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– ¡No eres una niña! ¡Eres una espía de la Abwehr!

– ¡No, no lo soy!

– ¡Claro que lo eres! ¡Por eso llevas un estilete y esa radio!

– ¡No! ¡No es verdad!

Hitler dice entonces:

– Tú eres la que mató en Suffolk a aquella pobre mujer…, Beatrice Pvmm.

– ¡No es verdad! ¡No es verdad!

– ¡Detenedla! ¡Ahorcadla!

Todos se ríen de ella. De pronto está desnuda y las carcajadas arrecian. Se vuelve hacia Vogel en busca de ayuda, pero Vogel ha huido y la ha dejado. Y en ese momento estalla en gritos y se sienta en la cama, bañada en sudor, y se dice que sólo era un sueño. Nada más que una tonta y maldita pesadilla.

Catherine Blake tomó un taxi hasta Marble Arch. El episodio del autobús la ha dejado hecha un flan. Se mortifica a sí misma por no haber sabido manejar mejor la situación. Cuando la mujer la llamó por su verdadero nombre, Catherine saltó del autobús precipitadamente, alarmada, y se alejó a toda prisa. Debió de haber permanecido en el asiento y explicado calmosamente a la mujer que estaba equivocada. Al no hacerlo así, cometió un terrible error. En el autobús, varias personas le vieron la cara. Fue su peor pesadilla.

Aprovechó el trayecto en taxi para tranquilizarse y repasar mentalmente todo el incidente. Siempre supo que existía una remota posibilidad de tropezarse con alguien que la reconociera. Había vivido dos años en Londres, tras la muerte de su madre, cuando a su padre lo destinaron a la embajada alemana en la capital británica. Asistió a un colegio de señoritas inglés, aunque no entabló amistad íntima con ninguna compañera. Después de aquella temporada volvió al país en otra ocasión; pasó unas breves vacaciones con María Romero, en 1935. Se hospedaron en casa de unos amigos de María y conoció a muchas otras personas de buena posición económica, en fiestas, restaurantes y teatros. Tuvo una fugaz aventura amorosa con un muchacho inglés cuyo nombre no podía recordar. Vogel había llegado a la conclusión de que era un riesgo aceptable. Catherine sabía que verdaderamente eran remotas las probabilidades de tropezarse con alguien que la conociese.

Sí ocurría tal cosa, la respuesta tipo que debía de dar era: «Lo siento, pero debe de haberme confundido con otra persona»: Durante seis años, aquello no sucedió. Se había vuelto negligente. Cuando ocurrió, se dejó dominar por el pánico.

Recordó por último quién era la mujer. Se llamaba Rose Morely y fue cocinera en la casa de su padre en Londres. Catherine apenas se acordaba de ella, sólo de que guisaba bastante mal y de que siempre servía la carne demasiado hecha. Catherine tuvo muy poco contacto con la mujer. Era sorprendente que Rose Morely la hubiese reconocido.

Catherine tenía dos opciones: hacer caso omiso y pretender que aquello no había sucedido o investigar y determinar la magnitud de los daños.

Eligió la segunda disyuntiva.

Al llegar a Marble Arch, pagó al taxista y se apeó. El crepúsculo se desvanecía rápidamente, para fundirse con el oscurecimiento. En Marble Arch confluían cierto número de líneas de autobús, incluida la del coche del que salió huyendo. Con un poco de suerte, Rose Morely se apearía allí para hacer transbordo. El autobús en el que iba estaría entonces doblando para bajar por Park Lane hacia Hyde Park Comer. Si Rose se quedaba en el autobús, Catherine intentaría subir a él sin que la viese.

El autobús se acercó. Rose Morely seguía ocupando el mismo asiento. El vehículo redujo la marcha y la mujer se puso en pie. Rose se apeó por la puerta de atrás.

Catherine se adelantó.

– Eres Rose Morely, ¿verdad? -dijo.

La mujer se quedó boquiabierta a causa de la sorpresa.

– Sí… y tú eres Anna. Sabía que eras tú. Tenías que serlo. No has cambiado nada desde que eras niña. ¿Pero cómo has llegado aquí sin…?

– Cuando me di cuenta de que eras tú, seguí al autobús en un taxi -la interrumpió Catherine.

El sonido de su propio nombre, pronunciado en medio de la gente, la hizo estremecerse. Tomó a Rose Morely por un brazo y la llevó hacia la penumbra de Hyde Park.

– Demos un paseo -dijo Catherine-. Ha pasado tanto tiempo, Rose.

Aquella tarde, Catherine mecanografió el informe para Vogel. Lo fotografió, lo quemó en la pila del lavabo e hizo lo propio con la cinta de la máquina, tal como le había enseñado Vogel. Al levantar la cabeza vio su rostro reflejado en el espejo. Apartó la mirada. La tinta y la ceniza habían ennegrecido la pila del lavabo. También tenía negros los dedos y las manos.

Catherine Blake, espía.

Cogió la pastilla de jabón y empezó a frotarse los dedos con ella,

No fue una decisión difícil. Cumplirla fue peor de lo que había podido imaginar. «Emigré a Inglaterra antes de la guerra -había explicado, mientras caminaban por un sendero y la noche acentuaba la oscuridad-. No pude seguir soportando la idea de vivir por más tiempo bajo el gobierno de Hitler. Las cosas que estaba haciendo, especialmente a los judíos, eran verdaderamente horribles.»

Catherine Blake, embustera.

«-Deben de habértelo hecho pasar muy mal.

»-¿Qué quieres decir?

»-Las autoridades, la policía. -En un susurro-: La Inteligencia militar.

»-No, no fue nada difícil. En absoluto.

»-Ahora trabajo para un hombre llamado Higgins, el comandante Higgins. Cuido de sus hijos. Su esposa murió durante un bombardeo, pobrecilla. El comandante Higgins está en el Almirantazgo. Dice que se daba por supuesto que toda persona que entró en el país antes de la guerra tenía que ser un espía alemán.

»-¿De veras?

»-Estoy segura de que al comandante Higgins le interesará saber que no se metieron contigo.

»-No hay ninguna necesidad de mencionarle esto al comandante Higgins, ¿no te parece, Rose?»

Pero no había escapatoria. El pueblo británico tenía plena conciencia de la amenaza que representaban los espías. Estaba en todas partes: en los periódicos, en la radio, en las películas. Rose no era tonta. Comentaría el encuentro al comandante Higgins, el comandante Higgins telefonearía al MI-5 y el MI-5 rastrillaría todo el centro de Londres en su busca. La minuciosa preparación con que creó su cobertura saltaría por los aires a causa de un encuentro casual con una criada que había leído demasiadas novelas de espías.

Hyde Park durante el oscurecimiento. Podía tratarse del bosque de Sherwood si no fuera por el distante zumbido del tráfico que llegaba desde Bayswater Road. Habían encendido sus linternas, dos frágiles líneas de luz amarilla. Rose sostenía en la otra mano la bolsa en la que llevaba la compra. «Dios mío, intenta alimentar a los niños con ciento catorce gramos de carne a la semana. Me temo que se van a quedar atrofiados y canijos.» Por delante de ellas se destacó un grupo de árboles, una informe mancha negra recortada contra la última tenue claridad del cielo occidental. «Tengo que irme ya, Anna. Me ha alegrado mucho volver a verte.» Avanzaron juntas un poco más. Hazlo ahí, entre los árboles. Nadie lo verá. La policía lo atribuirá a algún malhechor o a algún refugiado. Todo el mundo sabe que, con la guerra, el índice de criminalidad ha alcanzado niveles alarmantes en el West End. Llévate su comida y su dinero. Que parezca un robo que se complicó. «Ha sido estupendo verte de nuevo después de tantos años, Rose.» Se despidieron en la arboleda. Rose siguió hacia el norte; Catherine, hacia el sur. Luego, Catherine dio media vuelta y siguió a Rose. Introdujo la mano en el bolso y sacó la Mauser. La muerte tenía que ser rápida. «Rose, se me ha olvidado una cosa.» Rose se detuvo y se volvió. Catherine alzó la pistola y antes de que Rose pudiese emitir un sonido recibió un certero balazo que le atravesó el ojo.

La maldita tinta no se iba. Se enjabonó las manos una vez más y las frotó con un cepillo hasta dejárselas casi en carne viva. Se preguntó por qué aquella vez no se sintió enferma. Vogel dijo que al cabo de una temporada todo resultaba más sencillo. El cepillo acabó con la tinta. Se volvió a mirar en el espejo, pero en esa ocasión no apartó la vista. Catherine Blake, homicida. Catherine Blake, asesina.

33

Londres

Alfred Vicary pensó que una tarde en casa podría sentarle bien. Deseaba andar un poco, de modo que salió de la oficina una hora antes de la puesta de sol, con tiempo suficiente para adentrarse en Chelsea antes de que le sorprendiera el oscurecimiento y se quedara desamparado. Era una tarde estupenda, fresca pero sin lluvia y prácticamente sin viento. Vagaban por las alturas del West End hinchados nubarrones grises en cuyo vientre ponían tonos rosados los resplandores del sol poniente. La vida hormigueaba en Londres. Observó la multitud de personas que circulaban por la plaza del Parlamento, admiró las baterías antiaéreas de Birdcage Walk, atravesó los silenciosos desfiladeros georgianos de Belgravia. El aire invernal le sentaba de maravilla a sus pulmones y recurrió a su fuerza de voluntad para abstenerse de fumar. Había contraído una tos seca como la que solía aquejarte en Cambridge durante los exámenes finales y se prometió renunciar a todas aquellas malditas cosas cuando acabase la guerra.

Cruzó la plaza de Belgravia y se dirigió hacia la plaza de Sloane. El encanto se había roto; el caso volvía a darle vueltas en la cabeza. En realidad nunca había dejado de pensar en él. A veces lograba apartarlo un poco más lejos que en otras ocasiones. Enero había desembocado en febrero. Pronto llegaría la primavera y luego la invasión. Y era posible que su triunfo o su fracaso cayera de lleno sobre los hombros de Vicary.

Pensó en el último mensaje descifrado por los criptógrafos de Bletchley Park. Aquel mensaje lo enviaron la noche anterior a un agente que operaba dentro de Inglaterra. En él no figuraba ningún nombre en clave, pero Vicary daba por sentado que el destinatario era uno de los espías a los que estaba persiguiendo. El mensaje decía que la información recibida era muy buena, pero que se necesitaban más detalles. También solicitaba un informe acerca del modo en que el agente entró en contacto con la fuente. Vicary buscó un resquicio de esperanza. Si Berlín necesitaba más datos era porque no tenía el cuadro completo. Y si no tenía el cuadro completo, aún se contaba con un margen de tiempo para que Vicary taponase la filtración. La naturaleza del caso era tan desoladora que la lógica de aquello le permitió cobrar ánimos.

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