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A las nueve menos cuarto de la noche, Paul Delano, el jefe de camareros, se acercó a la mesa de Peter.

– Tiene usted una llamada en el bar, señor.

– Gracias, Paul.

Peter se excusó. En el bar se vio obligado a levantar la voz por encima del tintineo de los vasos y el alboroto de las conversaciones.

– Peter, soy Jane.

Peter percibió el temblor que estremecía la voz de la muchacha.

– ¿Qué ocurre?

– Me temo que ha habido un accidente.

– ¿Dónde estás?

– Con la policía del condado de Nassau.

– ¿Qué ha pasado?

– Un coche surgió de pronto frente a ellos en la carretera. La lluvia impidió a Wiggins verlo a tiempo. Cuando lo vio ya era demasiado tarde.

– ¡Oh, Dios!

– Wiggins se encuentra muy grave. Los médicos no tienen muchas esperanzas de que sobreviva.

– ¿Y Margaret, maldita sea?

Los Lauterbach no lloraban en los funerales; el dolor se manifestaba en privado. Las exequias se celebraron en la iglesia episcopaliana de St. James, el mismo templo donde Peter y Margaret se habían casado cuatro años antes. El presidente Roosevelt envió una nota de condolencia y expresó cuánto lamentaba no poder asistir a las honras fúnebres. Sí asistió la mayoría de la alta sociedad de Nueva York. Así como prácticamente todo el mundo financiero, a pesar del desconcierto que imperaba en los mercados bursátiles. Alemania había invadido Polonia y el mundo esperaba la segunda y definitiva parte de la operación.

Billy permaneció junto a Peter durante el servicio religioso. Llevaba pantalones cortos, blazer y corbata. Cuando la familia desfilaba fuera de la iglesia, alzó la mano y dio un tirón a la falda del vestido negro de su tía Jane.

– ¿Mamá no volverá más a casa?

– No, Billy…, no volverá. Nos ha dejado,

Edith Blakemore oyó la pregunta del niño y estalló en lágrimas.

– ¡Qué tragedia! -sollozó-. ¡Qué tragedia más inútil!

Enterraron a Margaret bajo un cielo luminoso en el terreno funerario de la familia en Long Island. Mientras el reverendo Pugh pronunciaba las últimas palabras, un murmullo se elevó y circuló entre los asistentes que se encontraban junto a la tumba, un rumor que se apagó en seguida.

Al concluir el entierro, Pete regresó hacia su limusina, acompañado de su mejor amigo, Shepherd Ramsey. Shepherd era la persona que presentó Peter a Margaret. Incluso ataviado con su traje oscuro de luto parecía que acababa de abandonar la cubierta de su velero.

– ¿De qué se pusieron todos a hablar? -preguntó Peter-. Fue un detalle condenadamente grosero.

– Alguien que llegó tarde había escuchado un boletín de noticias por la radio de su automóvil -explicó Shepherd-. Francia y Gran Bretaña acaban de declarar la guerra a Alemania.

3

Londres, mayo de 1940

El profesor Alfred Vicary desapareció del University College, sin explicación alguna, el tercer viernes de mayo de 1940. Una secretaria llamada Lillian Walford fue el último miembro del personal que vio a Vicary antes de su repentina marcha. La mujer cometió una indiscreción inaudita al revelar a los demás profesores que la última llamada telefónica que recibió Vicary fue del nuevo primer ministro. La verdad es que Lillian Walford había hablado personalmente con el señor Churchill.

– Ha ocurrido lo mismo con Masterman y Cheney en Oxford -dijo Tom Perrington, un egiptólogo, al tiempo que examinaba el registro de comunicaciones telefónicas-. Llamadas misteriosas, hombres con traje oscuro. Sospecho que nuestro apreciado amigo Alfred se ha deslizado detrás del tupido velo. -Luego añadió sotto voce -: En la Acrópolis secreta.

La sonrisa lánguida de Perrington hizo muy poco por disimular su decepción, según comentaría posteriormente la señorita Walford. Mala cosa que Gran Bretaña no estuviese en guerra con los antiguos egipcios, en cuyo caso tal vez Perrington hubiera recibido también una llamada.

Vicary pasó las últimas horas en su desordenadamente abarrotado despacho con vistas a la plaza Gordon, inmerso en la tarea de dar los toques definitivos a un artículo para The Sunday Times . La crisis actual pudo haberse evitado, sugería en él, si Gran Bretaña y Francia se hubiesen decidido a atacar a Alemania en 1939, cuando Hitler aún estaba preocupado por Polonia. Sabía que, dado el clima reinante, iba a recibir críticas contundentes. Una publicación de extrema derecha, pro nazi, había denunciado su ultimo trabajo, calificándolo de «belicismo churchilliano». Vicary esperaba en secreto que su nuevo artículo tuviera una acogida similar.

Era un magnífico día de finales de primavera, radiantemente soleado pero arteramente fresco. Consumado aunque remiso ajedrecista, Vicary sabía apreciar el engaño, la treta. Se levantó, se puso una chaqueta de punto y reanudó la tarea.

El buen tiempo pintaba un cuadro falso. Gran Bretaña era una nación bajo asedio: indefensa, asustada, tambaleante en medio una profunda confusión. Se estaban trazando planes para evacuar a la familia real al Canadá. El gobierno pedía que el otro tesoro nacional, sus hijos, se enviara al campo, donde las criaturas estarían a salvo de los bombarderos de la Luftwaffe.

Mediante el empleo de una hábil propaganda, el gobierno había conseguido que el público en general tuviese plena y aguda conciencia de la amenaza que representaban los espías y quintacolumnistas. Ahora se cosechaban las consecuencias. La policía quedaba sepultada bajo la abrumadora lluvia de informes sobre extranjeros, gente de aspecto extraño o caballeros con aire de alemanes. Los ciudadano aguzaban el oído para escuchar las conversaciones en las tabernas, oían lo que deseaban oír y luego iban a contárselo a las autoridades. Informaban de señales de humo, luces parpadeantes en la costa y espías lanzados en paracaídas. Se extendió por el país el rumor de que agentes alemanes actuaron disfrazados de monjas durante la invasión de los Países Bajos y, de pronto, las monjas se convirtieron en sospechosas. La mayoría de ellas abandonaban las paredes de sus conventos sólo cuando era absolutamente necesario.

Un millón de hombres demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado débiles para ingresar en las fuerzas armadas se precipitaron a unirse a las milicias locales de la Home Guard. La Home Guard no disponía de fusiles para todos, de forma que los voluntarios tuvieron que armarse con lo que pudieron: escopetas, espadas, palos de escoba, cachiporras medievales, cuchillos de gurkja e incluso palos de golf. A los que no consiguieron encontrar armas más o menos aprovechables se les indicó que llevasen encima una provisión de pimienta y se les aleccionó para que la arrojasen a los ojos de los soldados alemanes que sorprendieran merodeando por sus lares.

Renombrado historiador, Vicary observó con una mezcla de inmenso orgullo y sosegada depresión los nerviosos preparativos para la acción bélica que realizaba su país. A lo largo de los años treinta, en los artículos que publicaba periódicamente en la prensa, así como en las conferencias que pronunció, había advertido profusamente que Hitler representaba una seria amenaza para Inglaterra y para el resto del mundo. Pero, exhausta tras el último conflicto bélico con los germanos, malditas las ganas que tenía Gran Bretaña de prestar oídos a la posibilidad de otra guerra. Ahora, el ejército alemán atravesaba Francia como el que da un paseo motorizado de fin de semana. Adolf Hitler no tardaría de erguirse en la cima de un imperio que se extendería desde el Círculo Polar Ártico hasta el Mediterráneo. Y Gran Bretaña, escasamente armada y peor preparada, sería la única dispuesta a plantarle cara.

Vicary acabó el artículo, soltó el lápiz y leyó de punta a cabo todo lo escrito. Fuera, el sol poniente derramaba sobre Londres un mar de color naranja. El aroma de los narcisos y azafranes de primavera reventaba en los jardines de la plaza Gordon y ascendía hasta la ventana de Vicary. La tarde había refrescado y era harto probable que las flores le provocaran estornudos. Sin embargo, la brisa era una maravillosa caricia sobre su rostro que hasta incluso lograba que el té tuviera mejor sabor. Dejó abierta la ventana y disfrutó de aquel ambiente.

La guerra estaba consiguiendo que cambiase su forma de pensary de actuar. Hacía que contemplase con más afecto a sus compatriotas, a los que solía ver con algo muy cercano a la desesperanza. Le maravillaba que bromeasen mientras se dirigían al refugio que les brindaba el metro y el modo en que cantaban en las tabernas para disimular el miedo. Vicary tardó algún tiempo en reconocer la verdadera naturaleza de sus sentimientos: patriotismo. Durante suvida de estudio había llegado a la conclusión de que era la fuerza más destructiva del planeta. Pero ahora sentía el rebullir del patriotismo en su pecho y no se avergonzaba. Nosotros somos buenos y ellos son malos. Nuestro nacionalismo tiene justificación.

Vicary decidió que deseaba contribuir. Quería hacer algo, en vez de contemplar el mundo a través de su bien protegida ventana.

A las seis, Lillian Walford entró sin llamar. Era alta, con piernas de lanzadora de peso y gafas redondas que parecían ampliar su resuelta mirada. Empezó a ordenar papeles y a cerrar libros con la silenciosa eficiencia de una enfermera de noche.

Oficialmente, la señorita Walford estaba asignada a todos los profesores del departamento. Pero ella creía que Dios, en su infinita sabiduría, confiaba a cada uno de nosotros un alma de la que cuidar. Y si existía una pobre alma que necesitaba que la cuidarán, esa era el profesor Vicary. Durante diez años la señorita Walford había supervisado con precisión castrense todos los detalles de la en absoluto complicada existencia del profesor Vicary. Se había asegurado de que hubiese provisiones de comida en su domicilio de Draycott Place, de Chelsea, de que se le entregasen las camisas a tiempo y de que éstas tuvieran la exacta cantidad de almidón: no demasiado, para evitar que se irritase la delicada piel de su cuello. Le revisó las facturas y repasó con regularidad el estado de su mal administrada cuenta bancaria. Se encargó de contratar todas las temporadas a las nuevas doncellas, ya que los arrebatos de mal genio de Vicary impulsaban a las antiguas a despedirse. A pesar de la estrechez de su relación laboral, nunca se tutearon, nunca emplearon el nombre de pila al dirigirse el uno al otro. Ella era la señorita Walford y él era el profesor Vicary. Ella prefería que la denominasen asistente personal e, inusitadamente, Vicary se lo permitió.

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