Me estremecí.
– ¿Y entonces?
– Entonces. Yo investigo. Usted negocia y paga. Yo no me entero. Usted me avisa cuando el señor Iruña quede en libertad. Así son las cosas. Me parece que se les están quedando fríos los espaguetis.
Se nos había quedado mucho más frío el ánimo. Después de que el inspector se fuera, sólo Adrián pudo devorar, con su proverbial hambruna de lobezno, el cuenco de pasta pegoteada. Félix y yo estuvimos intentando desentrañar la razón de la visita de García.
– Quizá no quiera nada. Quizá venía tan sólo a decirnos lo que sabía y a aconsejarnos honestamente que pagáramos -aventuré.
– No, no, no. Eso sería demasiado simple. Creo que, en efecto, quiere que paguemos, pero para utilizarnos de cebo. Creo que pretende atrapar a los secuestradores en el acto de cobrar el rescate, y apuntarse así un tanto. Le importa un comino lo que esos fanáticos puedan hacerle a tu marido.
Entonces, qué día tan fatídico, volvió a sonar el timbre de la puerta, como en un vodevil de enredos, pero tenebroso. Y en esta ocasión era el portero: que mientras estaba fuera en la hora de la comida le habían dejado un paquete para mí en la portería. Era un paquete pequeño, como la cuarta parte de una caja de zapatos. Lo remitía la editorial de Belinda, la Gallinita Linda. Rompí el papel de estraza con cierta ilusión, esperando un detalle de aliento por parte de mi editor, un regalito enviado con cariño. Dentro había una bonita caja de cartón floreada; dentro de la caja, un montón de papel de seda muy arrugado. Y dentro del papel de seda, como acurrucado en ese nido pálido y crujiente, había un dedo seccionado. El dedo meñique de la mano izquierda de Ramón.
Lo reconocí enseguida, el dedo ese. No se puede vivir diez años con un hombre sin saber cómo son sus dedos, el olor de sus axilas, los pelánganos que le asoman por la oreja. Todas esas intimidades que llegas a conocer del otro como si fueran tuyas. El dedo de Ramón era largo y bien formado: siempre tuvo las manos bonitas. Tenía la uña cuadrada y recortada con primor (incluso en el secuestro: me admiré), y un puñadito de vellos en la primera falange. El corte era limpio, sin pingajos de piel o de tendones, sin astillas de huesos. Tan limpio como si lo hubieran seccionado con un hacha, ¿o quizá la violencia del hachazo hubiera aplastado o maltratado más la piltrafa de carne? También era posible que hubieran utilizado una cuchilla de cortar embutidos. Estuve barajando mentalmente estas opciones y me tuve que ir a vomitar. Después me pasé llorando toda la tarde.
El dedo de Ramón. Pobre dedo, tan solo, pálido y muerto, carente de sangre y sustancia. Pobre Ramón, sometido al horror, al dolor y a la mutilación. Mi cabeza no funcionaba bien, estaba llena de relámpagos de cuchillas. El dedo de Ramón. Yo había dado la mano a ese dedo cuando estaba vivo y lleno de movimientos y adherido al resto del continente ramoniano. Yo había sentido moverse ese dedo, caliente y sudoroso en verano, frío en invierno, pero seguro que nunca tan frío como ahora, en el hueco de la palma de mi mano. Ese dedo me había acariciado la cabeza, me había pasado el periódico durante el desayuno, incluso debía de haber estado dentro de mí: diez años de vida conyugal dan para todos los dedos, aunque se trate de una conyugalidad bastante mortecina. Y ahora ese pedazo de persona no era más que un fragmento de basura orgánica.
– Es una brutalidad, es un espanto, es cierto. Pero también te digo que en estos casos se suele sufrir más con la imaginación que con el hecho en sí -me decía Félix, intentando sacarme del ataque de angustia-. Tú estás ahora reviviendo mil veces, y de mil maneras distintas, el momento de la mutilación. Pero para él ese instante acabó hace tiempo. Te recuerdo que yo perdí tres dedos y tampoco fue un trauma tan terrible.
– Pero tú mismo has dicho que para ti no fue una pérdida. No tiene comparación en absoluto. Lo que habrá sufrido, pobrecito.
Ramón había perdido su dedo y yo había perdido a Ramón, mucho antes incluso de que lo secuestraran. Lo había perdido dentro de mí, junto con mi juventud, mis dientes, mis ambiciones literarias, mi capacidad para sentirme viva, mis ganas de enamorarme, mi cuerpo de mujer y tantas otras cosas sonoras y sustanciales en las que no quería ni pararme a pensar. Félix estaba en lo cierto: vivir era perder. Todo se acababa, todo decaía.
Mis padres, por ejemplo. En el rato que estuvieron en casa hablaron de mil temas, compitiendo en locuacidad como siempre habían hecho. En un momento dado empezaron a relatar la extraña historia que les había contado muchos años atrás un amigo dentista. Fue mi madre quien llevó la voz cantante en la narración:
– Pues la cosa sucedió cuando el doctor Tobías acababa de montar su nueva consulta. Un día le llegó un tipo mayor con su mujer diciendo que quería que le arreglara la boca a la señora -explicó mi madre.
– Un arreglo caro e importante -añadió el Caníbal.
– Y este señor era Marrasate, ya sabes, el de los embutidos Marrasate, un tipo riquísimo.
– Forrado de millones -apuntó él.
– Entonces el doctor Tobías le presentó el presupuesto para que lo firmara, como siempre hace, pero Marrasate le contestó que él era tan rico que no firmaba presupuestos previos. Era un chulo, ya ves. Y al doctor Tobías le dio apuro insistir.
– No se atrevió.
– Total, que le arregla la boca a la señora, termina el trabajo y le manda la factura al millonario. Y pasan dos semanas y nada, no hay respuesta. Así que una tarde el doctor Tobías se acerca por la casa de Marrasate, que daba la casualidad que vivía cerca de la consulta… -En el portal de al lado.
– Y entonces el portero le explica que no están, que se han ido corriendo a Barcelona porque la señora se ha puesto muy enferma. Bien, con esto el doctor Tobías se queda más tranquilo y vuelve a su trabajo. Y pasa un mes o así y una tarde llaman a la puerta de la consulta y es un mensajero que le entrega un paquete a la enfermera.
– Un paquete pequeño.
El Caníbal apuntalaba el relato de mi madre con sus acotaciones sin entorpecerlo ni interrumpirlo, y mi madre se tomaba a bien esas intervenciones, que no eran un intento de arrebatarle la palabra y el protagonismo, sino, por el contrario, una aportación para la voz común, para el discurso dual de las parejas. No hay nada que dé mejor la dimensión de la veteranía de una convivencia como esa manera inconsciente y automática de conversar a dos, de completar con el rebote de tus pensamientos el pensar del otro. Porque el roce continuo de la conyugalidad termina emborronando los límites del ser, Al cabo de los años, de muchos años, todo lo has vivido con el otro, o se lo has contado infinitas veces, o se lo has oído hasta el aburrimiento. No hay palabra, pues, que no resuene.
– Y abren la cajita y ¿qué te crees que había dentro? Pues los dientes de la mujer, o sea, los puentes falsos. Porque la señora se había muerto y ese tipejo le había arrancado los dientes para devolvérselos al dentista y no pagarle. Y date cuenta además de que eran puentes fijos, de esos que se quedan totalmente pegados, o sea que para quitarlos había que liarse a golpes con la boca de la muerta.
– A martillazos.
Mis padres habían vivido juntos más de treinta años, y no sólo todavía se llamaban entre sí papá y mamá, sino que además, me estremeció advertirlo, seguían manteniendo el eco marital, esa palabra compartida y pegoteada por la costumbre. Pero todo eso, esa construcción de la pareja, tan lenta y pertinaz como la formación de una estalactita, reventó al final en un momento dado. Mis padres se separaron hace más de una década. Atrás quedó el embeleso de su noviazgo, el aburrimiento de su madurez y la exasperación de los tiempos finales. Todo perdido. De los treinta años de convivencia sólo les queda ahora el viejo automatismo de un relato a dúo.
A veces voy por la calle y me pregunto qué historial de duelos tendrá cada uno de los peatones con los que me cruzo. Cuándo y cómo habrán perdido todos lo que todos perdemos. Ese señor del traje, por ejemplo, ¿habría llorado mucho la pérdida de su cabellera? ¿Cuánto tardó en aceptar su cráneo mondo, en dejar de estremecerse, por las mañanas, cuando se contemplaba en el espejo? ¿Sentiría todavía un hipo melancólico cuando se veía en fotos antiguas, con todo el pelo y todo el futuro brotándole con vigor juvenil de la cabeza? Y esa señora gorda, vieja y dilatada, ¿cómo pudo acostumbrarse a volverse invisible, a perder para siempre la mirada del hombre? Veamos ahora este autobús: ¿cuántos de los pasajeros habrán perdido ya a sus padres? ¿Cómo se vive eso, cómo lo llora y lo olvida cada uno? ¿Y casar a una hija, y romper con un amante, y dejar un empleo, y jubilarse? El otro día recibí la hoja publicitaria de un seguro de vida. Había una tabla minuciosamente descriptiva con la valoración de unas cuantas pérdidas atroces. Pérdida total del movimiento del hombro derecho, tres millones de pesetas; del izquierdo, dos. Ablación de la mandíbula inferior, tres millones. Amputación parcial de un pie, incluidos todos los dedos, cuatro millones. La lista proseguía de modo interminable con gélida indiferencia administrativa, como si uno pudiera reducir a una línea contable todo el duelo y la palpitación y la vida rota que se agazapan detrás de esas catástrofes. Pérdida de tres dedos de la mano, salvo pulgar e índice, dos millones y medio: eso es lo que hubiera podido cobrar Félix. Pérdida del medio, anular o meñique de la mano, un millón. Eso es lo que podría reclamar mi marido. Con todo, a la tabla de la compañía de seguros le faltaban las entradas más importantes; por ejemplo, no incluía la pérdida de la autoestima, pese a ser una dolencia tan grave y tan común. Y tampoco decía nada de los dientes arrancados de cuajo al chocar contra la trasera de un camión. Mi boca mutilada no tiene precio.
La pérdida, cualquier pérdida, es un aperitivo de la muerte. No nos cabe la pérdida en la cabeza, de la misma manera que no nos cabe la idea de nuestro fin. Uno nunca está preparado para perder.
– Yo no estaba preparada para esto -me dijo una mujer, hace algunos años, en la antesala del dentista.
Porque después del accidente, y una vez dada de alta en el hospital, tuve que ir durante muchos meses al dentista para intentar arreglar lo inarreglable: extraer las raíces partidas, recoser las encías, remendar la mandíbula. Y en una de mis múltiples visitas coincidí en la sala de espera con aquella mujer. Tenía unos treinta años y no era fea; pero estaba calva, calva por completo.