La reunión empezó con bastante cordialidad, pero al cabo de unos minutos los ánimos se exaltaron. Hubo acusaciones y contraacusaciones, imputaciones de distorsión y morosidad e incluso algunos insultos personales con arrepentimiento inmediato. «¡Los cálculos de construcción británicos fueron demasiado optimistas!…» «¡Ustedes, los norteamericanos son también demasiado impacientes, bueno, demasiado condenamente estadounidenses!» Todos convinieron en que aquello era culpa de la presión y volvieron a empezar desde el principio.
El resultado de la invasión dependía de tener o no tener los puertos artificiales emplazados en su sitio y en condiciones operativas inmediatamente después de la llegada de las primeras tropas. Pero faltaba poco más de tres meses para el Día D y el proyecto Mulberry se estaba quedando desesperanzadamente rezagado respecto al programa establecido. «Son los malditos Fénix», silabeó uno de los oficiales ingleses asignado a uno de los más conseguidos componentes del Mulberry.
Pero era cierto: las gigantescas estructuras de hormigón, espina dorsal del proyecto, se hallaban peligrosamente retrasadas. Eran tantos los problemas que el asunto hubiera resultado divertido de no ser tan altas las apuestas en juego. Se padecía una crítica insuficiencia de cemento y de hierro para las armazones y barras de refuerzo.
Se disponía de excesivamente escasos lugares para llevar a
cabo la obra y de ningún espacio en los puertos del sur de Inglaterra para anclar las unidades terminadas. Tampoco se contaba con el número necesario de obreros cualificados, y los disponibles para el trabajo estaban debilitados y mal nutridos por culpa de la falta de alimentos.
Era un desastre. Sin los cajones actuando como rompeolas, todo el proyecto Mulberry era irrealizable. Necesitaban a alguien que fuese a primera hora de la mañana a los emplazamientos donde se construían las estructuras para que emitiese un juicio realista y determinara si los Fénix podrían estar concluidos a tiempo, alguien que hubiera supervisado ya proyectos importantes y estuviera capacitado para diseñar modificaciones sobre el terreno una vez la obra estuviera en proceso de construcción.
Eligieron al antiguo ingeniero jefe de la Compañía de Puentes del Nordeste, el capitán de fragata Peter Jordan.
35
Londres
La muerte por disparo de arma de fuego cometida en Hyde Park cubrió las primeras ediciones de la prensa vespertina londinense. Todos los periódicos incluían citas de la capciosa declaración de la policía. Los investigadores presentaban el asesinato como un intento de robo que degeneró en homicidio; la policía buscaba a dos hombres que suponían oriundos de Europa oriental -muy probablemente polacos- a los que se había visto cerca del lugar del crimen poco antes de que se produjera. Harry incluso se había sacado de la manga una un tanto ambigua descripción de los sospechosos. Los periódicos lamentaban el escandaloso incremento de la violencia criminal que se experimentaba en el West End y que había llegado con la guerra. Los reportajes se complementaban con entrevistas a hombres y mujeres que en los últimos meses sufrieron agresiones físicas y robos por parte de bandas de refugiados transitorios, soldados borrachos y desertores.
Vicary sintió un ramalazo de culpabilidad al hojear los periódicos en su despacho a primera hora de la tarde. Creía que la palabra escrita era algo sagrado y mentir a la prensa y al público le creaba remordimientos. Su sensación de culpa no tardó en aliviarse. Era imposible decir la verdad: que Rose Morely podía muy bien haber sido asesinada por un espía alemán.
A media tarde, Harry Dalton y su equipo de colaboradores de la Policía Metropolitana había encajado ya las piezas de las últimas horas de la vida de Rose Morely. Harry estaba en el despacho de Vicary, con sus largas piernas descansando encima de la mesa, de forma que Vicary se veía obligado a contemplar el espectáculo de las gastadas suelas de los zapatos de Harry.
– Hemos entrevistado a la doncella de la casa del comandante Higgins -explicó Harry-. Dice que Rose salió a hacer la compra. La mayoría de las tardes regresaba antes de que los niños volvieran del colegio. El recibo que encontramos en la bolsa correspondía a una tienda de la calle Oxford, próxima a Tottenham Court Road.
Interrogamos al tendero. Se acordaba de la mujer. En realidad, se acordaba de todos los artículos que Rose había comprado. Dijo que ésta le contó que había tropezado con otra conocida, una criada como ella. Tomaron el té juntas en un bar de la acera de enfrente. Hablamos con la camarera del bar. Lo confirmó.
Vicary escuchaba atentamente, mientras se estudiaba las manos.
– La camarera dice que Rose cruzó Oxford Street y se puso en la cola de un autobús que iba hacia el oeste. Puse un hombre en todos los autobuses que pude. Hace cosa de media hora dimos con el cobrador del autobús en que viajó Rose. La recordaba muy bien. Dijo que Rose mantuvo una breve conversación con una mujer muy alta y muy atractiva que saltó del autobús precipitadamente. Dijo que cuando el autobús llegó a Marble Arch, la misma mujer muy alta y muy atractiva estaba esperando allí. Dijo que nos hubiera llamado por propia iniciativa, pero que los papeles explicaban que la policía contaba ya con sus sospechosos y que ninguno de ellos era una mujer muy alta y muy atractiva.
Asomó la cabeza una mecanógrafa, para decir:
– Siento interrumpirte, Harry, pero tienes una llamada. El sargento detective Colin Meadows. Dice que es urgente.
Harry contestó a la llamada en su mesa.
– ¿Es usted el mismo Harry Dalton que solucionó el caso de Spencer Thomas?
– En persona -respondió Harry-. ¿En qué puedo servirle?
– Me ha interesado el homicidio a tiros de Hyde Park. Me parece que tengo algo para usted.
– Suéltelo, sargento detective. Aquí, el tiempo apremia, trabajamos bajo su presión.
– Tengo entendido que la sospechosa es una mujer -dijo Meadows-. Alta, atractiva, de treinta a treinta y cinco años de edad. -Es posible. ¿Qué sabe usted?
– He estado trabajando en el caso del asesinato de Pope.
– He leído algo sobre él -repuso Harry-. Se me hace muy cuesta arriba creer que alguien tuviera pelotas suficientes para degollar a Vernon Pope y a su chica.
– Lo cierto es que a Pope le metieron un cuchillo por un ojo.
– ¿De veras?
– Sí -insistió Meadows-. Y a su moza en el corazón. Una puñalada precisa… quirúrgica, casi.
Harry recordó lo que había dicho el patólogo del ministerio del Interior respecto al cadáver de Beatrice Pymm. La última costilla del costado izquierdo presentaba una muesca. Posiblemente una herida de puñal hacia el pecho.
– Pero los periódicos… -articuló Harry.
– Uno no puede fiarse de lo que lee en los periódicos, ¿verdad, Harry? Cambiamos las descripciones de las heridas para escardar majaretas. Le sorprendería la cantidad de individuos que quieren atribuirse el mérito de haber liquidado a Vernon Pope.
– En realidad, no creo que me sorprendiera. Era un hijo de puta de cuidado. Siga, sargento detective.
– La noche en que liquidaron a Pope vieron entrar en el almacén de los hermanos Pope a una mujer cuya descripción se corresponde con la de su dama. Tengo dos testigos.
– ¡Dios mío!
– Mejor aún. Inmediatamente después del asesinato, Robert Pope y uno de sus esbirros irrumpieron en una pensión de Islington en busca de una mujer. Parece que tenían una dirección equivocada. Se largaron como un par de liebres. Pero no sin antes darle un buen repaso a la patrona.
– ¿Por qué no me entero de esto hasta ahora? -saltó Harry-. ¡A Pope lo mataron hace cosa de quince días!
– Porque mi súper cree que estoy dando palos de ciego, que sigo una pista falsa. Está convencido de que a Pope lo eliminó un rival. No quiere que perdamos el tiempo con teorías alternativas, como lo expresa él.
– ¿Quién es el súper?
– Kidlington.
– ¡Oh, Dios! ¿Saint Andrew?
– El mismo que viste y calza. Hay otra cosa. Interrogué a Robert Pope una vez la semana pasada. Quiero volver a hacerlo, pero se lo ha tragado la tierra. No hemos podido localizarle.
– ¿Está Kidlington ahí en este momento?
– Le veo sentado en su despacho, entregadísimo en cuerpo y alma a su maldito papeleo.
– No deje de mirarlo. Creo que disfrutará con esto.
Harry casi se dejó el alma y la vida en su carrera a toda velocidad, de su despacho al de Vicary. Se lo contó precipitadamente, pasando por los detalles tan rápidamente que en dos ocasiones Vicary le pidió que se interrumpiera, diese marcha atrás y empezase de nuevo desde el principio. Cuando concluyó, Harry marcó el número por él y tendió el auricular a Vicary.
– Hola, ¿hablo con el comisario jefe Kidlington? Aquí, Alfred Vicary, de la Oficina de Guerra… Me encuentro perfectamente, gracias. Pero me temo que voy a necesitar un poco de su más bien importante ayuda. Se trata del asesinato de Pope. Voy a declararlo materia de seguridad. Un miembro de mi personal irá a su despacho inmediatamente. Se llama Harry Dalton. Puede que se acuerde usted de él. ¿Sí? Estupendo. Me gustaría tener una copia del expediente completo del caso. ¿Que por qué? Me temo que no puedo darle más detalles, comisario. Gracias por su colaboración. Buenas tardes.
Vicary colgó. Dejó caer ruidosamente la palma de la mano contra la superficie de la mesa, miró a Harry y sonrió por primera vez en varias semanas.
Catherine Blake puso en su bolso lo necesario para la velada: su estilete, su pistola Mauser, su cámara fotográfica. Iba a reunirse con Jordan para cenar. Daba por sentado que después de la cena volverían al domicilio de Jordan para hacer el amor; siempre ocurría así. Preparó té y leyó los periódicos de la tarde. El asesinato de Rose Morely en Hyde Park era la gran noticia de la jornada. Las autoridades policiacas creían que el homicidio era un intento de robo cuyo control perdieron los delincuentes y que degeneró en asesinato. Incluso tenían un par de sospechosos. Precisamente lo que ella había pensado. Era perfecto. Se desnudó y tomó un baño prolongado. Se estaba secando el pelo con la toalla cuando sonó el teléfono. En toda Gran Bretaña sólo había una persona que tuviera su número: Peter Jordan. Catherine fingió sorpresa al oír llegar su voz desde el otro extremo de la línea.