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«Bien, muy bien. La próxima vez que nos enfrentemos a la policía le decimos a este mocoso que les llore un poco. A lo mejor les impresiona. En serio, Pepe, no podemos tener con nosotros a un crío de mierda.»

Y ni siquiera se dirigía a mí, sino a Durruti. No me miró ni una sola vez, eso fue lo que más me destrozó. Pero entonces Buenaventura se me acercó, grandón y peludo, y me miró a los ojos, él sí, como midiendo o sopesando; luego colocó en mi hombro su manaza de metalúrgico y se volvió hacia Ascaso con una sonrisa suave:

«Tienes razón, Paco, tienes razón como siempre, pero por ahora el chico se va a quedar, y luego ya veremos.»

Así es que me quedé, porque Durruti era el que decía siempre la última palabra, aunque se las apañaba para que pareciera que Ascaso decía más palabras que él.

Formaban una curiosa pareja, Durruti y Ascaso. Buenaventura, al que todos los íntimos llamaban Pepe, era un hombrón atlético y vehemente que daba puñetazos sobre las mesas y hacía temblar el aire con su vozarrón. Era un personaje de increíble energía; y parte de esa energía, eso era evidente, podía ser letal. Ante Durruti, sentías con claridad que era un hombre que, de desearlo, podía matarte: tenía la fuerza, la furia, la disciplina, la decisión, la fiereza necesarias. Pero también percibías, con el mismo nivel de certidumbre, que Durruti no deseaba hacerlo. Luego, durante la guerra, se acuñó una leyenda de increíbles desmanes supuestamente cometidos por él. Como eso de que prendió fuego a la catedral de Lérida. Mentira: su columna pasó por allí un mes antes del incendio, y cuando los pirómanos, que fueron unos anarquistas rezagados, se juntaron en el frente con las tropas de Durruti, éste les hizo castigar. Siempre intentó ser justo; era un hombre vehemente y emotivo, pero tenía un prodigioso sentido de la medida a pesar de lo desmesurado de su época: de la guerra, de la revolución, del caos. Fue un héroe sangriento porque le tocó vivir los años de la sangre, pero nunca perdió del todo la inocencia.

Ascaso era distinto. Ya te digo, sé que soy injusto con su memoria: pero todos somos subjetivos, no hay más realidad que la que completamos, traducimos, alteramos con nuestra mirada. Tantas realidades como ojos. Y mis ojos me dicen que Ascaso era frío, desdeñoso, altivo. Siempre con su sonrisilla sardónica en los labios. Donde Durruti tenía sentimientos, Ascaso tenía ideología. Él era el intelectual del grupo, el famoso estratega. Un hombre fino e inteligente, desde luego. Pero a mí me daba miedo. Durruti el gigante, con su vozarrón de trueno y sus puñetazos sobre los veladores, no asustaba ni la mitad que Ascaso el gnomo, menudo, tranquilo y susurrante. Era cinco o seis años más joven que Durruti, y Buenaventura le trataba con el amor admirativo y protector con que se trata a un hermano pequeño, a ese benjamín al que reconoces más listo y más leído, pero que aún tiene que aprender mucho de la vida. Por eso Ascaso hablaba mucho, y se le escuchaba con toda atención; pero cuando Durruti decía una palabra, era definitiva.

Por lo demás, eran jóvenes, ardientes, audaces, atractivos. Eran los más leídos en un mundo de analfabetos, los más modernos, los más innovadores, la avanzadilla de la época. Tenías que haberlos visto: con sus trajes bien cortados, los lazos de pajarita, el pañuelo asomando a juego por el bolsillo. Vestidos a la última. Eran los disfraces, la ropa de pasar inadvertidos, para no parecer los pistoleros que eran. O tal vez fuera justamente para parecerlo, porque recuerdo que los matones de la derecha también iban vestidos así. Como maniquíes. En cualquier caso, los Solidarios caminaban por las calles comiéndose el mundo. Lo recuerdo con claridad porque yo iba con ellos; aunque no fuera más que un mocoso que se pavoneaba con los mayores, yo también sentí ese vértigo, esa fiebre. Date cuenta de que por entonces estábamos convencidos de que el futuro salía de nuestras manos, de que nuestros actos de hoy creaban el mañana. ¿Tú sabes lo que habían hecho los Solidarios con el dinero que robaron en el banco de Gijón? Eso fue en 1923, antes de Veracruz. Pues verás, se fueron exiliados a París y abrieron la Librería Internacional, en el número 14 de la calle Petit. Y empezaron a editar la Enciclopedia Anarquista. Porque estaban creando un mundo nuevo y necesitaban nuevas palabras para nombrarlo.

En eso metieron todo el dinero que tenían, absolutamente todo. La pistola y la Enciclopedia son las llaves de la libertad», solía decir Ascaso. Era muy aficionado a soltar frases.

Nunca se quedaron con una sola peseta de los atracos. Para vivir, para comer, para pagar el alquiler de sus ruines casas y las medicinas de los niños, todos ellos dependían de sus empleos. En París, por ejemplo, Durruti trabajó de mecánico en la Renault. Buenaventura siempre fue más pobre que una hormiga: se pasaba la mitad del tiempo en la cárcel y luego no le quería contratar nadie, era demasiado famoso como sindicalista. A menudo no disponía de dinero ni para tomarse un café. Cuando lo mataron en el 36 no tenía más posesiones que la ropa que llevaba puesta, la pistola, una muda, unas gafas y su gorra de cuero, esa típica gorra que luego fue llamada la durruti, ya sabes cuál te digo. Aunque no, probablemente no lo sepas: ha pasado ya tantísimo tiempo…

Pero me estoy adelantando. Estábamos en Veracruz y Durruti había dicho que me quedaba. Así es que me quedé. Nos fuimos todos a una granja en Ticomán para preparar las acciones. La granja era de la viuda de un anarquista: una mujer entrada en carnes que a mí me parecía muy mayor pero que debía de estar todavía en la treintena. Era muy morena, con una sola ceja recta y negra que le atravesaba de parte a parte la frente, como si fuera un bigote. Pero tenía unos ojos hermosos, y los dientes más blancos que jamás he visto. Al atardecer, cuando sonreía en la penumbra de la casa, encendía las paredes con su brillo. Aunque no sonreía casi nunca. Sólo cuando miraba a Gregorio Jover. Entonces le relampagueaban los ojos y enseñaba sus dientes luminosos.

Allí nos pasábamos los días, ellos, los mayores, encerrados en una habitación haciendo planes, y yo de pinche de la viuda, arreando al buey hasta la charca, sacando agua del pozo, recogiendo tomates. La viuda era una matarife espeluznante: cogía una gallina, colocaba la pelona cabeza sobre el tajo de madera y antes de que el bicho pudiera parpadear ya le había seccionado el cuello con el hacha. Degollaba gorrinos, desnucaba gazapos, rebanaba el gaznate de indefensos corderos. Ahí aprendí a matar: le corté el pescuezo a un pato. Recuerdo el brillo de la sangre bajo el sol mexicano: un reguero de gotas refulgentes.

Un día se fueron todos de la granja, muy temprano, en un Ford enorme y despintado. Mi hermano me abrazó muy fuerte antes de subir al automóvil: no me había dicho nada, pero yo sabía que iban a dar un golpe. Desaparecieron entre el polvo del camino y nos quedamos los dos solos, la viuda y yo, en esa granja asfixiante y reseca. La viuda suspiró ruidosamente y luego mató un gallo. No sé por qué lo hizo: no nos lo comimos. Yo creo que fue un rito auspiciatorio, un sacrificio antiguo, un residuo de su memoria azteca.

Funcionó, porque a los dos días regresaron. Venían muy contentos: habían asaltado un par de fábricas y traían un botín sustancioso.

«Fue todo facilísimo, no pegamos ni un tiro», gallardeó mi hermano. Víctor estaba muy cambiado: ahora se embadurnaba el pelo para atrás con brillantina, como Jover, y dejaba resbalar la mirada por las comisuras de los ojos, como Ascaso. Ahora se sentía importante, ahora se había ganado su lugar entre los Solidarios. Se encontraba de muy buen humor, como todos los demás, por otra parte: a todos ellos se les veía contentos. Durruti, eufórico, me puso un programa de lecturas: estaba muy preocupado con mi educación, como buen anarquista. Y luego, por las noches, me enseñaba el oficio de activista. Así aprendí a construir bombas con pólvora y viejas latas de carne, por ejemplo. O a mirar fijamente a los ojos al hombre al que estás atracando: «El truco consiste en no dejar de mirarlo ni un momento; tienes que pillarle los ojos y no soltarlo, como si fuera un pez colgando del sedal», explicaba Durruti. «Si de repente entra un hombre en el banco en el que trabajas y te pone un pistolón a la altura de la boca y te mira a los ojos de ese modo, te aseguro que te entra tal espanto que tú no ves más que el agujero negro del arma y el agujero negro de las pupilas y el agujero negro de tu propio pánico. Así que el atracador hasta puede ir con la cara descubierta, porque luego los testigos no le recuerdan.» Incluso Ascaso parecía dulcificado. Empezó a dirigirme la palabra y ni siquiera se quejó cuando los demás se pusieron a planear el futuro en mi presencia. Pronto tuve claro, para mi inmenso alivio, que me iban a llevar con ellos cuando dejáramos la granja. A partir de ahí iba a empezar lo mejor: los golpes más audaces, el viaje más aventurero, el sabroso peligro. Yo estaba cxcitadísimo, contando los días para la partida; lo mismo que los contaba la viuda, pero ella melancólica. Supongo que andaba algo enamorada de Gregorio, pero fue a mí a quien buscó la noche antes de nuestro viaje. Yo estaba durmiendo encima de un jergón en la cocina, como siempre, cuando me despertó un roce, una presencia. Abrí los ojos espantado: era la viuda. Se había acuclillado junto a mí y me miraba con una expresión extraña, indescifrable. Estaba cubierta desde el cuello a los pies con un camisón grisáceo de tela grosera; con una mano sostenía una vela torcida, y con la otra me acariciaba ligeramente la cabeza. Era ese leve toque lo que me había espabilado. «¿Ocurre algo?», casi grité, ronco de susto y sueño. «Shhhhhh», dijo ella, arreciando en sus caricias, como quien calma a un niño: «Shhhhhh.»

Y se tumbó a mi lado, en el jergón.

Estuvimos juntos hasta el amanecer. Ella, que nunca hablaba, me susurró interminables dulzuras maternales: nanas apenas tarareadas, arrullos mimosos, consejos saludables.

«Cuídate, m'hijito, mi chaparrito, abrígate bien, que la Virgen te bendiga, pórtese bien, estése usted sosiego…»

He conocido luego, en el amor, a mujeres taciturnas y calladas a las que la cama desataba, sorpresivamente, una lengua florida y prodigiosa. Algo parecido sucedió aquella noche con la viuda, pero la voz que se desanudó en su garganta no fue erótica, sino íntima y doméstica. No hubo nada sexual entre nosotros: la viuda, sin marido y sin hijos, en la frontera de la edad madura, vio en mí durante algunas horas a su propia criatura; y yo, huérfano y añorante de madre, me dejé mecer embelesado en sus brazos inmensos. Así estuvimos hasta el amanecer, apretados el uno junto al otro, mi camisola deshilachada y sucia contra su camisón basto y crujiente, su olor nutritivo a pan y a sudor perfumándolo todo, sus manos de matar gallos y cochinos y patos acariciando mi cabeza con un roce dulcísimo, esas poderosas manos de mujer capaces de degollar y alimentar y apaciguar de manera indistinta. Fue una noche inolvidable, porque a partir de entonces se acabó mi niñez. Fue la noche de la última inocencia.

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