Литмир - Электронная Библиотека

Eunice Wright llevaba quince días esperando que un operario de reparaciones fuese a examinar la caldera averiada. Antes de la guerra, los huéspedes de su bien atendida y cuidada pensión eran en su mayoría muchachos jóvenes, siempre dispuestos a echarle una mano cuando algo fallaba en las tuberías, en la estufa o en la cocina. Ahora, todos los jóvenes estaban en el ejército. Su propio hijo, presente de modo continuo en su pensamiento, se encontraba en aquellos instantes en algún lugar de África del Norte. Los huéspedes actuales no le proporcionaban ninguna satisfacción: dos ancianos que se pasaban el tiempo venga a hablar de la guerra pasada y dos jovencitas pueblerinas y más bien tontas que habían salido huyendo de su tediosa aldea de las East Midlands para trabajar en una fábrica de Londres. Cuando vivía, Leonard se encargaba de todas las reparaciones. pero Leonard llevaba diez años difunto.

La señora tomaba una taza de té junto a la ventana del salón. La tranquilidad reinaba en la casa. Arriba, los hombres jugaban a las damas. Ella les había recomendado con insistencia que se abstuvieran de hacer resonar las fichas, para no despertar a las chicas, que acababan de llegar tras su tarea en el turno de noche. Asediada por el aburrimiento, la mujer encendió la radio y se puso a escuchar el boletín de noticias de la BBC.

Al detenerse delante de la casa, la furgoneta despertó la extrañeza de Eunice Wright. No llevaba ningún distintivo -el nombre de una compañía pintado en el panel lateral- y los dos hombres que iban delante del vehículo no se parecían a ningún operario de reparaciones que ella hubiese visto nunca. El que estaba al volante era alto y robusto, con el pelo cortado casi al rape y un cuello tan grueso que parecía como si simplemente le hubieran plantado la cabeza encima de los hombros. El otro era más bajo, moreno de pelo y con expresión de estar furioso con el mundo entero. Sus ropas también eran raras. En vez del mono de trabajo que suelen llevar los obreros, vestían trajes que sin duda eran caros, a juzgar por su aspecto.

Abrieron las portezuelas y se apearon. Eunice tomó nota mental del detalle de que no llevaban herramientas. Tal vez querían examinar los daños que sufría la caldera antes de entrar las herramientas. Sólo comprobar de qué se trataba, para asegurarse de que cargaban con los útiles necesarios y nada más. Los examinó con más atención mientras avanzaban hacia la puerta de la fachada. Parecían razonablemente sanos. ¿Por qué no estaban en el ejército? Observó que mientras se acercaban miraron por encima del hombro hacia un lado y otro de la calle, como si trataran de cerciorarse de que nadie reparaba en su aproximación a la casa. De súbito, la señora Wright deseó que Leonard estuviese allí.

La forma en que llamaron a la puerta no era en absoluto cortés. Imaginó que la policía llamaría así cuando supusieran que al otro lado de la puerta se encontraba un delincuente. Repitieron la llamada, tan fuerte que hizo trepidar los cristales de la ventana del salón.

En el piso de arriba, la partida de damas se desarrollaba en silencio.

La señora fue hacia la puerta. Se dijo que no existía motivo alguno para asustarse y que lo único que pasaba era que aquellos dos hombres carecían de los educados modales comunes a la mayoría de los trabajadores ingleses. Era cosa de la guerra. Los operarios expertos estaban en el servicio militar, actuando en bombarderos y fragatas. Los malos -como la pareja que estaba a la puerta- se encargaban en la patria de atender los trabajos que surgían.

Eunice Wright abrió la puerta despacio. Su intención era pedirles que armaran el menor ruido posible para no despertar a las muchachas. Pero las palabras no llegaron a salir por sus labios. El corpulento -el que no tenía cuello- empujó la puerta con el antebrazo y a continuación tapó con su manaza la boca de la mujer. Eunice había intentado chillar, pero el grito pareció morir en silencio en el fondo de su garganta, sin producir prácticamente ningún sonido audible.

El más bajo acercó su cara al oído de la mujer y habló con una serenidad que sólo sirvió para asustarla todavía más.

– Limítate a darnos lo que queremos, encanto, y nadie sufrirá el menor daño -dijo.

Luego la apartó dándole un empujón, siguió adelante y subió por la escalera.

El sargento detective Meadows se consideraba una pequeña autoridad en el conocimiento de la banda de los Pope. Sabía cómo ganaban su dinero -legal e ilegalmente- y podía reconocer por su nombre y su rostro a la mayor parte de los miembros de la cuadrilla. De modo que al oír la descripción de los dos individuos que habían entrado a saco en una pensión de Islington se olvidó automáticamente de lo que estaba haciendo en la escena del crimen y se dirigió allí para ver las cosas personalmente. La descripción del primer individuo correspondía a Richard Dicky Dobbs, el principal guardaespaldas, matón y brazo ejecutor de los Pope. La otra coincidía con la persona del propio Robert Pope.

Meadows, de acuerdo con su costumbre, recorría el salón mientras Eunice Wright, sentada en una silla, muy erguido el busto, repetía una vez más la historia, pese a haberla contado ya dos veces. La taza de té había sido sustituida por una copita de rubio jerez. En el rostro de la mujer se apreciaba la señal que dejó en ella el manotazo del atacante. También había recibido un golpe violento en la cabeza cuando cayó contra el suelo. Aparte de eso, no sufría ninguna herida grave.

– ¿Y no le dijeron qué o a quién buscaban? -dijo Meadows, que interrumpió sus paseos apenas el tiempo suficiente para formularla pregunta.

– No.

– ¿Se dirigieron el uno al otro llamándose por su nombre?

– No, creo que no.

– ¿Vio usted por casualidad el número de matrícula de la furgoneta?

– No, pero ya le he dado la descripción del vehículo a uno de los otros agentes.

– Es de un modelo muy corriente, señora Wright. Me temo que la descripción sola no nos servirá de gran cosa. Encargaré a uno de los hombres que interrogue a los vecinos.

– Lo siento -se excusó la mujer, al tiempo que se frotaba la parte posterior de la cabeza.

– ¿Se encuentra bien?

– Me dio un buen porrazo en la cabeza, ¡el muy canalla!

– Quizá debería verla un médico. Cuando hayamos terminado aquí, haré que uno de los agentes la lleve.

– Gracias. Muy amable por su parte.

Meadows cogió su impermeable y se lo puso.

– ¿Dijeron alguna otra cosa que pueda usted recordar?

– Bueno, sí, dijeron otra cosa. -Eunice Wright titubeó y se puso colorada-. Su lenguaje es un poco, digamos, grosero, me temo.

– Le garantizo que no voy a escandalizarme

– El más bajo dijo: «Cuando encuentre a esa…» -Se interrumpió, bajó la voz, violenta por tener que pronunciar aquellas palabras-. «Cuando encuentre a esa jodida hija de puta la mataré con mis propias manos».

Meadows enarcó las cejas.

– ¿Está segura de eso?

– Ah, sí. Cuando una no oye con frecuencia esas palabras, le resulta difícil olvidarlas.

– Eso creo. -Le tendió su tarjeta-. Si se acuerda de algo más, por favor, no dude en llamarme. Buenos días, señora Wright.

– Buenos días, inspector.

Meadows se puso el sombrero y se dirigió a la puerta. De modo que andaban buscando a una mujer. Tal vez no eran los Pope, después de todo. Quizá sólo se trataba de dos fulanos que perseguían a una chica. Puede que la similitud de las descripciones no fuese más que simple coincidencia. Meadows no creía en las coincidencias. Volvería al almacén de los Pope y comprobaría si alguien había reparado últimamente en la presencia de alguna mujer que zascandilease por allí.

23

Londres

Catherine Blake daba por supuesto que a los agentes aliados conocedores de los secretos más importantes de la guerra les habían instruido bien acerca de la amenaza que representaban los espías. ¿Por qué, si no, iba a llevar el alférez de navío Peter Jordan la cartera esposada a la muñeca mientras recorría a pie aquel breve trayecto a través de la plaza de Grosvenor? Catherine daba también por sentado que a tales agentes se les había puesto en guardia respecto a las mujeres que pudieran acercárseles. Al principio de la guerra, la muchacha vio un cartel en la fachada de un club que frecuentaban oficiales británicos. Presentaba la imagen de una rubia voluptuosa, de senos exuberantes y vestido de noche escotadísimo, que aguardaba a que un oficial le encendiese el cigarrillo. En la parte inferior del cartel se leía: «Mantén la boca cerrada, ella no tiene nada de muda». Catherine pensó que era la cosa más ridícula que había visto en la vida. Si, existían mujeres como aquella -vampiresas de vía estrecha que pendoneaban por los aledaños de los clubes o las fiestas con la antena puesta para cazar rumores y secretos- ella, Catherine, lo ignoraba. Pero suponía que un aleccionamiento así haría que Peter Jordan desconfiase de toda mujer guapa que se esforzara de pronto en captar su atención. Por otra parte, Peter Jordan era también un hombre de éxito, inteligente y atractivo. A la hora de elegir las mujeres con las que pasar el rato se manifestaría bastante selectivo. La escena de la otra noche en el Savoy era prueba evidente de ello. Se había enfadado con su amigo Shepherd Ramsey por prepararle el ligue con aquella joven estúpida. Catherine tendría que estudiar con el máximo cuidado la forma de abordarle.

Lo cual explicaba por qué aguardaba de pie en una esquina próxima al club Vandyke, con una bolsa de comestibles en los brazos. Faltaba poco para las seis. Londres se veía envuelto en el negro velo del oscurecimiento. El tráfico vespertino apenas procuraba a Catherine la claridad suficiente para permitirle distinguir la puerta del club. Minutos después, por dicha puerta salía un hombre de estatura y complexión medias. Era Peter Jordan. Se detuvo un instante para abotonarse el abrigo. Si se ajustaba a su rutina de todas las noches, recorrería a pie el corto trayecto que le separaba de su casa. Si rompía esa rutina parando un taxi, la suerte le haría una mala jugada a Catherine. No tendría más remedio que volver a la noche siguiente con su bolsa de comestibles.

Jordan se subió el cuello del abrigo y echó a andar hacia ella. Catherine Blake esperó un momento y luego surgió bruscamente delante de él.

Cuando chocaron en el aire se elevó el ruido del papel que se rasgaba y de las latas de conservas que se estrellaban ruidosamente contra el pavimento.

46
{"b":"81648","o":1}