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A las siete y cuarenta puse la maleta junto al banco, de acuerdo con las instrucciones recibidas, y el desvarío melancólico en el que estaba inmersa se trocó en ansiedad. ¿Y si ahora pasara un ratero cualquiera y se llevara tan tranquilamente la maleta? ¿Acaso no eran célebres las estaciones por la abundancia de ladrones que las pululaban? ¿Y no era mi maleta, colocada con aparente descuido junto a mí, una presa tentadora y fácil? En ese momento anunciaron la llegada de un AVE, y un minuto más tarde empezó a sobrepasar mi banco una nueva oleada de viajeros. Yo mantenía el rostro hacia delante, pero mi mirada, no podía evitarlo, se escurría por la comisura de los ojos hacia la maleta. La Samsonite era una mancha negra en torno a la cual se arremolinaba el flujo humano, como una roca lamida por las olas. Ahora tiene que ser, me dije. Justo ahora. Pero pasaban los minutos y el caudal de personas iba disminuyendo. Al cabo, los últimos viajeros se deslizaron presurosos a mi alrededor y el vestíbulo volvió a quedar en calma. Era una tranquilidad mortífera, exasperante.

– No va a salir bien. Lo presiento. Hoy tampoco sale -gemí para mí misma.

En ese instante se paró frente a mí una señora que arrastraba tras de sí a una niña zangolotina y cejijunta de la misma manera que otras señoras arrastran el carrito de la compra.

– Es usted… ¿Es usted? -dijo, redundante, señalándome con un dedo acusador.

– ¿Cómo? -me sobresalté: no era posible que esa mujer fuera mi contacto.

– ¡Sí, es usted! -insistió triunfal la señora, dándome golpecitos en el hombro con el dedo-. Usted es la escritora infantil esa, ¿verdad?

No eran ni el lugar ni el momento apropiados para entablar una charla literaria y hubiera debido mentir, fingir, librarme de la mujer, decir que no. Pero era la primera vez en mi vida que me asaltaba una fan en plena calle y no pude resistir la tentación de la gloria.

– Pues sí, supongo que sí.

– ¡Qué alegría! Mira, Martita, esta señora es la autora de esos libros que te gustan tanto.

Martita sonrió con candor. Era como una copia reducida de su madre, con la misma narizota e idénticos mofletes poderosos.

– Qué alegría, precisamente los Reyes le han traído este año el último volumen de la colección, no se pierde ni uno, ¿verdad, Martita? Le encanta Patachín el Patito, los tiene todos.

Sentí un pequeño retortijón en el orgullo, que viene a estar localizado como a la altura del hígado.

– Belinda. Belinda, la Gallinita Linda - murmuré.

– ¿Cómo dice?

– Que yo no soy la autora de Patachín el Patito. La autora es Francisca Odón.

– ¡Vaya! ¡Qué me dice! ¿Está usted segura?

– Mis libros son los de Belinda, la Gallinita Linda - repetí con cierta esperanza mientras miraba a mi alrededor nerviosamente.

– ¡Vaya! Pues esos no los conocemos, ¿verdad, Martita? ¡Qué pena! Pues nada, usted perdone, ¿eh? -dijo algo embarazada la señora.

Y salió a todo correr arrastrando a su hija tras de sí.

Me estaba intentando reponer del encuentro cuando se acercó a mí un niño pequeño y mugriento que vendía flores de plástico. Qué minuto tan intenso: en mi vida había estado tan solicitada. Con tanto visitante inopinado volvería a fracasar la operación de entrega del rescate.

– No quiero comprar nada, guapo -me apresuré a decirle: quería que se fuera y que no estorbara.

– Pero qué dices, tía. Si yo no vendo nada. Te traigo un recado. Y la flor te la regalo -contestó con desparpajo el mico, que apenas si levantaba un palmo del suelo. Y me metió en la mano un papelito y una rosa encarnada.

Desdoblé el papel: traía un texto impreso en letra minúscula, semejante a la del anterior mensaje de Orgullo Obrero. Decía así:

«Esto ha sido una cita de seguridad. Vaya ahora mismo, repetimos, AHORA MISMO, al cine Platerías. Compre una entrada y entre usted sola, repetimos, USTED SOLA. Siéntese en las últimas filas, en la zona de la derecha y en una de las butacas del pasillo, dejando libre un asiento a su lado. Ponga la maleta a sus pies y disfrute con la película. No se detenga a telefonear a nadie: la estamos vigilando.» Levanté la cabeza buscando al niño de las flores, pero había desaparecido. Me apresuré a salir de la estación y enseñé la nota a mis compañeros, que para entonces estaban ya desesperados por mi tardanza.

– Dicen que nos están vigilando -susurré, sobrecogida.

– Puede que sea cierto y puede que no -contestó Félix-. De todas formas, vamonos.

Un taxi nos trasladó en sólo diez minutos hasta el cine. El Platerías estaba en una calleja de la zona antigua de Madrid, por detrás de la Puerta del Sol. Era un local mísero y diminuto con un cartelón pintado a mano que decía: «Hoy, fabuloso programa triple: El Último Nabo en París, Chúpate ésa y Huevos a Granel». El cogote se me inundó de sudor frío: de manera que tenía que entrar ahí y además sola. Era noche cerrada y la calle estaba poco iluminada y aún menos transitada. El interior del cine parecía tan acogedor como la cueva de una serpiente cascabel.

– Pues me parece que no tienes más remedio que ir -dijo Félix.

– Te esperaremos aquí, no te preocupes -dijo Adrián-. Y si no sales en un ratito voy a buscarte.

Me acerqué a la taquilla para sacar la entrada, muerta de vergüenza de que me vieran. Pero a la taquillera, una momia de pelo pelirrojo y nariz verrugosa, mi presencia le pareció de lo más normal:

– Toma, tesoro. Y date prisa, que ahora mismo está empezando Chúpate ésa. Es la más bonita de las tres, tiene un argumento la mar de interesante -dijo la momia.

Y en efecto entré, arrastrando con dificultad la pesada maleta por encima de una moqueta sucia hasta la náusea. Atravesé una cortina ajada y me encontré dentro de una tórrida y sofocante oscuridad que apestaba a pies y a bajos mal lavados. Poco a poco empezó a emerger de las tinieblas el perfil de las butacas: era una sala pequeña y estaba casi vacía. Busqué un lugar a la derecha y hacia atrás, siguiendo las instrucciones, y me desplomé sobre el asiento con el corazón bailándome un zapateado dentro del pecho. Era una suerte que estuviera tan oscuro, porque así no podía ver la porquería que tapizaba los sillones: el posabrazos, en donde coloqué un instante mi mano, tenía un tacto húmedo y viscoso. Puse la maleta junto a mí, entremedias de mi silla y la de al lado, y me dispuse a esperar. Pasaron unos pocos minutos y empecé a ser consciente de lo que estaba viendo en la pantalla: carne por aquí y carne por allá, agujeros negros y peludos, bocas babeantes, penes descomunales. Bien, me dije con alivio, es una película porno para homosexuales. Miré a mi alrededor y todos los demás espectadores estaban repartidos en parejitas, afanosamente atentos a lo suyo: de modo que el Platerías era un cine gay, circunstancia que me tranquilizó bastante. Si no cogía alguna enfermedad venérea, si no me quedaba embarazada por el mero hecho de estar sentada en uno de esos sillones sustanciosos, y si no moría asfixiada por el aire fétido, tal vez conseguiría en esta ocasión entregar el dichoso dinero del rescate, me dije esperanzada. Y en ese mismo instante, como si hubiera sido convocado por mi mente, se sentó a mi lado un tipo alto y grueso.

Lo de alto y grueso lo advertí por su sombra, por el volumen de aire que desalojaba junto al rabillo de mis ojos, porque no me atreví a mirarlo de frente. Seguí con la vista clavada en la pantalla, en donde un negro inmenso le clavaba a su vez la verga a un blanco delgaducho. Bien, el recién llegado empezó a maniobrar junto a mí. Noté que la maleta se movía: chocó contra mi pierna. ¿Pero qué demonios estaba haciendo el tipo? ¿Pretendía quizá contar los millones antes de llevárselos? Entonces vi algo de refilón que me llenó de pánico: el hombre tenía en la mano una pistola. ¿Tal vez iba a matarme? Me volví hacia él de manera instintiva y lo miré de frente: un rostro ancho y anodino, la boca medio abierta, la lengua asomando entre los labios. Y lo que había en sus manos era un sexo amorcillado y renegrido, tieso como la vara de un perchero. No se trataba de mi contacto, no era el terrorista, sino el único bisexual que debía de haber en todo el cine, tal vez el único verdadero bisexual de todo el planeta, y justamente me había tocado a mí, justamente se le había ocurrido sentarse a mi lado y meneársela.

Pegué un bufido, me puse de pie y salí arreando con la Samsonite. Y entonces sucedió: estaba retrocediendo por el pasillo en busca de otra butaca, cuando alguien salió por detrás y agarró la maleta.

– Esto es nuestro -susurró una voz en mi oído,

Fue un movimiento suave y bien ejecutado: yo sentí su mano sobre la mía y solté el asa. Vi las espaldas del hombre, envueltas en un traje oscuro, caminando por delante de mí hacia la salida. Me quedé paralizada en medio del pasillo durante unos instantes, hasta que un espectador empezó a protestar diciendo que no veía. Salí corriendo y me encontré con Félix y Adrián en la puerta del cine.

– ¿Lo habéis visto, lo habéis visto? -les grité muy excitada.

– ¿A quién?

– Al hombre de la maleta.

– No, no. Por aquí no ha pasado nadie. Debe de haber otra salida.

En realidad, me daba igual por dónde se hubiera ido: lo importante era que lo habíamos conseguido. ¡Habíamos conseguido pagar el rescate! El juego de policías y ladrones había acabado.

Regresamos a casa en silencio, agotados. Curiosamente, yo no había pensado en ningún momento en lo que pasaría después de la entrega: todas mis energías habían estado concentradas en la operación de pago del rescate. Ahora, una vez aflojada la tensión, mi cabeza se había sumido en el aturdimiento. Bien, habíamos conseguido pagar la cantidad exigida, y ahora era de suponer que Ramón sería liberado y que volvería a casa. Me aliviaba, claro que me aliviaba la idea de su liberación. Pero me acongojaba, claro que me acongojaba la idea de su regreso. Ahora que Ramón iba a volver conmigo ya no me parecía tenerle tanto cariño como en los días pasados. Me lo imaginaba entrando por la puerta con su mano maltrecha (pobrecito) y sentándose en la sala y explicando su secuestro una y otra vez, ciento cincuenta mil veces en los próximos años, ciento cincuenta mil explicaciones reiterativas y aburridísimas todas ellas, porque Ramón era lento y tedioso y un narrador horrible. Me imaginé a Ramón contando su secuestro por milésima vez y fumando de la manera que él fuma, agarrando el cigarrillo con su mano mutilada (pobrecito) y sosteniéndolo recto ante la boca mientras chupa, para después hacer ruido con los labios al echar el humo; cierra y abre los labios con un chasquido húmedo y neumático, cierra y abre los labios como si fuera un barbo boqueante. Para entonces yo ya no soportaba ese ruidito ni esa manera piscil de abrir la boca. Es curioso ver cómo se desarrollan las inquinas domésticas: al principio lo que te desespera de tu pareja es que no te escuche cuando le hablas o que no sea todo lo cariñoso que esperabas o que tenga un mal genio inaguantable, pero luego, con el tiempo, superada ya la línea de flotación de las disputas conyugales, lo que de verdad te enferma y exaspera es que tu pareja haga ruiditos al comer la sopa o que tenga la costumbre de silbar en la ducha; de modo que estas manías personales, inocentes del todo, pasan a convertirse en el núcleo del rencor y del desencuentro, en la madre de todas las furias y del gran desencanto. Y así, lo que más me espantaba del regreso de Ramón era verle y oírle boquear mientras fumaba con su mano cortada (pobrecito): porque cada vez que se ponía a barbear me entraba por él un odio tal que, por poner un ejemplo, le hubiera incrustado gustosamente un paraguas de tamaño regular entre los labios.

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