy selectivo. Extorsionar a los ricos no resulta fácil. Orgullo Obrero es una organización pequeña y probablemente les sea más rentable concentrarse en dos o tres personas colocadas en puestos decisivos y ordeñar al Estado a través de ellas. Claro que, para organizado todo, entre los terroristas debe de haber alguien con un buen conocimiento administrativo y financiero. ¿Observó usted algún cambio en el carácter de su marido en los últimos cuatro años? ¿Estaba más nervioso, inquieto, parecía asustado?
¿Observar? ¡Pero si hacía una eternidad que yo ni tan siquiera miraba a Ramón! Claro que esta era una de esas indignidades conyugales que todos nos callamos.
– No. No noté nada -dije con incomodidad.
– Ya veo. Bien, creemos que en algún momento de este proceso su marido empezó a quedarse con parte de los fondos que desviaba. Se fue haciendo un pequeño tesoro personal. Con el tiempo, suponemos, unos doscientos millones.
Calló y me miró con intención durante unos instantes. -Probablemente la tentación de ver pasar todo ese dinero por sus manos fue superior a sus fuerzas. Aunque también es posible que estuviera reuniendo ese capital para desaparecer. Para fugarse. Debe de ser muy duro vivir sometido a un chantaje terrorista durante años.
Le agradecí mentalmente a la juez esa puerta abierta a la dignidad. Sí, se lo agradecí de corazón.
– El caso es que los de Orgullo Obrero se enteraron de algún modo de ese fondo alternativo que Ramón Iruña se estaba haciendo, y le conminaron para que se lo entregara. Pero parece evidente que su marido fue mucho más heroico a la hora de defender sus propios millones que cuando estaba en juego el dinero público. Debió de negarse, y entonces lo secuestraron.
Le retiré el agradecimiento a la magistrada. En realidad, se trataba de una mujer muy fastidiosa.
– Le diré que ha tenido usted el teléfono intervenido, y que por sus conversaciones, y porque suelo tener un talante apacible y confiar en la bondad humana, he decidido creer por el momento en su ignorancia sobre todo este asunto. Comprendo que al principio mantuviera usted el silencio para proteger a su marido, pero ahora le puede ayudar mejor si lo cuenta todo. Y de paso se ayudará usted misma. Porque podría procesarla por complicidad en los delitos cometidos por el señor Iruña. Que son una buena colección, se lo aseguro.
Pues sí, lo conté todo. Ya estaba pagado el rescate y la juez conocía todo lo que no debía conocer, así que ¿qué mal podía causar a estas alturas que yo hablara? Al contrario: Ramón no aparecía, y tal vez lo que yo pudiera decir ayudara a la localización de los delincuentes. Por consiguiente, expliqué lo de los millones, y lo de los almacenes Mad amp; Spender, y lo del dedo seccionado, todo ello ante la presencia berroqueña del inspector García, que ni se movió ni dijo palabra en todo el tiempo. Por cierto que fueron a buscar el dedo de Ramón y le hicieron unas pruebas en el laboratorio, comparando los vellos congelados de la falange con unos cabellos que yo recogí del cepillo de mi marido. Al cabo, dictaminaron lo que yo ya sabía: que ambas muestras pertenecían al mismo individuo. Pero esto sucedió una semana después y en el entretanto pasaron muchas cosas.
Aquel día regresé a casa y expuse a mis amigos lo que la juez había dicho. Al repetirlo en alta voz, advertí con mayor claridad lo bochornoso de mi papel en el asunto. ¿Cómo era posible no haber notado nada? Conocí una vez a una mujer que me contó su historia: estaba casada y tenía tres hijos ya crecidos, y, según ella, su familia la trataba con la misma atención y sentimiento con que trataban al calentador de la ducha o al frigorífico, unos útiles domésticos imprescindibles para la comodidad cotidiana, pero con los que no solían mantener conversaciones apreciables. Y como prueba de lo que decía explicaba que una vez se golpeó con la puerta de una alacena y se le quedó el ojo morado durante dos semanas; y que durante todo ese tiempo nadie, ni su marido ni los tres gamberros salidos de sus entrañas, mencionaron ni una sola vez el ojo machucado. Pues bien: esta omisión que a mí me pareció ignominiosa cuando me la contaron, este desapego escandaloso y bárbaro, quedaba ahora empalidecido ante la supina insensibilidad de mi comportamiento.
– Parece mentira. No me puedo creer que haya vivido todos estos años con Ramón sin conocerle en absoluto. Cómo es posible que le estuvieran extorsionando durante tanto tiempo y que yo no me haya dado cuenta de nada… Pobre Ramón.
– Pues sí, en efecto, parece mentira… -dijo Félix, pensativo-. Pero sobre todo porque toda la historia suena bastante rara.
– ¿Qué quieres decir? A mí me parece de lo más lógica y razonable… O sea, todo eso del impuesto revolucionario y de ordeñar al Estado y demás que contó la juez.
– Ya. Y resulta que tu marido guarda en su caja fuerte dos cartas de los terroristas. No todas, sino sólo esas dos, que son justamente las que permiten deducir por qué defraudaba al ministerio y por qué le secuestraron.
– ¿Y qué hay de raro en eso? Posiblemente fueran las únicas cartas que recibió. Seguro que los terroristas se comunicaban con él por teléfono, para no dejar huellas. O en persona.
– Eso es verdad -intervino Adrián, que le quitaba la razón a Félix siempre que podía-. Me han contado que los etarras, por ejemplo, utilizan mucho el contacto personal para sus extorsiones.
– Sí, claro -remachó el vecino-. Y también es muy habitual que los terroristas pongan la fecha en sus cartas amenazantes. Ponen fecha, mandan copia a los archivos y apuntan el número de la carta en el registro de entrada y salida de correspondencia. ¿Pero no comprendes que eso es ridículo?
Vale, bien, de acuerdo; ahora que lo mencionaba Félix, me daba cuenta de que el detalle de la fecha ya me había resultado algo chocante en el momento en que leí las notas. Me extrañó, pero no le di mayor importancia, embebida como estaba en el extrañamiento general de toda la situación, en la desmesura de las revelaciones de la magistrada.
– Sí, eso es algo raro -concedí-. Pero entonces, ¿tú qué crees que sucede?
– A lo mejor hay una conspiración para intentar cargar a Ramón con las culpas del robo -se animó Adrián-. A lo mejor han falsificado las cartas y han secuestrado a tu marido para que parezca que el responsable es él. Por eso no notaste nada, porque no sucedía nada, porque todo es mentira.
Me sentí muy tentada de creer esa versión tan consoladora, esa versión que exculpaba a Ramón, que me exculpaba a mí. Félix sacudió la cabeza, incrédulo:
– Hay demasiados puntos oscuros en esta historia. Deberíamos buscar entre las pertenencias de tu marido, a ver si descubrimos algo.
– ¿Como qué?
– Lo que sea, algo, cualquier cosa que nos proporcione alguna información suplementaria. Por cierto, ¿no dijiste que habías encontrado la cuenta de un teléfono móvil? Repasemos todos los números. Tal vez haya alguno que sea interesante.
Era una buena idea, desde luego. Lástima que resultara imposible localizar la dichosa cuenta. Miramos en la mesa de trabajo de mi marido, en el cajón de la cocina en donde guardo los papeles de la casa, encima de las estanterías, junto al cuaderno del teléfono, entre los libros, entre las cartas del recibidor, incluso escudriñamos debajo del armario, por si se había caído. Nada. Nos pasamos una hora buscando ese papel, que yo creía haber dejado encima del escritorio de Ramón; y a medida que la batida se iba revelando infructuosa empecé a abrigar locas sospechas que guardé para mí: porque sólo podía haber sido Adrián quien se lo hubiera llevado. Él estaba en mi casa todo el tiempo, él entraba y salía con libertad, le hubiera sido muy fácil deshacerse del recibo del teléfono. A fin de cuentas, no conocía a ese muchacho en absoluto, me dije de nuevo. A fin de cuentas, había aparecido catapultado en mitad de mi vida como un alienígena llegado en una nave. No tenía amigos, no había referencias, nadie daba fe de su identidad y de su pasado. Y esa forma suya de ser tan contradictoria, en ocasiones aniñado y en ocasiones lúcido y maduro, ¿no sería en realidad una impostura? Como el hecho mismo de su coquetería. Porque a esas alturas ya estaba casi segura de que coqueteaba conmigo. ¿Era normal que un chico de veintiuno años encontrara atractiva a una mujer de cuarenta y uno? ¿O tal vez eso también formaba parte de su papel de emboscado, de su disfraz?
– Está bien -dijo Félix-. Olvidémonos de la dichosa cuenta. Vamos a ver si encontramos alguna otra cosa de interés.
Entonces iniciamos un registro sistemático de la casa y en especial de las zonas de influencia de mi marido, como sus armarios, sus estanterías y sus maletas. Resultó ser un trabajo extenuante, inútil y molesto. Al caer la tarde no habíamos hallado nada de interés y habíamos tragado más polvo que si hubiéramos atravesado una tormenta de arena en mitad del desierto. Iba a rendirme ya cuando Félix cantó victoria:
– ¡Mirad lo que hay aquí!
Era un teléfono móvil. Es decir, debía de ser el móvil de Ramón, ese aparato que yo nunca le había visto usar y con el que llamaba a los números eróticos. Estaba metido dentro de un calcetín y escondido en la puntera de una bota de mi marido. Un sitio un tanto extravagante, desde luego, para guardar un teléfono. En la otra bota, y arropado por otro calcetín, encontramos el cargador de la batería.
– ¡Qué raro que lo tuviera tan oculto! ¿No? -exclamó Adrián.
Félix no dijo nada: sólo gruñó de modo lastimero. Llevaba un buen rato a cuatro patas rebuscando entre los zapatos del armario y ahora estaba intentando ponerse de pie sin conseguirlo.
– Echadme una mano, por favor -tuvo que pedir al fin, mortificado.