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Era consciente de que llevaba información de vital importancia; estaban en juego muchas vidas. Pisó a fondo el acelerador y rodó por el estrecho camino a una velocidad peligrosa. Arboles gigantescos se erguían a ambos lados del sendero, el dosel de la enramada lo cubría y los rayos del sol al caer sobre las hojas otoñales creaban un parpadeante túnel de fuego. Bajo las ruedas, el camino ascendía y descendía rítmicamente. Vicary experimentó en varias ocasiones la estimulante emoción de remontarse en el aire y volar durante un par de segundos impulsado por aquella estupenda motocicleta Rudge.

El motor empezó a fallar a quince kilómetros del cuartel general. Vicary levantó el pie del acelerador. Durante el siguiente kilómetro y medio, el petardeo del motor fue aumentando en intensidad hasta convertirse en un repique estruendoso. Kilómetro y medio más adelante, Vicary oyó un chasquido de metal, coronado de inmediato por una ruidosa explosión. De súbito, el motor perdió fuerza y casi al instante se detuvo.

Cuando la moto dejó de rugir, el silencio se hizo opresivo. Vicary se agachó para mirar el motor. Aquel caliente metal manchado de grasa y la maraña de cables retorcidos no significaban absolutamente nada para él. Recordaba que se puso a propinar puntapiés a aquel armatoste mientras dudaba entre dejarlo allí tirado al borde del camino o arrastrarlo hasta el cuartel general. Al final agarró el manillar y empezó a empujarlo a paso vivo.

La claridad de la tarde fue disminuyendo hasta convertirse en tenue resplandor vespertino. Aún estaba a varios kilómetros del cuartel general. Si la suerte le era propicia tal vez tropezase con alguien de su propio bando que lo llevase. Pero si la suerte se le mostraba esquiva, podía darse de manos a boca con una patrulla de exploradores germanos.

Cuando el crepúsculo se apagaba, empezó el bombardeo. Los primeros obuses fueron disparos cortos, cayeron a bastante distancia, inofensivos, en un campo de cultivo. Los siguientes pasaron silbando por encima de su cabeza y fueron a hacer impacto en la falda de un monte. La tercera descarga se estrelló en el camino directamente delante de Vicary.

Vicary ni siquiera llegó a oír el proyectil que le hirió.

Recobró el sentido en algún momento del anochecer, tendido y helado en una zanja. Bajó la mirada y a punto estuvo de desmayarse al verse la rodilla: un revoltijo de sangre y huesos astillados. A base de fuerza de voluntad, se arrastró fuera de la cuneta y ascendió hasta el camino. Encontró la motocicleta, volvió a perder el conocimiento y se desplomó junto a ella.

Vicary llegó a un hospital de campo a la mañana siguiente. Comprendió que el ataque había continuado porque el hospital estaba rebosante. Permaneció tendido en su lecho todo el día, con la mente sobrenadando en una duermevela inundada por la niebla de la morfina, mientras escuchaba entre sueños el gemir de los heridos. El muchacho de la cama contigua a la suya murió durante el ocaso de aquel día. Vicary cerró los ojos y se esforzó en impedir que sus oídos percibiesen el rumor vibrante de la muerte, pero fue inútil.

Brendan Evans, el amigo de Cambridge que le había ayudado a ingresar mediante métodos fraudulentos en el Cuerpo de Inteligencia, fue a visitar a Vicary a la mañana siguiente. La guerra le había cambiado. No quedaba en él nada de su anterior aspecto juvenil. Parecía un hombre endurecido, un tanto cruel. Brendan cogió una silla y se sentó a la cabecera de la cama.

– Fue culpa mía -le dijo Vicary-. Sabía que los alemanes estaban esperando. Pero se me averió la moto y no fui capaz de arreglar el maldito trasto. Y entonces empezó el bombardeo.

– Lo sé. Encontraron los papeles en la alforja. Nadie te reprocha nada. Fue una cuestión de maldita mala suerte, sólo eso. Probablemente tampoco hubieras podido hacer nada, en ningún caso, para reparar la avería de la moto.

A veces, Vicary aún oía en sueños los gritos de los moribundos, incluso ahora, casi treinta años después. En fechas recientes, su sueño había tomado un nuevo giro: soñaba que fue Basil Boothby quien saboteó la motocicleta.

«¿Ha leído alguna vez el historial de Vogel?»

«No.»

Embustero. Grandísimo embustero.

Vicary había tratado de reprimir las inevitables comparaciones entre aquellos días y la actualidad, pero era algo ineludible. No creía en el destino, sin embargo, algo o alguien le había concedido otra oportunidad, una oportunidad para redimirse de su fallo de aquel día del otoño de 1916.

Vicary pensó que la fiesta que se celebraba en la taberna que había enfrente de la sede del MI-5 le ayudaría a quitarse aquel caso de la cabeza. No fue así. Se quedó al margen del jolgorio, con la imaginación en Francia y la mirada en el fondo de la cerveza de la jarra, mientras los otros funcionarios coqueteaban con las mecanógrafas bonitas. Al piano, Nicholas Jago ofrecía más o menos lo mejor de sí mismo.

Salió sobresaltado de su trance cuando una de las Reinas del Registro empezó a cantar Saldré contigo. Era una rubia atractiva, de labios carmesíes, llamada Grace Clarendon. Vicary sabía -era allí de dominio público- que Harry y ella tuvieron un lío amoroso a principios de la guerra. Vicary tenía plena conciencia de sus encantos. Grace era inteligente, ingeniosa y más lista que el resto de las chicas del Registro. Pero también estaba casada, y Vicary no podía aprobar aquella relación. No le dijo a Harry lo que sentía, no era asunto suyo. Pensó: «Además, ¿quién soy yo para dar lecciones en cuestiones amorosas?». Sospechaba que había sido Grace quien le contó a Harry la verdad sobre Boothby y el expediente de Vogel.

Entró Harry, envuelto en su abrigo. Dedicó un guiño a Grace y luego se acercó a Vicary.

– Volvamos al despacho. Tengo que hablarte -dijo.

– Se llamaba Beatrice Pymm. Vivía sola en una casita de campo de las afueras de Ipswich. -Harry inició su relato cuando marchaban escaleras arriba hacia el despacho de Vicary. Había pasado varias horas en Ipswich, investigando el pasado de Beatrice Pymm-. No tenía amistades ni familia. Su madre falleció en 1936,

– Le dejó la casita y una razonable suma de dinero. Beatrice Pymm no tenía trabajo, ni amantes, ni siquiera gato. Lo único que hacía era pintar.

– ¿Pintar? -preguntó Vicary.

– Sí, pintar. Las personas con las que he hablado me dijeron que pintaba casi todos los días. Salía de casa por la mañana temprano, recorría la campiña de los alrededores y se pasaba el día pintando. Un detective de la policía de Ipswich me enseñó sus cuadros: paisajes. Estupendos, la verdad.

Vicary enarcó las cejas.

– Ignoraba esa aptitud tuya para valorar el arte, Harry.

– ¿Crees que los chicos de Battersea no somos capaces de apreciar las cosas bellas? Para tu buen gobierno, te informaré de que mi santa madre me arrastraba con regularidad a la National Gallery.

– Lo siento, Harry. Continúa, por favor.

– Beatrice no tenía coche. Iba a pie, en bicicleta o en autobús. A veces, pintando, perdía la noción del tiempo, especialmente durante el verano, cuando la luz era buena, y se le escapaba el último autobús de vuelta. Sus vecinos la vieron llegar en muchas ocasiones bien entrada la noche, andando y cargada con sus trastos de pintar. Dicen que otras veces se pasaba la noche en lugares espantosos, sólo para captar la salida del sol.

– ¿Qué creen que le pasó?

– La versión oficial de la historia: se ahogó accidentalmente. Encontraron sus pertenencias, incluida una botella de vino vacía, a orillas del río Orwell. La policía supone que debió de empinar el codo más de la cuenta, perdió pie, se cayó al agua y se ahogó. No se encontró el cuerpo. Aunque investigaron durante cierto tiempo no descubrieron prueba alguna que demostrase cualquier otra teoría. Declararon que la mujer murió por ahogamiento accidental y cerraron el caso.

– Parece una historia verosímil.

– Desde luego, muy bien pudo ocurrir así. Pero lo dudo. Beatrice Pymm conocía bien esa comarca. ¿Por qué aquel día en particular iba a beber un poco más de la cuenta y caerse al río?

– ¿Teoría número dos?

– La teoría número dos se desarrolla como sigue: nuestro espía la aborda una vez oscurecido, le asesta una cuchillada en el corazón y carga el cadáver en una camioneta. Deja las cosas de la muchacha en la orilla del río para que todo indique que hubo un ahogamiento accidental. En realidad, el cadáver se traslada a través de la región, se mutila y se entierra en los aledaños de Whitchurch.

Llegaron al despacho de Vicary y tomaron asiento; Vicary detrás de su mesa, Harry frente a él. Harry se echó hacia atrás en la silla y apuntaló los pies.

– ¿Todo eso que has dicho es hipótesis pura o cuentas con algún hecho que apoye tu teoría?

– Mitad y mitad, pero todo encaja con tu sospecha de que asesinaron a Beatrice Pymm para ocultar la entrada de la espía en el país.

– Oigámoslo.

– Empezaré por el cadáver. Se descubrió el cuerpo en agosto de 1939. He hablado con el patólogo del Ministerio del Interior que lo examinó. A juzgar por el estado de descomposición en que se hallaba, calculó que había permanecido enterrado de seis a nueve meses. Lo cual coincide más o menos con la fecha de la desaparición de Beatrice Pymm. Los huesos de la cara habían sido casi completamente destrozados. No había piezas dentarias que comparar con historial odontológico alguno. Las manos se encontraban en tal estado de descomposición que no fue posible sacar huellas dactilares. El patólogo no pudo establecer la causa de la muerte. Aunque encontró un indicio interesante, una muesca en la costilla inferior del lado izquierdo. Ese corte está acorde con la posibilidad de una cuchillada en el pecho.

– ¿Dices que el asesino pudo haber empleado una camioneta? ¿Qué pruebas tienes?

– Pedí a las fuerzas de la policía local todos los informes relativos a cuantos delitos o alteraciones se hubieran producido por las cercanías de Witchurch la noche del asesinato de Beatrice Pymm. Casualmente, habían abandonado e incendiado intencionadamente una furgoneta en las proximidades de una aldea llamada Alderton. Comprobaron la matrícula del vehículo.

– ¿Y?

– Robado en Londres dos días antes.

Vicary se levantó y empezó a pasear por el despacho.

– De modo que nuestra espía está en mitad de la nada con una furgoneta en llamas al lado de la carretera. ¿A dónde se dirige ahora? ¿Qué hace?

– Supongamos que vuelve a Londres. Para a un coche o a un camión que pasa por la carretera y pide que la lleve. O quizá se llega andando hasta la estación más cercana y coge el primer tren que va a Londres.

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