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Boothby estaba ya muy tranquilo.

– Becker me contó a mí la misma historia: agentes especiales, claves especiales y sistemas de encuentro especiales. Si te he de ser sincero, Alfred, entonces no le creí. No teníamos ninguna otra prueba que apoyara su relato. Ahora la tenemos.

Una explicación perfectamente lógica, al menos en la superficie.

– ¿Por qué no me habló de ello entonces?

– Fue hace mucho tiempo.

– ¿Quién es Broome?

– Lo siento, Alfred.

– Quiero saber quién es Broome.

– Y yo trato de explicarte, con toda la cortesía que me es posible, que no tienes derecho a conocer la identidad de Broome, -Boothby sacudió la cabeza-. Este no es ningún club universitario donde nos sentamos a intercambiar ideas. Este departamento se dedica al contraespionaje. Y opera sobre un concepto muy simple: necesidad de saber. Tú no tienes la misma necesidad de saber quién es Broome porque no afecta a ningún caso de los que se te han asignado. En consecuencia, no es asunto tuyo.

– ¿Ese concepto de necesidad de saber es una licencia para engañar a otros oficiales?

– Yo no emplearía la palabra engañar -dijo Boothby, como si fuera una obscenidad-. Simplemente significa que, por razones de seguridad, un oficial sólo tiene derecho a saber lo que es necesario para cumplir su misión.

– ¿Qué me dice de la palabra mentir? ¿Emplearía usted esa palabra?

La discusión parecía producir a Boothby auténtico dolor físico.

Supongo que hay ocasiones en que es preciso ser poco veraz con un oficial para salvaguardar una operación de la que se encarga otro. Seguramente eso no constituye ninguna sorpresa para ti, ¿eh, Alfred?

– Claro que no, sir Basil -Vicary titubeó, mientras trataba de decidir si era preferible continuar en aquel plan de interrogatorio o dejarlo correr-. Sólo me preguntaba por qué me mintió respecto a la lectura del expediente de Kurt Vogel.

La sangre pareció desaparecer del rostro de Boothby, y Vicary observó que sus enormes puños se cerraban y abrían dentro de los bolsillos del pantalón. Era una estrategia arriesgada, y el cuello de Grace Clarendon iba en el envite. En cuanto Vicary se retirase, Boothby llamaría a Nicholas Jago, del Registro, y exigiría explicaciones. Con toda seguridad, Jago comprendería que el origen de la filtración estaba en Grace Clarendon. No era una cuestión baladí; podrían ponerla de patitas en la calle automáticamente. Pero Vicary apostaba porque no tocarían a Grace, ya que lo único que iban a conseguir con ello era demostrar que la información de la mujer había sido correcta. Confió por Dios en estar en lo cierto.

– ¿Buscas una cabeza de turco, Alfred? ¿Algo o alguien a quien echar la culpa de tu incapacidad para resolver el caso? Deberías conocer, mucho mejor que cualquiera de nosotros, el peligro que entraña eso. La historia está repleta de ejemplos de hombres débiles que han recurrido al expediente de conseguir una cabeza de turco idónea.

Vicary pensó: «Y no contestas a mi pregunta. Se puso en pie».

– Buenas noches, sir Basil.

Boothby permaneció silencioso mientras Vicary se dirigía a la puerta.

– Hay una cosa más -dijo Boothby por último-. Supongo que no es necesario decírtelo, pero de todas formas voy a hacerlo. No disponemos de tiempo ilimitado. Si no se consiguen progresos rápidos, puede que tengamos que hacer… en fin, cambios. Lo entiendes, ¿verdad, Alfred?

30

Londres

En el momento en que entraban en el restaurante del Savoy la orquesta empezaba a tocar Y un ruiseñor cantaba en la plaza de Berkeley. Una interpretación que dejaba bastante que desear -disonante y algo atropellada-, pero que a pesar de todo era bonita. Jordan tomó a Catherine de la mano y, sin pronunciar palabra, se dirigieron a la pista. Peter era un bailarín excelente, suelto y seguro, y la llevaba muy cerca de sí. Había ido al Savoy directamente desde la oficina y vestía uniforme. También llevaba consigo su cartera de mano. Era obvio que no contenía nada importante, puesto que la había dejado encima de la mesa. Sin embargo, no mantenía apartados los ojos de ella durante mucho tiempo.

Al cabo de unos instantes, Catherine se dio cuenta de una cosa: todo el mundo, en la sala, los estaba mirando. Durante seis años, ella había hecho cuanto estaba en su mano para pasar inadvertida. Ahora estaba bailando con un deslumbrante oficial naval estadounidense en el más fascinador hotel de Londres. Se sentía expuesta y vulnerable y, a pesar de ello, al mismo tiempo disfrutaba de una extraña satisfacción derivada del hecho de hacer algo completamente normal, para variar.

Desde luego, su mismo aspecto tenía mucho que ver con la atención que atraía su persona. Lo había visto en los ojos de Jordan unos minutos antes, cuando el hombre entró en el bar. Aquella noche Catherine estaba imponente. Llevaba un vestido de crepé negro, abierto por la espalda y con un escote que mostraba magnánimo la forma de los pechos. El pelo caído, sujeto por detrás con un elegante broche enjoyado y un collar de perlas de doble vuelta alrededor del cuello. Se había esmerado con el maquillaje. Los cosméticos en aquellos tiempos de guerra eran de calidad deficiente, pero ella no necesitaba gran cosa: un leve toque de carmín para acentuar la forma de sus labios generosos, un poco de colorete para destacar los prominentes pómulos, una línea de lápiz de ojos alrededor de las órbitas. A ella no le producía ningún placer especial su propia apariencia. Siempre había pensado en su belleza de manera desapasionada, del mismo modo que una mujer podía valorar su vajilla de porcelana favorita o su apreciada alfombra antigua. Con todo, había transcurrido mucho tiempo desde la época en que entraba a una estancia y comprobaba que todas las cabezas se volvían a su paso. Era la clase de mujer en cuya presencia reparaban los dos sexos. Los hombres a duras penas conseguían mantener cerrada la boca, las mujeres enarcaban las cejas con envidia.

– ¿Te has dado cuenta de que en esta sala todo el mundo nos está mirando? -dijo Jordan.

– Sí, lo he notado. ¿Te importa?

– Claro que no. -La apartó de sí unos centímetros para mirarle a la cara-. Hacía mucho tiempo que no me sentía así, Catherine. ¡Y pensar en la enorme distancia que he tenido que recorrer, venir hasta Londres, para encontrarte!

– Me alegro de que vinieras.

– ¿Puedo hacerte una confesión?

– Naturalmente que puedes.

– Después de que me dejaras, anoche, apenas he podido dormir.

Catherine le sonrió y le atrajo hacia sí, de forma que su boca quedó rozando el oído de Jordan.

– Yo también te haré una confesión. No he dormido nada.

– ¿En qué pensabas?

– Dímelo tú primero.

– Sólo podía pensar en lo mucho que deseaba que no te hubieses ido.

– Mi pensamiento era muy similar.

– Pensaba en que podía haberte besado.

– Pensaba en que iba a besarte.

– No quiero que esta noche te vayas.

– Creo que tendrás que levantarme en peso y echarme a la fuerza si quieres que me vaya,

– No creo que tengas que preocuparte por eso.

– Pienso que me gustaría que volvieras a besarme ahora mismo, Peter.

– ¿Qué pasa con toda esa gente que no nos quita ojo? ¿Qué crees que harán si te beso?

– No estoy segura. Pero estamos en 1944 y en Londres. Puede ocurrir cualquier cosa.

– Con los saludos del caballero del bar -anunció el camarero, al tiempo que descorchaba una botella de champán, cuando regresaron a su mesa.

– ¿El caballero en cuestión tiene nombre? -preguntó Jordan.

– No me lo dio, señor.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Como un jugador de rugby bronceado por el sol, señor.

– ¿Oficial de la Armada estadounidense?

– Sí, señor.

– Shepherd Ramsey.

– El caballero desea tomar una copa con ustedes.

– Dígale al caballero que muchas gracias por el champán, pero que olvide lo de la copa.

– Naturalmente, señor.

– ¿Quién es Shepherd Ramsey? -preguntó Catherine, al retirarse el camarero.

– Shepherd Ramsey es mi más querido y viejo amigo en este mundo. Le quiero como a un hermano.

– ¿Entonces por qué no le has dejado venir a tomar una copa.

– Porque por una vez en mi vida de adulto me gustaría hacer algo sin él. Además, no quiero compartirte.

– Eso está muy bien, porque tampoco yo quiero compartirte. -Catherine alzó su copa de champán-. Por la ausencia de Shepherd.

– Por la ausencia de Shepherd -rió Jordan.

Entrechocaron las copas.

– Y por el oscurecimiento -añadió Catherine-, sin el cual nunca hubiera chocado contigo.

– Por el oscurecimiento. -Jordán vaciló-. Sé que probablemente esto suene a tópico terrible, pero no puedo apartar los ojos de ti. Catherine sonrió y se inclinó a través de la mesa.

– No quiero que apartes los ojos de mí, Peter. ¿Por qué crees que llevo este vestido?

– Estoy un poco nervioso.

– Yo también, Peter.

– Estás tan preciosa, acostada ahí a la luz de la luna.

– Tú también estás formidable.

– No. Mi esposa…

– Lo siento. Es que nunca he visto un hombre que se pareciera a ti. Procura no pensar en tu esposa durante unos minutos.

– Resulta muy duro, pero tú haces que me sea un poco más fácil.

– Pareces una estatua, arrodillado ahí de esa manera.

– Una estatua muy vieja y que se cae a pedazos.

– Una estatua hermosísima.

– No puedo dejar de acariciarte…, de acariciarlos. Son tan bonitos. Desde el momento en que te vi por primera vez no he dejado de soñar con poder acariciártelos.

– Puedes apretar un poco más. No me duele.

– ¿Así?

– ¡Oh, Dios! Sí, Peter, precisamente así. Pero yo también quiero tocarte.

– Se pone tan en forma cuando haces eso…

– ¿Funciona?

– Ahhh, sí, funciona.

– Está tan dura. Es una maravilla. Hay una cosa más que quiero que hagas.

– ¿Qué?

– No puedo decírtelo en voz alta. Acércate.

– Catherine…

– Tú hazlo y nada más. Te prometo que no lo vas a lamentar.

– Oh, Dios mío, es increíble.

– ¿No debo dejarlo, entonces?

– Estás tan preciosa haciéndolo…

– Quiero que lo goces.

– Y yo quiero que tú lo goces.

– Puedo enseñarte cómo.

– Me parece que ya sé cómo.

– Ah, Peter, tu lengua es maravillosa. Oh, por favor, acaríciame los pechos mientras haces eso.

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