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Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébano; luego descendimos a un valle, y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorilla

a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.

El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá muy lejos el confín aguanoso del Océano Indico. A pesar de que estábamos en verano, allí arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible. Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida Tananarivo oímos el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao. Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.

Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanales y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo… ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!

Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.

Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache, y les dijo:

– Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tana- narivo con la flor completa, les daré el doble.

Armados de hachas y palancas, Agib y el malgache, comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.

– Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.

Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.

Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.

Yo mentiría si dijera que la muerte del "Ojo de Alá", como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia. Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.

Y con esta preciosa carga una semana después entrábamos al tabuco de Taman.

– Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.

Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.

Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio; luego Taman dijo:

– ¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?

Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final de "Ojo de Alá". Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo dijo:

– ¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!

– ¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme, ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?

– ¡Cómete esa orquídea, he dicho!

– Entendámonos, Taman: tu querido sobrino…

– ¡Vas a comerte esa orquídea, perro!

El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:

– Escúchame, honorable hermano mío…

Una sombra de ferocidad cruzó el rostro de Ta man. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.

– Taman, piensa…

– ¡Come! -ladró Taman.

Entonces, por primera y probablemente por última vez en mi vida, he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor. Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.

Estuvo dos meses enfermo del estómago y cuando creyeron que se había curado, una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde "se comió su fortuna".

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