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Se le ocurrió una segunda opción. Tenían que marcharse en seguida. Después de todo, acababan de matar a dos personas. Jenny podía permanecer escondida durante un breve espacio de tiempo, hasta que se marcharan: luego podría salir de su escondite y avisar a la policía.

Pensó: «Pero, ¿y si se llevan a Mary con ellos?».

A Mary le iría mejor si Jenny estuviese libre e intentando ayudarla.

Jenny observó al espía, que se acercaba a la carretera. Vio el rayo de luz de la linterna revolotear sobre el terreno. Vio detenerse momentáneamente el foco y luego lo vio proyectarse en su dirección.

Jenny contuvo un jadeo. El hombre había encontrado su bicicleta. Se levantó y salió corriendo.

Horst Neumann descubrió el par de bicicletas caídas una junto a otra encima de la hierba, al borde de la carretera. Dirigió la linterna hacia el prado, pero el rayo de luz era corto y sólo alcanzaba unos metros. Levantó las bicicletas y las hizo rodar por el camino, cogidas por el manillar. Las dejó en la parte de atrás del granero deDogherty, ocultas a la vista.

Ella andaba por allí…, en alguna parte. Intentó imaginar qué habría ocurrido. Su padre sale de la casa hecho una furia, con la escopeta; Jenny le sigue y llega a casa de Dogherty a tiempo de ver el resultado del enfrentamiento. Neumann supuso que estaba escondida, a la espera de que ellos se marchasen, y creyó saber dónde se ocultaba.

Durante unos segundos pensó dejarla ir. Pero Jenny era una chica inteligente. Encontraría el modo de ponerse en contacto con la policía. La policía establecería controles alrededor de Hampton Sands. Llegar a Lincolnshire a tiempo de coger el submarino ya iba a ser bastante difícil. Permitir que Jenny anduviese libre por allí y que avisara a la policía iba a hacerlo aún más duro.

Neumann entró en el granero. Catherine había cubierto los cadáveres con unos trozos viejos de arpillera. Sentada en una silla, Mary temblaba violentamente. El agente evitó su mirada.

– Tenemos un problema -dijo Neumann. Indicó con un gesto el cadáver tapado de Martin Colville-. He encontrado ahí fuera la bicicleta de su hija. Hemos de suponer que la chica anda por las cercanías y que sabe lo que ha pasado. También hemos de dar por supuesto que buscará ayuda.

– Entonces hay que dar con ella -dijo Catherine.

Neumann asintió.

– Lleva a Mary a la casa. Átala, amordázala. Tengo una idea acerca del lugar al que Jenny puede haber ido.

Neumann salió del granero y, bajo la lluvia, se encaminó presuroso a la furgoneta. Puso el motor en marcha, volvió a la carretera en marcha atrás y a continuación se dirigió a la playa.

Catherine acabó de atar a Mary a una silla de la cocina. Rasgó en dos un paño e hizo una pelota con una de las dos mitades. La introdujo en la boca de Mary y la aseguró allí dentro pasando la tira formada por la otra mitad del paño de cocina alrededor de la cara de la mujer y anudando los extremos en la nuca. Si por ella fuera, Catherine mataría en el acto a Mary; no le gustaba dejar un rastro para que la policía lo siguiese. Pero era evidente que Neumann sentía cierto aprecio por aquella mujer. Además, probablemente transcurrirían muchas horas antes de que alguien la encontrase, acaso más tiempo. La casa de campo estaba aislada, a cosa de kilómetro y medio del pueblo; era muy posible que pasaran un día o dos antes de que alguien reparase en que Sean, Colville y la chica se habían perdido. Con todo, el instinto de conservación decía a Catherine que lo mejor era liquidar a Mary y asunto concluido. Neumann nunca llegaría a enterarse. Le mentiría, le diría que no causó el menor daño a Mary y él nunca lo descubriría.

Catherine comprobó los nudos por última vez. Luego sacó la Mauser del bolsillo del impermeable. La empuñó, curvó el índice sobre el gatillo y apoyó la boca del cañón en la sien de Mary. Ésta se irguió, muy rígida, y miró desafiante a Catherine.

– Recuerda que Jenny viene con nosotros -advirtió Catherine-. Si hablas a la policía, lo sabremos. Y entonces mataremos a Jenny. Entiende bien lo que te digo, Mary.

Mary asintió una vez con la cabeza. Catherine cogió la Mauser por el cañón, la levantó en el aire y luego la abatió con fuerza contra la cabeza de Mary. La mujer cayó hacia adelante, inconsciente, con un hilillo de sangre deslizándosele entre el pelo hacia los ojos. Catherine permaneció de pie ante las moribundas brasas del fuego, a la espera de Neumann y de la joven, a la espera de emprender el regreso a casa.

54

Londres

En aquel momento, un taxi se detenía en medio de una lluvia torrencial delante de un fortín achatado y cubierto de hiedra, bajo el Admiralty Arch. Se abrió la portezuela para dar paso a un hombre bajo de estatura y poco agraciado, que se apeó apoyándose pesadamente en un bastón. No se molestó en abrir un paraguas. Sólo se hallaba a dos o tres metros de la puerta en la que un centinela de la Armada Real montaba guardia. El centinela marcó un vivo saludo, al que el hombre mal parecido se abstuvo de corresponder, porque hacerlo le hubiera obligado a pasarse el bastón de la mano derechaa la izquierda, tarea sin duda molesta. Por otra parte, cinco años después de que le nombrasen oficial de la Armada Real, Arthur Braithwaite continuaba sintiéndose tan incómodo como el primer día respecto a las costumbres y tradiciones de la vida militar.

Oficialmente, Braithwaite no tenía que estar en su puesto hasta al cabo de una hora. Pero, como todos los días, según su habitual costumbre, llegaba a la Ciudadela una hora antes, al objeto de disponer de tiempo para prepararse. Tullido de una pierna desde la infancia, Braithwaite sabía que, para sobresalir y triunfar, era preciso estar mejor preparado que cuantos le rodeaban. Era un requisito que siempre le había rendido buenos dividendos.

Llegar a la Sala de Rastreo de Submarinos -para lo cual había que descender por una laberíntica serie de estrechas escaleras de caracol- no era tarea fácil para un hombre con una pierna deforme. Cruzó el Negociado Central de Gráficos y entró en la Sala de Rastreo por una puerta custodiada.

La energía y agitación que reinaban allí se apoderaron de su ánimo al instante, como le ocurría a diario. Las paredes sin ventanas tenían el color de la crema coagulada y estaban cubiertas de mapas, cartas de mareas y fotografías de submarinos y sus tripulaciones. Varias docenas de oficiales y mecanógrafas trabajaban en las mesas que bordeaban la sala. En el centro se encontraba la principal mesa trazadora del Atlántico Norte, donde alfileres con cabezas de colores señalaban la situación de todos los buques de guerra, cargueros y submarinos, desde el mar Báltico hasta el cabo Cod.

Desde una de las paredes, una enorme fotografía del almirante Karl Doenitz, comandante en jefe de la marina de guerra alemana, los contemplaba con aire furibundo. Al igual que hacía todas las madrugadas, Braithwaite le dedicó un guiño, con el saludo de:

– Muy buenas, herr almirante.

Luego empujó la puerta de su cubículo de cristal, se quitó el abrigo y tomó asiento detrás de su escritorio.

Mientras alargaba la mano hacia el montón de mensajes codificados que, como siempre, le aguardaban allí, Braithwaite pensó: «Cómo han cambiado las cosas desde 1939, hijo».

En 1939 tenía sus licenciaturas en derecho y psicología por Cambridge y Yale y trataba de descubrir qué hacer con ellas. Cuando estalló la guerra intentó sacar provecho a su dominio de la lengua alemana mediante el procedimiento de ofrecerse voluntario para interrogar a prisioneros de guerra germanos. Sus superiores se impresionaron de tal modo al comprobar sus aptitudes que recomendaron su traslado a la Ciudadela, donde se le destinó a la Sala de Rastreo de Submarinos como voluntario civil en plena batalla del Atlántico. La inteligencia y empuje dinámico de Braithwaite pronto le hicieron destacar. Se entregó al trabajo en cuerpo y alma, se brindó a encargarse de labores extra y leyó cuantos libros se pusieron a su alcance sobre táctica e historia naval alemana. Dotado de una retentiva prácticamente insuperable, se aprendió de memoria la biografía de todos los comandantes de Ubootewaffe. En cuestión de meses adquirió una destreza increíble para predecir los movimientos de los submarinos. Ninguna de esas virtudes pasaron inadvertidas. Se le concedió la jerarquía de comandante interino y se le puso al mando de la sección de rastreo de sumergibles, un ascenso asombroso para alguien que no había visitado la Escuela Naval de Darmouth.

Su ayudante llamó con los nudillos a la puerta de cristal, esperó a que Braithwaite asintiera con la cabeza y entró.

– Buenas, señor -dijo, segundos antes de dejar la bandeja con la tetera y las galletas.

– Muy buenas, Patrick.

– La meteorología ha mantenido las cosas bastante tranquilas esta noche, señor. No se han observado submarinos en superficie por ninguna parte. La tormenta disuadió aproximaciones occidentales. Ahora son las zonas del este las que soportan la mayor partedel tráfico, desde Yorkshire hasta Suffolk.

Braithwaite inclinó la cabeza y el ayudante se retiró. Los primeros mensajes eran materia convencional, comunicados rutinarios entre submarinos y el BdU, interceptados por los servicios de escucha. El quinto despertó su atención. Era una alerta emitida por un tal comandante Alfred Vicary de la Oficina de Guerra. Decía que las autoridades buscaban a dos individuos, un hombre y una mujer, que era muy posible estuvieran intentando abandonar el país. Braithwaite sonrió ante el estilo cauteloso al que recurría Vicary. Evidentemente, Vicary pertenecía al MI-5. Y resultaba obvio que el hombre y la mujer eran agentes alemanes de alguna clase y, hubiesen hecho lo que hubiesen hecho, la cuestión era condenadamente importante, porque, de no serlo, la alerta no habría llegado hasta su mesa. La puso a un lado y continuó leyendo.

Tras unos cuantos asuntos rutinarios, Braithwaite tropezó con algo que también captó su atención. Una muchacha del Servicio Femenino de la Armada en Scarborough había interceptado lo que consideraba una comunicación entre un submarino y una radio situada tierra adentro. El Uf Puf había localizado el emisor en algún punto a lo largo de la costa oriental… en alguna parte desde Lincolnshire hasta Suffolk. Braithwaite apartó el mensaje, lo sacó del – montón y lo puso junto a la alerta de Vicary.

Se levantó, salió cojeando de su despacho rumbo a la sala principal y se detuvo ante la mesa trazadora del Atlántico Norte. Dos miembros de su equipo de personal cambiaban la posición de los alfileres de colores para reflejar los movimientos realizados durante la noche. Braithwaite no pareció fijarse en ellos. Grave la expresión de su rostro, clavó la mirada en las aguas próximas a la costa oriental de Gran Bretaña.

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