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Schellenberg meneó lentamente la cabeza.

– Qué lástima, ese recelo entre nosotros. ¡Es tan desconsolador!

– Sí, ¿verdad?

Cabalgaron hasta los establos y desmontaron en su interior. Un par de mozos de cuadra se precipitaron hacia ellos y se hicieron cargo de los caballos.

– Ha sido un placer, como de costumbre -dijo Canaris-. ¿Desayunamos juntos?

– Me encantaría, pero me temo que el deber me llama.

– ¿Ah?

– Una reunión con Himmler y Hitler, a las ocho en punto.

– Afortunado usted. ¿Cuál es el tema?

Walter Schellenberg sonrió y apoyó su mano enguantada sobre el hombro de su interlocutor.

– No le haría gracia saberlo.

– ¿Cómo está el Viejo Zorro esta mañana? -preguntó Adolf Hitler cuando Walter Schellenberg cruzó el umbral de la puerta exactamente a las ocho en punto. Himmler ya estaba allí. Tomaba café sentado en el mullido sofá. Era la imagen que a Schellenberg le gustaba presentar ante sus superiores: lo bastante disciplinado como para ser puntual y excesivamente abrumado de trabajo como para asistir a una reunión a primera hora de la mañana y entretenerse charlando de trivialidades.

– Tan reservado como siempre -dijo Schellenberg, al tiempo que se servía una taza de humeante café. Había una jarra con leche de verdad. En aquellas fechas hasta el SD tenía dificultades para contar con un suministro regular-. Se negó a contarme nada acerca de la operación de Vogel. Alega que lo ignora todo sobre el asunto. Ha autorizado a Vogel a trabajar en condiciones extraordinariamente secretas, permitiéndole mantenerse en la más absoluta oscuridad en cuanto a los detalles.

– Tal vez sea mejor así -comentó Himmler, impasible el rostro y sin que la voz trasluciera el menor rastro de emoción-. Cuanto menos sepa el buen almirante, menos podrá contar al enemigo.

– He realizado algunas investigaciones por mi cuenta -dijo Schellenberg-. Sé que Vogel ha enviado por lo menos un nuevo agente a Inglaterra. Tuvo que valerse de la Luftwaffe para lanzarlo y el piloto que llevó a cabo la misión se mostró muy dispuesto a colaborar. -Schellenberg abrió la cartera y retiró dos copias del mismo documento. Tendió una a Hitler y la otra a Himmler. -El nombre del agente es Horst Neumann. Puede que el Reichsführer recuerde aquel asunto de París, hace algún tiempo. Mataron a un miembro de las SS en un bar. Neumann era el hombre complicado en eso.

Himmler dejó que el expediente se le cayera de las manos y fuese a parar encima de la mesita de café ante la que estaba sentado.

– Para la Abwehr emplear a ese hombre representa propinar una bofetada a las SS en pleno rostro, y el recuerdo de la víctima a la que asesinó demuestra el desprecio que siente Vogel hacia el partido y hacia el Führer.

Hitler aún estaba leyendo el expediente y parecía verdaderamente interesado en su contenido.

– Quizá Neumann es sencillamente el hombre ideal para la misión, herr Reichsführer. Observe su historial: nacido en Inglaterra, miembro condecorado del Fallschirmjäger, Cruz de Caballero con hojas de roble. Sobre el papel, un hombre de lo más notable.

El Führer se mostraba más lúcido y razonable de lo que Schellenberg le había visto un mucho tiempo.

– Estoy de acuerdo -dijo Schellenberg-. Aparte de ese baldón en su historial, Neumann parece ser un extraordinario soldado.

Himmler lanzó a Schellenberg una mirada asesina. Maldita la gracia que le hacía que le llevaran la contraria delante del Führer, por muy brillante que Schellenberg pudiera ser.

– Quizá deberíamos emprender ahora nuestra acción contra Canaris -sugirió Himmler-. Destituirlo, poner al mando al Brigadeführer y fusionar la Abwehr y el SD convirtiéndolos en una poderosa agencia de información. Así el Brigadeführer Schellenberg podrá supervisar personalmente la operación de Vogel. Las cosas parecen ir mal en todo lo que interviene el almirante Canaris.

De nuevo, Hitler se mostró en desacuerdo con su ayudante de toda confianza.

– Si ese amigo ruso de Schellenberg está en lo cierto, el tal Vogel parece que lleva a los británicos por la calle de la amargura. Inmiscuirse ahora sería un error. No, herr Reichsführer, Canaris sigue en su puesto por ahora. Tal vez esté haciendo algo a derechas para variar.

Hitler se puso en pie.

– Ahora, si me dispensan, caballeros, tengo otros asuntos que reclaman mi atención.

Dos Mercedes de Estado Mayor aguardaban junto al bordillo, con los motores en marcha. Hubo un instante de incómoda duda, mientras decidían en el automóvil de quién iban a subir, pero Schellenberg acabó por ceder tranquilamente y fue a sentarse en el asiento posterior del coche de Himmler. Se sentía vulnerable cuando no le rodeaban sus hombres de seguridad, incluso cuando estaba con Himmler. Durante el corto trayecto, el Mercedes blindado de Schellenberg apenas se separó unos metros del parachoques trasero de la limusina de Himmler.

– Una impresionante representación, como de costumbre, herr Brigadeführer -dijo Himmler.

Schellenberg conocía lo suficiente a su superior para darse cuenta de que el comentario distaba mucho de ser un cumplido. A Himmler, el segundo hombre más poderoso de Alemania, le irritaba que se le contradijera delante del Führer.

– Gracias, herr Reichsfürer .

– El Führer anhela de tal forma el secreto de la invasión que ese deseo nubla su buen juicio -declaró Himmler con naturalidad-. Le corresponde a usted la misión de protegerle. ¿Comprende lo que le digo, herr Brigadeführer ?

– Perfectamente.

– Quiero saber a qué juega Vogel. Si el Führer no nos permite averiguarlo desde dentro, tendremos que hacerlo desde fuera. Ponga a Vogel y a su ayudante Ulbricht bajo una vigilancia de veinticuatro horas. Utilice todos los medios a su disposición para penetrar en Tirpitz Ufer. Y encuentre también algún modo de infiltrar un hombre en el centro de radio de Hamburgo. Vogel tiene que comunicarse con sus agentes. Quiero que alguien escuche lo que se dice allí.

– Sí, herr Reichsführer .

– Ah, Walter, no ponga esa cara tan larga. Vamos a echar mano a la Abwehr bastante pronto. No se preocupe. Será suya.

– Gracias, herr Reichsführer.

– A menos, claro, que vuelva a llevarme la contraria otra vez delante del Führer.

Himmler dio unos golpecitos en el cristal de separación, tan débiles que casi resultaron inaudibles. El coche frenó junto a la acera; el de Schellenberg se detuvo inmediatamente detrás. El joven general permaneció inmóvil en el asiento hasta que uno de sus hombres de seguridad apareció junto a la portezuela para acompañarle durante los tres metros de trayecto que le separaban de su propio automóvil.

26

Londres

Catherine Blake lamentaba profundamente su decisión de recurrir a los Pope en busca de ayuda. Sí, le habían proporciona una relación minuciosa de las actividades cotidianas de Peter Jordan en Londres. Pero a un precio exorbitante. Se había visto amenazada de extorsión, atraída a un peregrino juego sexual y obligada a asesinar a dos personas. El homicidio de un relevante traficante del mercado negro y figura destacada del hampa como Vernon Pope era la gran noticia de todos los periódicos londinenses. La policía, sin embargo, había engañado a los periodistas: la prensa decía que los cadáveres se encontraron degollados, no apuñalados uno en el ojo y otro en el corazón. Evidentemente, trataban de filtrar datos erróneos que desviaran la atención de lo que realmente ocurrió. ¿O estaba ya complicado el MI-5? Según los periódicos, la policía deseaba interrogar a Robert Pope, pero no habían logrado localizarle. Catherine hubiera podido echarles una mano. Pope estaba sentado a seis metros de ella, en el bar del Savoy, degustando rabiosamente un whisky.

¿Por qué estaba Pope allí? Catherine creía conocer la respuesta. Pope estaba allí porque sospechaba que Catherine tenía algo que ver en la muerte de su hermano Vernon. Dar con ella no le habría resultado difícil. Pope sabía que Catherine buscaba a Peter Jordan. Lo único que él tenía que hacer era ir a los lugares que Peter Jordan frecuentaba, donde contaría con muchas probabilidades de que apareciese Catherine.

Se puso de espaldas a él. Robert Pope no le inspiraba ningún miedo… era más una molestia que una amenaza. Mientras ella se mantuviese a la vista de la gente, Pope se resistiría a intentar alguna agresión. Catherine ya se había esperado aquello. Como medida preventiva había empezado a llevar su pistola en todo momento. Era necesario, aunque fastidioso. Para ocultar el arma se veía obligada a cargar con un bolso mayor en el que ocultarla. Era pesada y le golpeaba la cadera al andar. Irónicamente, la pistola era una amenaza para su seguridad. Cualquiera trataba de explicar a un agente de policía londinense la razón por la que una lleva en el bolso una pistola Mauser de fabricación alemana, equipada con silenciador.

Decidir si matar o no a Robert Pope no era la preocupación más importante de Catherine Blake, porque en aquel preciso momento peter Jordan entraba en el bar del Savoy, acompañado de ShepherdRamsey.

Catherine se preguntó cuál de aquellos hombres efectuaría el primer movimiento. Las cosas estaban a punto de ponerse interesantes.

– Diré algo bueno acerca de esta guerra -declaró Shepherd Ramsey, en tanto Peter Jordan y él tomaban asiento en una mesa del fondo-. Ha hecho maravillas por mis beneficios netos. Mientras estaba en la playa dándomelas de héroe, mis acciones no han dejado de subir. He ganado más dinero durante los pasados seis meses que en los diez años que estuve trabajando en la compañía de seguros de mi padre.

– ¿Por qué no le dices a tu anciano papi que te despida?

– Estaría perdido sin mí.

Shepherd llamó al camarero y pidió un martini. Jordan, un whisky escocés doble.

– ¿Una jornada dura en la oficina, querido?

– Brutal.

– La fábrica de rumores asegura que estan trabajando en una diabólica arma secreta nueva.

– Soy ingeniero, Shep. Construyo puentes y carreteras.

– Cualquier idiota podría hacerlo. Tú no estás aquí para construir una maldita autopista.

– No, no estoy aquí para eso.

– Así, ¿cuándo vas a decirme qué es lo que estás haciendo?

– No puedo. Sabes que no puedo.

– No soy más que yo, el viejo Shep. Puedes contarme cualquier cosa.

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