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Shepherd Ramsey había llevado de Londres las cosas de Jordan: su ropa, sus libros, sus cartas, los papeles personales que dejaron los hombres de seguridad. Sentado en el avión de transporte que lo condujo desde Londres, Ramsey hojeó las cartas a fin de cerciorarse de que en ninguna de ellas se mencionaba a la mujer que Peter frecuentaba en Londres antes de su muerte.

Se cumplió la ceremonia junto a la tumba. No había cadáver que enterrar, pero colocaron una lápida junto a la de Margaret. Asistió toda la nómina del banco de Bratton y casi todo el personal de la Compañía de Puentes del Nordeste. También acudieron los numerosos miembros de la colonia de la Costa Norte: los Blakemore y los Brandenberg, los Carlisle y los Dutton, los Robinsony los Tellinger. Billy estaba junto a Jane y ésta se apoyaba en Walker Hardegen. Bratton aceptó la bandera estadounidense que le entregaba un representante de la Armada. El viento arrancaba flores de los árboles y las arrojaba sobre los reunidos como si fuera confeti.

Un hombre permanecía ligeramente separado del resto, con las manos cogidas a la espalda y la cabeza agachada respetuosamente. Era alto y flaco y su traje cruzado, de lana gris, resultaba demasiado grueso para aquel tiempo cálido de primavera.

Walker Hardegen fue el único de los presentes que lo reconoció.

Pero Hardegen ignoraba su verdadero nombre. El hombre siempre utilizaba un seudónimo tan ridículo que Hardegen tenía dificultades para pronunciarlo sin que se le escapara la risa.

El hombre era el oficial de control de Hardegen, y el seudónimo que empleaba era Broome.

Shepherd Ramsey llevó la carta del hombre de Londres. Dorothy y Bratton pasaron a la biblioteca y la leyeron durante la recepción. Dorothy la leyó primero, temblorosas las manos. Ahora era mayor, tenía más años y más canas. Se había roto la cadera al sufrir en diciembre una caída en los escalones de la casa de Manhattan. La cojera consecuente le había robado su antigua prestancia física. Al concluir la lectura sus ojos estaban húmedos, pero no derramó una lágrima. Dorothy siempre hacía las cosas con moderación. Tendió la carta a Bratton, que lloró al leerla.

Querido Billy:

Escribo esta carta con una inmensa tristeza. Tuve el placer de trabajar con tu padre y comprobé que era uno de los hombres más extraordinarios que jamás he conocido. Colaboró en uno de los proyectos más importantes de la guerra. A causa de las exigencias de la seguridad, sin embargo, es posible que no te digan nunca qué hizo exactamente tu padre.

Yo puedo decirte una cosa: la tarea realizada por tu padre salvará innumerables vidas y hará posible que Europa se desembarace de Hitler y de los nazis de una vez por todas. Realmente, tu padre dio su vida para que muchos otros puedan vivir. Fue un héroe.

Pero nada de lo que hizo tu padre le procuró tanta satisfacción y felicidad como tú, Billy. Cuando tu padre hablaba de ti, su rostro se transfiguraba. Sonreía y le brillaban los ojos, por agotado que estuviera. No he sido lo bastante afortunado como para tener la bendición de un hijo. Al escuchar a tu padre hablar de ti, comprendía la inmensidad de mi desgracia.

Afectuosamente

Alfred Vlcary

Bratton devolvió la carta a Dorothy. Ella la dobló, la introdujo de nuevo en el sobre y la guardó en el cajón superior de la mesa de Bratton. Fue a la ventana y miró afuera.

Todo el mundo comía, bebía y parecía pasárselo en grande. Más allá del gentío, vio a Billy, Jane y Walker sentados en la hierba, cerca del embarcadero. Jane y Walker eran ya más que amigos. Habían empezado a verse en plan sentimental y Jane hablaba ya de matrimonio. ¿No sería perfecto? Billy volvería a tener una auténtica familia.

Aquello tenía una elegancia primorosa, una conclusión cabal que a Dorothy le parecía reconfortante. Hacía calor de nuevo y pronto sería verano. Las casas no tardarían en abrirse otra vez y empezarían las fiestas. La vida sigue, se dijo. Margaret y Peter han desaparecido, pero, desde luego, la vida sigue.

63

Condado de Gloucester (Inglaterra), septiembre de 1944

Hasta al propio Alfred Vicary le sorprendió la rapidez con que fue capaz de abandonarlo todo. Técnicamente, era una excedencia administrativa, en tanto llegaba el resultado de la investigación interna. Pero Vicary comprendió que era un simple despido, expresado en jerga burocrática.

Perversamente, siguió el consejo de Basil Boothby y se retiró a la casa de su tía Matilda -no podía acostumbrarse a la idea de que era suya- para poner en orden las cosas. Los primeros días de exilio fueron espantosos. Echaba de menos la camaradería del MI-5. Echaba de menos su miserable despachito. Incluso se dio cuenta de que echaba de menos su catre de campaña, porque había perdido la gracia de dormir a pierna suelta. Echó la culpa de ello a la hundida cama matrimonial de Matilda, demasiado blanda y demasiado amplia para forcejear con sus turbados pensamientos. Un raro destello de inspiración le impulsó a ir a la tienda del pueblo y comprar un nuevo camastro de campaña. Lo colocó en el salón, junto al fuego, un emplazamiento extraño, se daba perfecta cuenta, pero no tenía previsto recibir invitados. A partir de aquella noche durmió todo lo bien que podía esperarse.

Soportó un largo período de melancólica inactividad. Pero en la primavera, cuando la temperatura empezó a ascender, centró su atención en las ilimitadas posibilidades que se desaprovechaban en su nuevo hogar. Los curiosos que efectuaban alguna que otra visita observaron con horror que Vicary atacaba su jardín con herramientas de podar, una hoz y gafas de leer con cristales de media luna. Contemplaron asombrados que repintaba el interior de su chalet. Estalló un considerable debate acerca de la elección del color, un blanco brillante institucional. ¿Significaba eso que su talante mejoraba o que pretendía convertir su domicilio en un hospital y registrar estancias prolongadas?

La inquietud se extendió en buena medida por el pueblo. Poole, el dueño del almacén, diagnosticó que el talante de Vicary era el propio de alguien abrumado por la aflicción.

– No es posible -replicó Plenderleith, el encargado del vivero que había asesorado a Vicary en cuestiones de jardinería-. No sólo no ha estado nunca casado, sino ni siquiera enamorado, al parecer.

La señorita Lazenby, de la tienda de confección, declaró que, ambos contertulios estaban equivocados.

– Ese hombre bebe los vientos por alguien, eso lo puede ver cualquier tonto. Y a juzgar por su aspecto, el objeto de su idolatría no le corresponde.

Incluso aunque hubiese conocido esa controversia, Vicary no hubiera podido zanjarla, porque sus propias emociones le eran a él tan desconocidas como a los que las observaban desde fuera. El director de su departamento en el University College le envió una carta. Se había enterado de que Vicary ya no trabajaba en la Oficina de Guerra y se preguntaba cuándo volvería a la universidad. Vicary rompióla carta en dos trozos y los quemó en el fuego de la chimenea.

Londres no tenía nada que ofrecerle -sólo malos recuerdos-, así que se mantenía alejado de la urbe. Sólo fue una vez, un mañana de la primera semana de junio, cuando sir Basil le citó para informarle del resultado de la investigación interna.

– ¡Hola, Alfred! -le saludó sir Basil, cuando Vicary se presentó en el despacho de Boothby.

El cuarto resplandecía iluminado por una agradable claridad de tono naranja. Boothby estaba de pie en el centro geométrico exacto de la estancia, como si necesitara espacio para maniobrar en todas direcciones. Vestía un traje gris de corte perfecto y parecía más alto de lo que Vicary, recordaba. El director general permanecía sentado en el espléndido sofá, entrelazados los dedos como si estuviese entregado a la oración, y los ojos fijos en un punto preciso de la alfombra persa. Boothby alargó la mano como una bayoneta y avanzó hacia Vicary. La caótica sonrisa que decoraba el semblante de Boothby no permitió a Vicary estar seguro de si el hombre pensaba abrazarle o atacarle. Y tampoco estaba seguro de a cuál de las dos intenciones temía más.

Lo que hizo Boothby fue estrechar la mano de Vicary, con un afecto un tanto excesivamente cordial, y posó su manaza en el hombro de Vicary. Estaba caliente y húmeda, como si acabase de jugar una manga de tenis. Sirvió personalmente una taza de té a Vicary y formuló unos comentarios triviales mientras Vicary fumaba un cigarrillo. Luego, con gran prosopopeya, sacó de un cajón el informe final de la investigación y lo depositó encima de la mesa.Vicary se negó a mirarlo directamente.

Boothby tuvo un placer enorme en explicar a Vicary que no le estaba permitido leer el informe del análisis de su propia operación. A pesar de todo, mostró a Vicary una saneada carta de una página redactada con la intención de «condensar y resumir» el contenido del informe. Vicary sostuvo la hoja con ambas manos, tensándola como si fuera un tambor, al objeto de que no se agitara mientras la leía. Era un documento obsceno y detestable, pero ponerlo en tela de juicio no merecía la pena. Se lo devolvió a Boothby,le estrechó la mano, hizo lo propio con el director general y salió.

Vicary bajó la escalera. Había alguien en su despacho. Harry estaba allí, con una fea cicatriz surcándole la mandíbula. Vicary no era propenso a las despedidas prolongadas. Contó a Harry que le habían despedido, le dio las gracias por todo y le dijo adiós.

Llovía otra vez y la temperatura era fría para estar en junio. El jefe de Transportes le ofreció un coche. Vicary declinó cortésmente el vehículo. Abrió el paraguas y emprendió el regreso a Chelsea bajo el torrencial aguacero.

Pasó la noche en su casa de Chelsea. Se despertó al amanecer. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas. Era el 6 de junio. Encendió la radio, sintonizó la BBC para escuchar las noticias y se enteró de que la invasión estaba en marcha.

Vicary salió al mediodía; esperaba ver grupos de gente nerviosa y ávida de hacer comentarios, pero en Londres reinaba una quietud mortal. Unas pocas personas se habían aventurado a salir de compras, unas cuantas más entraban a rezar en las iglesias. Los taxis atravesaban las calles vacías, en busca de pasaje.

Vicary vio londinenses que iban a sus tareas del día. Le entraron ganas de correr tras ellos, sacudirlos y luego decir: «¿No saben lo que está sucediendo? ¿No se dan cuenta de lo que pasa? ¿No saben las astucias e iniquidades que hicimos para engañarlos? ¿No saben lo que me han hecho a mí?».

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