Había sorteado tantos escollos de desórdenes telúricos, tantos eclipses aciagos, tantas bolas de candela en el cielo, que parecía imposible que alguien de nuestro tiempo confiara todavía en pronósticos de barajas referidos a su destino. Sin embargo, mientras se adelantaban los trámites para componer y embalsamar el cuerpo, hasta los menos candidos esperábamos sin confesarlo el cumplimiento de predicciones antiguas, como que el día de su muerte el lodo de los cenegales había de regresar por sus afluentes hasta las cabeceras, que había de llover sangre, que las gallinas pondrían huevos pentagonales, y que el silencio y las tinieblas se volverían a establecer en el universo porque aquél había de ser el término de la creación. Era imposible no creerlo, si los pocos periódicos que aún se publicaban seguían consagrados a proclamar su eternidad y a falsificar su esplendor con materiales de archivo, nos lo mostraban a diario en el tiempo estático de la primera plana con el uniforme tenaz de cinco soles tristes de sus tiempos de gloria, con más autoridad y diligencia y mejor salud que nunca a pesar de que hacía muchos años que habíamos perdido la cuenta de sus años, volvía a inaugurar en los retratos de siempre los monumentos conocidos o instalaciones de servicio público que nadie conocía en la vida real, presidía actos solemnes que se decían de ayer y que en realidad se habían celebrado en el siglo anterior, aunque sabíamos que no era cierto, que nadie lo había visto en público desde la muerte atroz de Leticia Nazareno cuando se quedó solo en aquella casa de nadie mientras los asuntos del gobierno cotidiano seguían andando solos y sólo por la inercia de su poder inmenso de tantos años, se encerró hasta la muerte en el palacio destartalado desde cuyas ventanas más altas contemplábamos. con el corazón oprimido el mismo anochecer lúgubre que él debió ver tantas veces desde su trono de ilusiones, veíamos la luz intermitente del faro que inundaba de sus aguas verdes y lánguidas los salones en ruinas, veíamos las lámparas de pobres dentro del cascarón de los que fueron antes los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que habían sido invadidos por hordas de pobres cuando las barracas de colores de las colinas del puerto fueron desbaratadas por otro de nuestros tantos ciclones, veíamos abajo la ciudad dispersa y humeante, el horizonte instantáneo de relámpagos pálidos del cráter de ceniza del mar vendido, la primera noche sin él, su vasto imperio lacustre de anémonas de paludismo, sus pueblos de calor en los deltas de los afluentes de lodo, las ávidas cercas de alambre de púa de sus provincias privadas donde proliferaba sin cuento ni medida una especie nueva de vacas magníficas que nacían con la marca hereditaria del hierro presidencial. No sólo habíamos terminado por creer de veras que él estaba concebido para sobrevivir al tercer cometa, sino que esa convicción nos había infundido una seguridad y un sosiego que creíamos disimular con toda clase de chistes sobre la vejez, le atribuíamos a él las virtudes seniles de las tortugas y los hábitos de los elefantes, contábamos en las cantinas que alguien había anunciado al consejo de gobierno que él había muerto y que todos los ministros se miraron asustados y se preguntaron asustados que ahora quién se lo va a decir a él, ja, ja, ja, cuando la verdad era que a él no le hubiera importado saberlo ni hubiera estado muy seguro él mismo de si aquel chiste callejero era cierto o falso, pues entonces nadie sabía sino él que sólo le quedaban en las troneras de la memoria unas cuantas piltrafas sueltas de los vestigios del pasado, estaba solo en el mundo, sordo como un espejo, arrastrando sus densas patas decrépitas por oficinas sombrías donde alguien de levita y cuello de almidón le había hecho una seña enigmática con un pañuelo blanco, adiós, le dijo él, el equívoco se convirtió en ley, los oficinistas de la casa presidencial tenían que ponerse de pie con un pañuelo blanco cuando él pasaba, los centinelas en los corredores, los leprosos en los rosales lo despedían al pasar con un pañuelo blanco, adiós mi general, adiós, pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia miel de abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en el pico con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez menos, y una noche el zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas del poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que acabaron por consolarlo del abismo del silencio de los pájaros de la realidad. Las pocas personas que entonces tenían acceso a la casa civil lo veían en el mecedor de mimbre sobrellevando el bochorno de las dos de la tarde bajo el cobertizo de trinitarias, se había desabotonado la guerrera, se había quitado el sable con el cinturón de los colores de la patria, se había quitado las botas pero se dejaba puestas las medias de púrpura de las doce docenas que le mandó el Sumo Pontífice de sus calceteros privados, las niñas de un colegio vecino que se encaramaban por las tapias traseras donde la guardia era menos rígida lo habían sorprendido muchas veces en aquel sopor insomne, pálido, con hojas de medicina pegadas en las sienes, atigrado por los charcos de luz del cobertizo en un éxtasis de mantarraya bocarriba en el fondo de un estanque, viejo guanábano, le gritaban, él las veía distorsionadas por la bruma de la reverberación del calor, les sonreía, las saludaba con la mano sin el guante de raso, pero no las oía, sentía el tufo de lodo de camarones de la brisa del mar, sentía el picoteo de las gallinas en los dedos de los pies, pero no sentía el trueno luminoso de las chicharras, no oía a las niñas, no oía nada. Sus únicos contactos con la realidad de este mundo eran entonces unas cuantas piltrafas sueltas de sus recuerdos más grandes, sólo ellos lo mantuvieron vivo después de que se despojó de los asuntos del gobierno y se quedó nadando en el estado de inocencia del limbo del poder, sólo con ellos se enfrentaba al soplo devastador de sus años excesivos cuando deambulaba al anochecer por la casa desierta, se escondía en las oficinas apagadas, arrancaba los márgenes de los memoriales y en ellos escribía con su letra florida los residuos sobrantes de los últimos recuerdos que lo preservaban de la muerte, una noche había escrito que me llamo Zacarías, lo había vuelto a leer bajo el resplandor fugitivo del faro, lo había leído otra vez muchas veces y el nombre tantas veces repetido terminó por parecerle remoto y ajeno, qué carajo, se dijo, haciendo trizas la tira de papel, yo soy yo, se dijo, y escribió en otra tira que había cumplido cien años por los tiempos en que volvió a pasar el cometa aunque entonces no estaba seguro de cuántas veces lo había visto pasar, y escribió de memoria en otra tira más larga honor al herido y honor a los fieles soldados que muerte encontraron por mano extranjera, pues hubo épocas en que escribía todo lo que pensaba, todo lo que sabia, escribió en un cartón y lo clavó con alfileres en la puerta de un retrete que estaba prohibido hacer porquerías en los excusados porque había abierto esa puerta por error y había sorprendido a un oficial de alto rango masturbándose en cuclillas sobre la letrina, escribía las pocas cosas que recordaba para estar seguro de no olvidarlas nunca, Leticia Nazareno, escribía, mi única y legítima esposa que lo había enseñado a leer y escribir en la plenitud de la vejez, hacía esfuerzos por evocar su imagen pública, quería volver a verla con la sombrilla de tafetán con los colores de la bandera y su cuello de colas de zorros plateados de primera dama, pero sólo conseguía recordarla desnuda a las dos de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, se acordaba del lento reposo de tu cuerpo manso y lívido en el zumbido del ventilador eléctrico, sentía tus tetas vivas, tu olor de perra, el rumor corrosivo de tus manos feroces de novicia que cortaban la leche y oxidaban el oro y marchitaban las flores, pero eran buenas manos para el amor, porque sólo ella había alcanzado el triunfo inconcebible de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante, y el se las quitaba, que te quites los arneses que me lastimas el corazón con las hebillas, y él se los quitaba, que te quites el sable, y el braguero, y las polainas, que te quites todo mi vida que no te siento, y él se quitaba todo para ti como no lo había hecho antes ni había de hacerlo nunca con ninguna mujer después de Leticia Nazareno, mi único y legítimo amor, suspiraba, escribía los suspiros en las tiras de memoriales amarillentos que enrollaba como cigarrillos para esconderlos en los resquicios menos pensados de la casa donde sólo él pudiera encontrarlos para acordarse de quién era él mismo cuando ya no pudiera acordarse de nada, donde nadie los encontró jamás cuando inclusive la imagen de Leticia Nazareno acabó de escurrirse por los desaguaderos de la memoria y sólo quedó el recuerdo indestructible de su madre Bendición Alvarado en las tardes de adioses de la mansión de los suburbios, su madre moribunda que convocaba a las gallinas haciendo sonar los granos de maíz en una totuma para que él no advirtiera que se estaba muriendo, que le seguía llevando las aguas de frutas a la hamaca colgada entre los tamarindos para que él no sospechara que apenas si podía respirar de dolor, su madre que lo había concebido sola, que lo había parido sola, que se estuvo pudriendo sola hasta que el sufrimiento solitario se hizo tan intenso que fue más fuerte que el orgullo y tuvo que pedirle al hijo que me mires la espalda para ver por qué siento este fulgor de brasas que no me deja vivir, y se quitó la camisola, se volvió, y él contempló con un horror callado las espaldas maceradas por las úlceras humeantes en cuya pestilencia de pulpa de guayaba se reventaban las burbujas minúsculas de las primeras larvas de los gusanos. Malos tiempos aquellos mi general, no había secretos de estado que no fueran de dominio público, no había orden que se cumpliera a ciencia cierta desde que fue servido en mesa de gala el cadáver exquisito del general Rodrigo de Aguilar, pero a él no le importaba, no le importaron los tropiezos del poder durante los meses amargos en que su madre se pudrió a fuego lento en un dormitorio contiguo al suyo después de que los médicos más entendidos en flagelos asiáticos dictaminaron que su enfermedad no era la peste, ni la sarna, ni el pian, ni ninguna otra plaga de Oriente sino algún maleficio de indios que sólo podía ser curado por quien lo hubiera infundido, y él comprendió que era la muerte y se encerró a ocuparse de su madre con una abnegación de madre, se quedó a pudrirse con ella para que nadie la viera cocinándose en su caldo de larvas, ordenó que le llevaran sus gallinas a la casa civil, le llevaron los pavorreales, los pájaros pintados que andaban a su antojo por salones y oficinas para que su madre no fuera a extrañar los trajines campestres de la mansión de los suburbios, él mismo quemaba los troncos de bija en el dormitorio para que nadie percibiera el tufo de mortecina de la madre moribunda, él mismo consolaba con mantecas germicidas el cuerpo colorado del mercurio cromo, amarillo del pícrico, azul del metileno, él mismo embadurnaba de bálsamos turcos las úlceras humeantes contra el criterio del ministro de la salud que tenía horror de los maleficios, qué carajo, madre, mejor si nos morimos juntos, decía, pero Bendición Alvarado era consciente de ser la única que se estaba muriendo y trataba de revelarle al hijo los secretos de familia que no quería llevarse a la tumba, le contaba cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor, como fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre, trataba de decirle para la historia que lo había engendrado de pie y sin quitarse el sombrero por el tormento de las moscas metálicas de los pellejos de melaza fermentada de una trastienda de cantina, lo había parido mal en un amanecer de agosto en el zaguán de un monasterio, lo había reconocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios y tenía el testículo derecho del tamaño de un higo y se vaciaba como un fuelle y exhalaba un suspiro de gaita con la respiración, lo desenvolvía de los trapos que le regalaron las novicias y lo mostraba en las plazas de feria por si acaso encontraba alguien que conociera algún remedio mejor y sobre todo más barato que la miel de abejas que era lo único que le recomendaban para su mala formación, la entretenían con fórmulas de consuelo, que no hay que anticiparse al destino, le decían, que al fin y al cabo el niño era bueno para todo menos para tocar instrumentos de viento, le decían, y sólo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para rey, y así era, pero él no le ponía atención, le suplicaba que se durmiera sin escarbar en el pasado porque le resultaba más cómodo creer que aquellos tropiezos de la historia patria eran delirios de la fiebre, duérmase, madre, le suplicaba, la envolvía de pies a cabeza con una sábana de lino de las muchas que había hecho fabricar a propósito para no lastimar sus llagas, la ponía a dormir de costado con la mano en el corazón, la consolaba con que no se acuerde de vainas tristes, madre, de todos modos yo soy yo, duerma despacio. Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida, divulgaban cédulas médicas inventadas, pero los propios estafetas de los bandos confirmaban que era cierto lo que ellos mismos desmentían, que los vapores de la corrupción eran tan intensos en el dormitorio de la moribunda que habían espantado hasta a los leprosos, que degollaban carneros para bañarla con la sangre viva, que sacaban sábanas ensopadas de una materia tornasol que fluía de sus llagas y por mucho que las lavaran no conseguían devolverles su esplendor original, que nadie había vuelto a verlo a él en los establos de ordeño ni en los cuartos de las concubinas donde siempre lo habían visto al amanecer aun en los tiempos peores, el propio arzobispo primado se había ofrecido para administrar los últimos sacramentos a la moribunda pero él lo había plantado en la puerta, nadie se está muriendo, padre, no crea en rumores, le dijo, compartía la comida con su madre en el mismo plato con la misma cuchara a pesar del aire de dispensario de peste que se respiraba en el cuarto, la bañaba antes de acostarla con el jabón del perro agradecido mientras el corazón se le paraba de lástima por las instrucciones que ella impartía con sus últimas hilachas de voz sobre el cuidado de los animales después de su muerte, que no desplumaran a los pavorreales para hacer sombreros, sí madre, decía él, y le daba una mano de creolina por todo el cuerpo, que no obliguen a cantar a los pájaros en las fiestas, sí madre, y la envolvía en la sábana de dormir, que saquen las gallinas de los nidos cuando esté tronando para que no empollen basiliscos, sí madre, y la acostaba con la mano en el corazón, sí madre, duerma despacio, la besaba en la frente, dormía las pocas horas que le quedaban tirado bocabajo junto a la cama, pendiente de las derivas de su sueño, pendiente de los delirios interminables que se iban haciendo más lúcidos a medida que se acercaban a la muerte, aprendiendo con sus rabias acumuladas de cada noche a soportar la rabia inmensa del lunes de dolor en que lo despertó el silencio terrible del mundo al amanecer y era que su madre de mi vida Bendición Alvarado había acabado de respirar, y entonces desenvolvió el cuerpo nauseabundo y vio en el resplandor tenue de los primeros gallos que había otro cuerpo idéntico con la mano en el corazón pintado de perfil en la sábana, y vio que el cuerpo pintado no tenía grietas de peste ni estragos de vejez sino que era macizo y terso como pintado al óleo por ambos lados del sudario y exhalaba una fragancia natural de flores tiernas que purificó el ámbito de hospital del dormitorio y por mucho que lo restregaron con caliche y lo hirvieron en lejía no consiguieron borrarlo de la sábana porque estaba integrado por el derecho y por el revés con la propia materia del lino, y era lino eterno, pero él no había tenido serenidad para medir el tamaño de aquel prodigio sino que abandonó el dormitorio con un portazo de rabia que sonó como un disparo en el ámbito de la casa, y entonces empezaron las campanas de duelo en la catedral y después las de todas las iglesias y después las de toda la nación que doblaron sin pausas durante cien días, y quienes despertaron por las campanas comprendieron sin ilusiones que él era otra vez el dueño de todo su poder y que el enigma de su corazón oprimido por la rabia de la muerte se levantaba con más fuerza que nunca contra las veleidades de la razón y la dignidad y la indulgencia, porque su madre de mi vida Bendición Alvarado había muerto en aquella madrugada del lunes veintitrés de febrero y un nuevo siglo de confusión y de escándalo empezaba en el mundo. Ninguno de nosotros [i] era bastante viejo para dar testimonio de aquella muerte, pero el estruendo de los funerales había llegado hasta nuestro tiempo y teníamos noticias verídicas de que él no volvió a ser el mismo de antes por el resto de su vida, nadie tuvo el derecho de perturbar sus insomnios de huérfano durante mucho más de los cien días del luto oficial, no se le volvió a ver en la casa de dolor cuyo ámbito había sido desbordado por las resonancias inmensas de las campanas fúnebres, no se daban más horas que las de su duelo, se hablaba con suspiros, la guardia doméstica andaba descalza como en los años originales de su régimen y sólo las gallinas pudieron hacer lo que quisieron en la casa prohibida cuyo monarca se había vuelto invisible, se desangraba de rabia en el mecedor de mimbre mientras su madre de mi alma Bendición Alvarado andaba por esos peladeros de calor y miseria dentro de un ataúd lleno de aserrín y hielo picado para que no se pudriera más de lo que estuvo en vida, pues se habían llevado el cuerpo en procesión solemne hasta los confines menos explorados de su reino para que nadie se quedara sin el privilegio de honrar su memoria, se lo llevaron con himnos de vientos de crespones oscuros hasta las estaciones de los páramos donde lo recibieron con las mismas músicas lúgubres las mismas muchedumbres taciturnas que en otros tiempos de gloria habían venido a conocer el poder oculto en la penumbra del vagón presidencial, exhibieron el cuerpo en el monasterio de caridad donde una pajarera nómada en el principio de los tiempos había parido mal a un hijo de nadie que llegó a ser rey, abrieron los portones del santuario por primera vez en un siglo, soldados de a caballo hacían redadas de indios en los pueblos, los arriaban secuestrados, los metían a culatazos en la vasta nave afligida por los soles helados de los vitrales donde nueve obispos de pontifical cantaban oficios de tinieblas, duerme en paz en tu gloria, cantaban los diáconos, los acólitos, descansa en tus cenizas, cantaban, afuera llovía en los geranios, las novicias repartieron guarapo con panes de difuntos, vendieron costillas de cerdo, camándulas, frascos de agua bendita bajo las arcadas de piedra de los patios, había música en las cantinas de las veredas, había pólvora, se bailaba en los zaguanes, era domingo, ahora y siempre, eran años de fiesta en las trochas de prófugos y los desfiladeros de niebla por donde su madre de mi muerte Bendición Alvarado había pasado en vida persiguiendo al hijo embullado con la ventolera federal, pues ella lo había cuidado en la guerra, había impedido que le caminaran encima las mulas de la tropa cuando se derrumbaba por los suelos enrollado en una manta, sin sentido, hablando disparates por la calentura de las tercianas, ella le había tratado de inculcar su miedo ancestral por los peligros que acechan a la gente de los páramos en las ciudades del mar tenebroso, tenia miedo de los virreyes, de las estatuas, de los cangrejos que se bebían las lágrimas de los recién nacidos, había temblado de pavor ante la majestad de la casa del poder que conoció a través de la lluvia la noche del asalto sin haber imaginado entonces que era la casa donde había de morir, la casa de soledad donde él estaba, donde se preguntaba con el calor de la rabia tirado bocabajo en el suelo dónde carajo te has metido, madre, en qué manglar de tarulla se habrá enredado tu cuerpo, quién te espanta las mariposas de la cara, suspiraba, postrado de dolor, mientras su madre Bendición Alvarado navegaba bajo un palio de hojas de plátano entre los vapores nauseabundos de los cenagales para ser exhibida en las escuelas públicas de vereda, en los cuarteles de los desiertos de salitre, en los corrales de indios, la mostraban en las casas principales junto con un retrato de cuando era joven, era lánguida, era hermosa, se había puesto una diadema en la frente, se había puesto una gola de encajes contra su voluntad, se había dejado poner talco en la cara y carmín en los labios por esa única vez, le pusieron un tulipán de seda en la mano para que lo tuviera así, así no, señora, así, descuidado en el regazo, cuando el fotógrafo veneciano de los monarcas europeos le tomó el retrato oficial de primera dama que mostraban junto con el cadáver como una prueba final contra cualquier sospecha de suplantación, y eran idénticos, pues no se había dejado nada al azar, el cuerpo iba siendo reconstruido en diligencias secretas a medida que se le desbarataba el cosmético y la piel agrietada de parafina se le derretía con el calor, le quitaban el musgo de los párpados en las épocas de lluvia, las costureras militares mantenían el vestido de muerta como si hubiera sido puesto ayer y conservaban en estado de gracia la corona de azahares y el velo de novia virgen que nunca tuvo en vida, para que nadie en este burdel de idólatras se atreviera a repetir nunca que eres distinta de tu retrato, madre, para que nadie olvide quién es el que manda por los siglos de los siglos hasta en los caseríos más indigentes de los médanos de la selva donde al cabo de tantos años de olvido vieron volver a medianoche el vetusto buque fluvial de rueda de madera con todas las luces encendidas y lo recibieron con tambores pascuales creyendo que habían vuelto los tiempos de gloria, que viva el macho, gritaban, bendito el que viene en nombre de la verdad, gritaban, se echaban al agua con los armadillos cebados, con una ahuyama del tamaño de un buey, se encaramaban por los barandales de encajes de madera para brindarle tributos de sumisión al poder invisible cuyos dados decidían al azar de la patria y se quedaban sin aliento ante el catafalco de hielo picado y sal de piedra repetido en las lunas atónitas de los espejos del comedor presidencial, expuesto al juicio público bajo los ventiladores de aspas del arcaico buque de placer que anduvo meses y meses por entre las islas efímeras de los afluentes ecuatoriales hasta que se extravió en una edad de pesadilla en que las gardenias tenían uso de razón y las iguanas volaban en las tinieblas, se terminó el mundo, la rueda de madera encalló en arenales de oro, se rompió, se fundió el hielo, se corrompió la sal, el cuerpo tumefacto quedó flotando a la deriva en una sopa de aserrín [ii] , y sin embargo no se pudrió, sino todo lo contrario mi general, pues entonces la vimos abrir los ojos y vimos que sus pupilas eran diáfanas y tenían el color del acónito en enero y su misma virtud de piedra lunar, y aun los más incrédulos habíamos visto empañarse la cubierta de vidrio del catafalco con el vapor de su aliento y habíamos visto que de sus poros manaba un sudor vivo y fragante, y la vimos sonreír. Usted no puede imaginarse cómo fue aquello mi general, fue el despelote, hemos visto parir a las mulas, hemos visto crecer flores en el salitre, hemos visto a los sordomudos aturdidos por el prodigio de sus propios gritos de milagro, milagro, milagro, hicieron polvo los vidrios del ataúd mi general y por poco no volvieron tasajo el cadáver para repartirse las reliquias, así que hemos tenido que disponer de un batallón de granaderos contra el fervor de las muchedumbres frenéticas que estaban llegando en tumulto desde el semillero de islas del Caribe cautivadas por la noticia de que el alma de su madre Bendición Alvarado había obtenido de Dios la facultad de contrariar las leyes de la naturaleza, vendían hilos de la mortaja, vendían escapularios, aguas de su costado, estampitas con su retrato de reina, pero era una turbamulta tan descomunal y atolondrada que más bien parecía un torrente de bueyes indómitos cuyas pezuñas devastaban cuanto encontraban a su paso y hacían un estruendo de temblor de tierra que hasta usted mismo puede oírlo desde aquí si escucha con atención mi general, óigalo, y él se puso la mano en pantalla detrás de la oreja qué le zumbaba menos, escuchó con atención, y entonces oyó, madre mía Bendición Alvarado, oyó el trueno sin término, vio la ciénaga en ebullición de la vasta muchedumbre dilatada hasta el horizonte del mar, vio el torrente de velas encendidas que arrastraban otro día más radiante dentro de la claridad radiante del mediodía, pues su madre de mi alma Bendición Alvarado regresaba a la ciudad de sus antiguos terrores como había llegado la primera vez con la marabunta de la guerra, con el olor a carne cruda de la guerra, pero liberada para siempre de los riesgos del mundo porque él había hecho arrancar de las cartillas de las escuelas las páginas sobre los virreyes para que no existieran en la historia, había prohibido las estatuas que te perturbaban el sueño, madre, de modo que ahora regresaba sin sus miedos congénitos en hombros de una muchedumbre de paz, regresaba sin ataúd, a cielo abierto, en un aire vedado a las mariposas, abrumada por el peso del oro de los exvotos que le habían colgado en el viaje interminable desde los confines de la selva a través de su vasto y convulsionado reino de pesadumbre, escondida bajo el montón de muletitas de oro que le colgaban los paralíticos restaurados, las estrellas de oro de los náufragos, los niños de oro de las estériles incrédulas que habían tenido que parir de urgencia detrás de los matorrales, como en la guerra, mi general, navegando al garete en el centro del torrente arrasador de la mudanza" bíblica de toda una nación que no encontraba dónde poner sus chécheres de cocina, sus animales, los restos de una vida sin más esperanzas de redención que las mismas oraciones secretas que Bendición Alvarado rezaba durante los combates para torcer el rumbo de las balas que disparaban contra su hijo, como había venido él en el tumulto de la guerra con un trapo colorado en la cabeza gritando en las treguas de los delirios de las calenturas que viva el partido liberal carajo, viva el federalismo triunfante, godos de mierda, aunque arrastrado en realidad por la curiosidad atávica de conocer el mar, sólo que la muchedumbre de miseria que había invadido la ciudad con el cuerpo de su madre era mucho más turbulenta y frenética que cuantas devastaron el país en la aventura de la guerra federal, más voraz que la marabunta, más terrible que el pánico, la más tremenda que habían visto mis ojos en todos los días de los años innumerables de su poder, el mundo entero mi general, mire, qué maravilla. Convencido por la evidencia, él salió al fin de las brumas de su duelo, salió pálido, duro, con una banda negra en el brazo, resuelto a utilizar todos los recursos de su autoridad para conseguir la canonización de su madre Bendición Alvarado con base en las pruebas abrumadoras de sus virtudes de santa, mandó a Roma a sus ministros de letras, volvió a invitar al nuncio apostólico a tomar chocolate con galletitas en los pozos de luz de cobertizo de trinitarias, lo recibió en familia, él acostado en la hamaca, sin camisa, abanicándose con el sombrero blanco, y el nuncio sentado frente a él con la taza de chocolate ardiente, inmune al calor y al polvo dentro del aura de espliego de la sotana dominical, inmune al desaliento del trópico, inmune a las cagadas de los pájaros de la madre muerta que volaban sueltos en los pozos dé agua solar del cobertizo, tomaba a sorbos contados el chocolate de vainilla, masticaba las galletitas con un pudor de novia tratando de demorar el veneno ineludible del último sorbo, rígido en la poltrona de mimbre que él no le concedía a nadie, sólo a usted, padre, como en aquellas tardes malvas de los tiempos de gloria en que otro nuncio viejo y candido trataba de convertirlo a la fe de Cristo con acertijos escolásticos de Tomás de Aquino, no más que ahora soy yo el que lo llama a usted para convertirlo, padre, las vueltas que da el mundo, porque ahora creo, dijo, y lo repitió sin pestañear, ahora creo, aunque en realidad no creía nada de este mundo ni de ningún otro salvo que su madre de mi vida tenía derecho a la gloria de los altares por los méritos propios de su vocación de sacrificio y su modestia ejemplar, tanto que él no fundaba su solicitud en los aspavientos públicos de que la estrella polar se movía en el sentido del cortejo fúnebre y los instrumentos de cuerda se tocaban solos dentro de los armarios cuando sentían pasar el cadáver sino que la fundaba en la virtud de esta sábana que desplegó a toda vela en el esplendor de agosto para que el nuncio viera lo que en efecto vio impreso en la textura del lino, vio la imagen de su madre Bendición Alvarado sin trazas de vejez ni estragos de peste acostada de perfil con la mano en el corazón, sintió en los dedos la humedad del sudor eterno, aspiró la fragancia de flores vivas en medio del escándalo de los pájaros alborotados por el soplo del prodigio, ya ve qué maravilla, padre, decía él, mostrando la sábana al derecho y al revés, hasta los pájaros la conocen, pero el nuncio estaba absorto en el lienzo con una atención incisiva que había sido capaz de descubrir impurezas de ceniza volcánica en la materia trabajada por los grandes maestros de la cristiandad, había conocido las grietas de un carácter y hasta las dudas de una fe por la intensidad de un color, había padecido el éxtasis de la redondez de la tierra tendido bocarriba bajo la cúpula de una capilla solitaria de una ciudad irreal donde el tiempo no transcurría sino que flotaba, hasta que tuvo valor para apartar los ojos de la sábana al cabo de una contemplación profunda y dictaminó con un tono dulce pero irreparable que el cuerpo estampado en el lino no era un recurso de la Divina Providencia para darnos una prueba más de su misericordia infinita, ni eso ni mucho menos, excelencia, era la obra de un pintor muy diestro en las buenas y en las malas artes que había abusado de la grandeza de corazón de su excelencia, porque aquello no era óleo sino pintura doméstica de la más indigna, sapolín de pintar ventanas, excelencia, debajo del aroma de las resinas naturales que habían disuelto en la pintura quedaba todavía el relente bastardo de la trementina, quedaban costras de yeso, quedaba una humedad persistente que no era el sudor del último escalofrío de la muerte como le habían hecho creer a él sino la humedad de artificio del lino saturado de aceite de linaza y escondido en lugares oscuros, créame que lo lamento, concluyó el nuncio con un pesar legítimo, pero no acertó a decir más ante el anciano granítico que lo observaba sin parpadear desde la amaca, que lo había escuchado desde el limo de sus lúgubres silencios asiáticos sin mover siquiera la boca para contradecirlo a pesar de que nadie conocía mejor que él la verdad del prodigio secreto de la sábana en que yo mismo te envolví con mis propias manos, madre, yo me asusté con el primer silencio de tu muerte que fue como si el mundo hubiera amanecido en el fondo del mar, yo vi el milagro, carajo, pero a pesar de su certidumbre no interrumpió el veredicto del nuncio, apenas parpadeó dos veces sin cerrar los ojos como las iguanas, apenas sonrió, está bien, padre, suspiró al fin, será como usted dice, pero le advierto que usted carga con el peso de sus palabras, se lo repito letra por letra para que no lo olvide en el resto de su larga vida que usted carga con el peso de sus palabras, padre, yo no respondo. El mundo permaneció en un sopor durante aquella semana de malos presagios en que él no se levantó de la hamaca ni para comer, se espantaba con el abanico a los pájaros amaestrados que se le paraban en el cuerpo, se espantaba los lamparones de luz de las trinitarias creyendo que eran pájaros amaestrados, no recibió a nadie, no dio una orden, pero la fuerza pública se mantuvo impasible cuando las turbas de fanáticos a sueldo asaltaron el palacio de la Nunciatura Apostólica, saquearon el museo de reliquias históricas, sorprendieron al nuncio haciendo la siesta a la intemperie en el remanso del jardín interior, lo sacaron desnudo a la calle, se le cagaron encima mi general, imagínese, pero él no se movió de la hamaca, ni siquiera parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que al nuncio lo estaban paseando en un burro por las calles del comercio bajo un chaparrón de lavazas de cocina que le vaciaban desde los balcones, le gritaban mano pancha, miss vaticano, dejad que los niños vengan a mí, y sólo cuando lo abandonaron medio muerto en el muladar del mercado público él se incorporó de la hamaca apartándose los pájaros a manotadas, apareció en la sala de audiencias apartando a manotadas las telarañas del duelo con el brazal de luto y los ojos abotagados de mal dormir, y entonces dio la orden de que pusieran al nuncio en una balsa de náufrago con provisiones para tres días y lo dejaran al garete en la ruta de los cruceros de Europa para que todo el mundo sepa cómo terminan los forasteros que levantan la mano contra la majestad de la patria, y que hasta el papa aprenda desde ahora y para siempre que podrá ser muy papa en Roma con su anillo al dedo en su poltrona de oro, pero que aquí yo soy el que soy yo, carajo, pollerones de mierda. Fue un recurso eficaz, pues antes del fin de aquel año se instauró el proceso de canonización de su madre Bendición Alvarado cuyo cuerpo incorrupto fue expuesto a la veneración pública en la nave mayor de la basílica primada, cantaron gloria en los altares, se derogó el estado de guerra que él había proclamado contra la Santa Sede [iii] , viva la paz, gritaban las muchedumbres en la Plaza de Armas, viva Dios, gritaban, mientras él recibía en audiencia solemne al auditor de la Sagrada Congregación del Rito y promotor y postulador de la fe, monseñor Demetrio Aldous, conocido como el eritreno, a quien se había encomendado la misión de escudriñar la vida de Bendición Alvarado hasta que no quedara ni el menor rastro de duda en la evidencia de su santidad, hasta donde usted quiera, padre, le dijo él, reteniendo su mano entre la suya, pues había experimentado una confianza inmediata en aquel abisinio cetrino que amaba la vida por encima de todas las cosas, comía huevos de iguana, mi general, le encantaban las peleas de gallo, el humor de las mulatas, la cumbia, como a nosotros mi general, la misma vaina, así que las puertas mejor guardadas se abrieron sin reservas por orden suya para que el escrutinio del abogado del diablo no encontrara tropiezos de ninguna índolé, porque nada había oculto como nada había invisible en su desmesurado reino de pesadumbre que no fuera una prueba irrefutable de que su madre de mi alma Bendición Alvarado estaba predestinada a la gloria de los altares, la patria es suya, padre, ahí la tiene, y ahí la tuvo, por supuesto, la tropa armada impuso el orden en el palacio de la Nunciatura Apostólica frente al cual amanecían las filas incontables de lazarinos restaurados que vinieron a mostrar la piel recién nacida sobre las llagas, los antiguos inválidos de San Vito vinieron a ensartar agujas ante los incrédulos, vinieron a mostrar su fortuna los que se habían enriquecido en la ruleta porque Bendición Alvarado les revelaba los números en el sueño, los que tuvieron noticias de sus perdidos, los que encontraron a sus ahogados, los que nada habían tenido y ahora lo tenían todo, vinieron, desfilaron sin tregua por la ardiente oficina decorada con los arcabuces de matar caníbales y las tortugas prehistóricas de Sir Walter Raleigh donde el eritreno incansable escuchaba a todos sin preguntar, sin intervenir, ensopado en sudor, ajeno a la peste de humanidad en descomposición que se iba acumulando en la oficina enrarecida por el humo de sus cigarros de los más ordinarios, tomaba notas minuciosas de las declaraciones de los testigos y los hacía firmar aquí, con el nombre completo, o con una cruz, o como usted mi general con la huella del dedo, como fuera, pero firmaban, entraba el siguiente, igual que el anterior, yo estaba tísico, padre, decía, yo estaba tísico, escribía el eritreno, y ahora oiga cómo canto, yo era impotente, padre, y ahora míreme cómo ando todo el día, yo era impotente, escribía con tinta indeleble para que su escritura rigurosa estuviera a salvo de enmiendas hasta el término de la humanidad, yo tenía un animal vivo dentro de la barriga, padre, yo tenia un animal vivo, escribía sin piedad, intoxicado de café cerrero, envenenado del tabaco rancio del cigarro que encendía con el cabo del anterior, despechugado como un boga mi general, qué cura tan macho, sí señor, decía él, muy macho, a cada quien lo suyo, trabajando sin tregua, sin comer nada para no perder el tiempo hasta bien entrada la noche, pero aun entonces no se daba al descanso sino que aparecía recién bañado en las fondas del muelle con la sotana de lienzo remendada con parches cuadrados, llegaba muerto de hambre, se sentaba en el largo mesón de tablas a compartir el sancocho de bocachico con los estibadores, descuartizaba el pescado con los dedos, trituraba hasta los huesos con aquellos dientes luciferinos que tenían su propia lumbre en la oscuridad, se tomaba la sopa por el borde del plato como los coralibes mi general, si usted lo viera, confundido con el paraco humano de los veleros astrosos que zarpaban cargados de marimondas y guineo verde, cargados de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, padre, para Santiago de los Caballeros que ni siquiera tiene mar para llegar, padre, para las islas más bellas y más tristes del mundo con que seguíamos soñando hasta los primeros resplandores del alba, padre, acuérdese qué distintos nos quedábamos cuando las goletas se iban, acuérdese del loro que adivinaba el porvenir en la casa de Matilde Arenales, las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa, el viento de tiburones, los tambores remotos, la vida, padre, la cabrona vida, muchachos, porque habla como nosotros mi general, como si hubiera nacido en el barrio de las peleas de perro, jugaba a la pelota en la playa, aprendió a tocar el acordeón mejor que los vallenatos, cantaba mejor que ellos, aprendió la lengua florida de los vaporinos, les llamaba gallo en latín, se emborrachaba con ellos en los tugurios de maricas del mercado, se peleó con uno de ellos porque habló mal de Dios, se fajaron a trompadas mi general, qué hacemos, y él ordenó que nadie los separe, les hicieron rueda, ganó, ganó el cura mi general, yo lo sabía, dijo él, complacido, es un macho, y menos frivolo de lo que todo el mundo se imaginaba, pues en aquellas noches turbulentas averiguó tantas verdades como en las jornadas agotadoras del palacio de la Nunciatura Apostólica, muchas más que en la tenebrosa mansión de los suburbios que había explorado sin permiso una tarde de lluvias grandes en que creyó burlar la vigilancia insomne de los servicios de la seguridad presidencial, la escudriñó hasta el último resquicio ensopado por la lluvia interior de las goteras del techo, atrapado por los tremedales de malanga y las camelias venenosas de los dormitorios espléndidos que Bendición Alvarado abandonaba a la felicidad de sus sirvientas, porque era buena, padre, era humilde, las ponía a dormir en sábanas de percal mientras ella dormía sobre la estera pelada en un camastro de cuartel, las dejaba vestirse con sus ropas de domingo de primera dama, se perfumaban con sus sales de baño, retozaban desnudas con los ordenanzas en las espumas de colores de las bañeras de peltre con patas de león, vivían como reinas mientras a ella se le iba la vida pintorreteando pájaros, cocinando sus mazamorras de legumbres en el anafe de leña y cultivando plantas de botica para las emergencias de los vecinos que la despertaban a medianoche con que tengo un espasmo de vientre, señora, y ella les daba a masticar semillas de mastuerzo, que al ahijado tiene el ojo torcido, y ella le daba un vermífugo de epazote, que me voy a morir, señora, pero no se morían porque ella tenía la salud en la mano, era una santa viva, padre, andaba en su propio espacio de pureza por aquella mansión de placer donde había llovido sin piedad desde que se la llevaron a la fuerza para la casa presidencial, llovía sobre los lotos del piano, sobre la mesa de alabastro del comedor suntuoso que Bendición Alvarado no utilizó nunca porque es como sentarse a comer en un altar, imagínese, padre, qué presentimiento de santa, pero a pesar de los testimonios febriles de los vecinos el abogado del diablo encontró más vestigios de timidez que de humildad entre los escombros, encontró más pruebas de pobreza de espíritu que de abnegación entre los Neptunos de ébano y los pedazos de demonios nativos y ángeles militares que flotaban en el manglar de las antiguas salas de baile, y en cambio no encontró el menor rastro de ese otro dios difícil, uno y trino, que lo había mandado desde las ardientes llanuras de Abisinia a buscar la verdad donde no había estado nunca, porque no encontró nada mi general, lo que se dice nada, qué vaina. Sin embargo, monseñor Demetrio Aldous no se conformó con el escrutinio de la ciudad sino que se trepó a lomo de mula por los limbos glaciales del páramo tratando de encontrar las semillas de la santidad de Bendición Alvarado donde su imagen no estuviera todavía pervertida por el resplandor del poder, surgía de entre la niebla envuelto en una manta de salteador y con unas botas de siete leguas como una aparición satánica que al principio suscitaba el miedo y después el asombro y por último la curiosidad de los cachacos que nunca habían visto un ser humano de aquel color, pero el astuto eritreno los incitaba a que lo tocaran pana convencerlos de que no soltaba alquitrán, les mostraba los dientes en las tinieblas, se emborrachaba con ellos comiendo queso de mano y bebiendo chicha en la misma totuma para ganarse su confianza en las tiendas lúgubres de las veredas donde en los albores de otros siglos habían conocido una pajarera de solemnidad agobiada por la carga de disparate de los huacales de pollitos pintados de ruiseñores, tucanes de oro, guacharacas disfrazadas de pavorreales para engañar montunos en los domingos fúnebres de las ferias del páramo, se sentaba ahí, padre, en la resolana de los fogones, esperando que alguien le hiciera la caridad de acostarse con ella en los pellejos de melaza de la trastienda, para comer, padre, no más que para comer, porque nadie era tan montuno para comprarle aquellos mamarrachos de pacotilla que se desteñían con las primeras lluvias y se desbarataban al caminar, sólo ella era tan cándida, padre, santa bendición de los pájaros, o de los páramos, como uno quiera, pues nadie sabía a ciencia cierta cuál era su nombre de entonces ni cuándo empezó a llamarse Bendición Alvarado que no debía de ser su nombre de origen porque no es nombre de estos rumbos sino de gente de mar, qué vaina, hasta eso lo había averiguado el resbaladizo fiscal de Satanás que todo lo descubría y lo desentrañaba a pesar de los sicarios de la seguridad presidencial que le enredaban los hilos de la verdad y le ponían estorbos invisibles, cómo le parece, mi general, habrá que venadearlo en un despeñadero, habrá que resbalarle la mula, pero él lo impidió con la orden personal de vigilarlo pero preservando su integridad física repito preservando integridad física permitiendo absoluta libertad todas facilidades cumplimiento su misión por mandato inapelable desta autoridad máxima obedézcase cúmplase, firmado, yo, e insistió, yo mismo, consciente de que con aquella determinación asumía el riesgo terrible de conocer la imagen verídica de su madre Bendición Alvarado en los tiempos prohibidos en que todavía era joven, era lánguida, andaba envuelta en harapos, descalza, y tenía que comer por el bajo vientre, pero era bella, padre, y era tan cándida que completaba los loros más baratos con colas de gallos finos para hacerlos pasar por guacamayas, reparaba gallinas baldadas con plumas de abanicos de pavos para venderlas como aves del paraíso, nadie se lo creía, por supuesto, nadie caía por inocente en los orzuelos de la pajarera solitaria que susurraba entre la niebla de los mercados dominicales a ver quién dijo uno y se la lleva gratis, pues todo el mundo la recordaba en el páramo por su ingenuidad y su pobreza, y sin embargo parecía imposible demostrar su identidad porque en los archivos del monasterio donde la habían bautizado no se encontró la hoja de su acta de nacimiento y en cambio se encontraron tres distintas del hijo y en todas era él tres veces distinto, tres veces concebido en tres ocasiones distintas, tres veces parido mal por la gracia de los artífices de la historia patria que habían embrollado los hilos de la realidad para que nadie pudiera descifrar el secreto de su origen, el misterio oculto que sólo el eritreno consiguió rastrear apartando los numerosos engaños superpuestos, pues lo había vislumbrado, mi general, lo tenía al alcance de la mano cuando sonó el disparo inmenso que seguía repercutiendo en los espinazos grises y las cañadas profundas de la cordillera y se oyó el interminable aullido de pavor de la mula desbarrancada que iba cayendo en un vértigo sin fondo desde la cumbre de las nieves perpetuas a través de los climas sucesivos e instantáneos de los cromos de ciencias naturales del precipicio y el nacimiento exiguo de las grandes aguas navegables y las cornisas escarpadas por donde se trepaban a lomo de indio con sus herbarios secretos los doctores sabios de la expedición botánica, y las mesetas de magnolias silvestres donde pacían las ovejas de tibia lana que nos proporcionaban sustento generoso y abrigo y buen ejemplo y las mansiones de los cafetales con sus guirnaldas de papel en los balcones solitarios y sus enfermos interminables y el fragor perpetuo de los ríos turbulentos de los límites arcifinios donde empezaba el calor y había al atardecer unas ráfagas pestilentes de muerto viejo muerto a traición muerto solo en las plantaciones de cacao de grandes hojas persistentes y flores encarnadas y frutos de baya cuyas semillas se usaban como principal ingrediente del chocolate y el sol inmóvil y el polvo ardiente y la cucúrbita pepo y la cucúrbita melo y las vacas flacas y tristes del departamento del atlántico en la única escuela de caridad a doscientas leguas a la redonda y la exhalación de la mula todavía viva que se despanzurró con una explosión de guanábana suculenta entre las matas de guineo y las gallinitas espantadas del fondo del abismo, carajo, lo venadearon, mi general, lo habían cazado con un rifle de tigre en el desfiladero del Ánima Sola a pesar del amparo de mi autoridad, hijos de puta, a pesar de mis telegramas terminantes, carajo, pero ahora van a saber quién es quién, roncaba, masticaba espuma de hiel no tanto por la rabia de la desobediencia como por la certeza de que algo grande le ocultaban si se habían atrevido a contrariar las centellas de su poder, vigilaba el aliento de quienes lo informaban porque sabía que sólo quien conociera la verdad tendría valor para mentirle, escudriñaba las intenciones secretas del alto mando para ver cuál de ellos era el traidor, tú a quien saqué de la nada, tú a quien puse a dormir en cama de oro después de haberte encontrado por los suelos, tú a quien salvé la vida, tú a quien compré por más dinero que a cualquiera, todos ustedes, hijos de mala madre, pues sólo uno de ellos podía atreverse a deshonrar un telegrama firmado con mi nombre y refrendado con el lacre del anillo de su poder, de modo que asumió el mando personal de la operación de rescate con la orden irrepetible de que en un plazo máximo de cuarentiocho horas lo encuentren vivo y me lo traen y si lo encuentran muerto me lo traen vivo y si no lo encuentran me lo traen, una orden tan inequívoca y temible que antes del plazo previsto le vinieron con la novedad mi general de que lo habían encontrado en los matorrales del precipicio con las heridas cauterizadas por las flores de oro de los frailejones, más vivo que nosotros, mi general, sano y salvo por la virtud de su madre Bendición Alvarado que una vez más daba muestras de su clemencia y su poder en la propia persona de quien había tratado de perjudicar su memoria, lo bajaron por trochas de indios en una hamaca colgada de un palo con una escolta de granaderos y precedido por un alguacil de a caballo que tocaba un cencerro de misa mayor para que todo el mundo supiera que esto es asunto del que manda, lo pusieron en el dormitorio de invitados de honor de la casa presidencial bajo la responsabilidad inmediata del ministro de la salud hasta que pudo dar término final al terrible expediente escrito de su puño y letra y refrendado con sus iniciales en la margen derecha de cada uno de los trescientos cincuenta folios de cada uno de los estos siete volúmenes que firmo con mi nombre y mi rúbrica y garantizo con mi sello a los catorce días del mes de abril de este año de gracia de Nuestro Señor, yo, Demetrio Aldous, auditor de la Sagrada Congregación del Rito, postulador y promotor de la fe, por mandato de la Constitución Inmensa y para esplendor de la justicia de los hombres en la tierra y mayor gloria de Dios en los cielos afirmo y demuestro que ésta es la única verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, excelencia, aquí la tiene. Allí estaba, en efecto, cautiva en siete biblias lacradas, tan ineludible y brutal que sólo un hombre inmune a los hechizos de la gloria y ajeno a los intereses de su poder se atrevió a exponerla en carne viva ante el anciano impasible que lo escuchó sin parpadear abanicándose en el mecedor de mimbre, que apenas suspiraba después de cada revelación mortal, que apenas decía ajá cada vez que veía encenderse la luz de la verdad, ajá, repetía, espantando con el sombrero las moscas de abril alborotadas por las sobras del almuerzo, tragando verdades enteras, amargas, verdades como brasas que le quedaban ardiendo en las tinieblas del corazón, pues todo había sido una farsa, excelencia, un aparato de farándula que él mismo montó sin proponérselo cuando decidió que el cadáver de su madre fuera expuesto a la veneración pública en un catafalco de hielo mucho antes de que nadie pensara en los méritos de tu santidad y sólo por desmentir la maledicencia de que estabas podrida antes de morir, un engaño de circo en el cual él mismo había incurrido sin saberlo desde que le vinieron con la novedad mi general de que su madre Bendición Alvarado estaba haciendo milagros y había ordenado que llevaran el cuerpo en procesión magnifica hasta los rincones más ignotos de su vasto país sin estatuas para que nadie se quedara sin conocer el premio a tus virtudes después de tantos años de mortificaciones estériles, después de tantos pájaros pintados sin ningún beneficio, madre, después de tanto amor sin gracia, aunque nunca se me hubiera ocurrido pensar que aquella orden se había de convertir en la patraña de los falsos hidrópicos a quienes les pagaban para que se desaguaran en público, le habían pagado doscientos pesos a un falso muerto que se salió de la sepultura y apareció caminando de rodillas entre la muchedumbre espantada con el sudario en piltrafas y la boca llena de tierra, le habían pagado ochenta pesos a una gitana que fingió parir en plena calle un engendro de dos cabezas como castigo por haber dicho que los milagros eran un negocio del gobierno, y eso eran, no había un solo testimonio que no fuera pagado con dinero, una confabulación de ignominia que sin embargo no había sido tramada por sus aduladores con el propósito inocente de complacerlo como lo supuso monseñor Demetrio Aldous en sus primeros escrutinios, no, excelencia, era un sucio negocio de sus prosélitos, el más escandaloso y sacrílego de cuantos había proliferado a la sombra de su poder, pues quienes inventaban los milagros y compraban los testimonios de mentiras eran los mismos secuaces de su régimen que fabricaban y vendían las reliquias del vestido de novia muerta de su madre Bendición Alvarado, ajá, los mismos que imprimían las estampitas y acuñaban las medallas con su retrato de reina, ajá, los que se habían enriquecido con los rizos de su cabello, ajá, con los frasquitos de agua de su costado, ajá, con los sudarios de diagonal donde pintaban con sapolín de puertas el tierno cuerpo de doncella dormida de perfil con la mano en el corazón y que eran despachados por yardas en las trastiendas de los bazares de los hindúes, un infundio descomunal sustentado en el supuesto de que el cadáver continuaba incorrupto ante los ojos ávidos de la muchedumbre interminable que desfilaba por la nave mayor de la catedral, cuando la verdad era bien distinta, excelencia, era que el cuerpo de su madre no estaba conservado por sus virtudes ni por los remiendos de parafina y los engaños de cosméticos que él había decidido por simple soberbia filial sino que estaba disecado mediante las peores artes de taxidermia igual que los animales póstumos de los museos de ciencias como él lo comprobó con mis propias manos, madre, destapé la urna de cristal cuyos emblemas funerarios se desbarataban con el aliento, te quité la corona de azahares del cráneo enmohecido cuyos duros cabellos de crines de potranca habían sido arrancados de raíz hebra por hebra para venderlos como reliquias, te saqué de entre los filamentos de revenidas piltrafas de novia y los residuos áridos y los atardeceres difíciles del salitre de la muerte y apenas si pesaba más que un calabazo en el sol y tenías un olor antiguo de fondo de baúl y se sentía dentro de ti un desasosiego febril que parecía el rumor de tu alma y era el tijereteo de las polillas que te carcomieron por dentro, tus miembros se desbarataban solos cuando quise sostenerte en mis brazos porque te habían desocupado las entrañas de todo lo que sostuvo tu cuerpo vivo de madre feliz dormida con la mano en el corazón y te habían vuelto a rellenar con estropajos de modo que no quedaba de cuanto fue tuyo nada más que un cascarón de hojaldres polvorientas que se desmigajó con sólo levantarlo en el aire fosforescente de las luciérnagas de tus huesos y apenas se oyó el ruido de saltos de pulga de los ojos de vidrio en las losas de la iglesia crepuscular, se volvió nada, era un reguero de escombros de madre demolida que los alguaciles recogieron del suelo con una pala para echarlo otra vez de cualquier modo dentro del cajón ante la impavidez monolítica del sátrapa indescifrable cuyos ojos de iguana no dejaron traslucir la menor emoción ni siquiera cuando se quedó a solas en la berlina sin insignias con el único hombre de este mundo que se había atrevido a ponerlo frente al espejo de la verdad, ambos contemplaban a través de la bruma de los visillos las hordas de menesterosos que se reposaban de la tarde cálida en el relente de los portales donde antes se vendían folletines de crímenes atroces y amores sin fortuna y flores carnívoras y frutos inconcebibles que comprometían la voluntad y donde ahora sólo se sentía la bullaranga ensordecedora del baratillo de reliquias falsas de las ropas y el cuerpo de su madre Bendición Alvarado, mientras él padecía la impresión nítida de que monseñor Demetrio Aldous había interferido su pensamiento cuando apartó la vista de las turbas de inválidos y murmuró que a fin de cuentas algo bueno quedaba del rigor de su escrutinio y era la certidumbre de que esta pobre gente quiere a su excelencia como a su propia vida, pues monseñor Demetrio Aldous había vislumbrado la perfidia dentro de la propia casa presidencial, había visto la codicia en la adulación y el servilismo matrero entre quienes medraban al amparo del poder, y había conocido en cambio una nueva forma de amor en las recuas de menesterosos que no esperaban nada de él porque no esperaban nada de nadie y le profesaban una devoción terrestre que se podía coger con las manos y una fidelidad sin ilusiones que ya quisiéramos nosotros para Dios, excelencia, pero él ni siquiera parpadeó ante el asombro de aquella revelación que en otro tiempo le habría fruncido las entrañas, ni siquiera suspiró sino que meditó para sí mismo con una inquietud recóndita que no más eso faltaba, padre, sólo faltaba que nadie me quisiera ahora que usted se va a disfrutar de la gloria de mi infortunio bajo las cúpulas de oro de su mundo falaz mientras él se quedaba con la carga inmerecida de la verdad sin una madre solícita que lo ayudara a sobrellevarla, más solo que la mano izquierda en esta patria que no escogí por mi voluntad sino que me la dieron hecha como usted la ha visto que es como ha sido desde siempre con este sentimiento de irrealidad, con este olor a mierda, con esta gente sin historia que no cree en nada más que en la vida, ésta es la patria que me impusieron sin preguntarme, padre, con cuarenta grados de calor y noventa y ocho de humedad en la sombra capitonada de la berlina presidencial, respirando polvo, atormentado por la perfidia de la potra que hacía un tenue silbido de cafetera en las audiencias, sin nadie con quien perder una partida de dominó, ni nadie a quien creerle la verdad, padre, métase en mi pellejo, pero no lo dijo, apenas suspiró, apenas hizo un parpadeo instantáneo y le suplicó a monseñor Demetrio Aldous que la conversación brutal de aquella tarde se quedara entre nosotros, usted no me ha dicho nada, padre, yo no sé la verdad, prométamelo, y monseñor Demetrio Aldous le prometió que por supuesto su excelencia no conoce la verdad, palabra de hombre. La causa de Bendición Alvarado fue suspendida por insuficiencia de pruebas, y el edicto de Roma se divulgó desde los pulpitos con licencia oficial junto con la determinación del gobierno de reprimir cualquier protesta o tentativa de desorden, pero la fuerza pública no intervino cuando las hordas de peregrinos indignados hicieron hogueras en la Plaza de Armas con los portones de la basílica primada y destruyeron a piedras los vitrales de ángeles y gladiadores de la Nunciatura Apostólica, acabaron con todo, mi general, pero él no se movió de la hamaca, asediaron el convento de las vizcaínas para dejarlas perecer sin recursos, saquearon las iglesias, las casas de misiones, rompieron todo lo que tenia que ver con los curas, mi general, pero él permaneció inmóvil en la hamaca bajo la penumbra fresca de las trinitarias hasta que los comandantes de su estado mayor en pleno se declararon incapaces de apaciguar los ánimos y restablecer el orden sin derramamientos de sangre como se había acordado, y sólo entonces se incorporó, apareció en la oficina al cabo de tantos meses de desidia y asumió de viva voz y de cuerpo presente la responsabilidad solemne de interpretar la voluntad popular mediante un decreto que concibió por inspiración propia y dictó de su cuenta y riesgo sin prevenir a las fuerzas armadas ni consultar a sus ministros, y en cuyo artículo primero proclamó la santidad civil de Bendición Alvarado por decisión suprema del pueblo libre y soberano, la nombró patrona de la nación, curadora de los enfermos y maestra de los pájaros y se declaró día de fiesta nacional el de la fecha de su nacimiento, y el artículo segundo y a partir de la promulgación del presente decreto se declaró el estado de guerra entre esta nación y las potencias de la Santa Sede con todas las consecuencias que para estos casos establecen el derecho de gentes y los tratados internacionales en vigencia, y en el artículo tercero se ordenó la expulsión inmediata, pública y solemne del señor arzobispo primado y la consiguiente de los obispos, los prefectos apostólicos, los curas y las monjas y cuantas gentes nativas o forasteras tuvieran algo que ver con los asuntos de Dios en cualquier condición y bajo cualquier título dentro de los límites del país y hasta cincuenta leguas marinas dentro de las aguas territoriales, y se ordenó en el artículo cuarto y último la expropiación de los bienes de la iglesia, sus templos, sus conventos, sus colegios, sus tierras de labor con su dotación de herramientas y animales, los ingenios de azúcar, las fábricas y talleres así como todo cuanto le perteneciera en realidad aunque estuviera registrado a nombre de terceros, los cuales bienes pasaban a formar parte del patrimonio póstumo de santa Bendición Alvarado de los pájaros para esplendor de su culto y grandeza de su memoria desde la fecha del presente decreto dictado de viva voz y firmado con el sello del anillo de esta autoridad máxima e inapelable del poder supremo, obedézcase y cúmplase. En medio de los cohetes de júbilo, las campanas de gloria y las músicas de gozo con que se celebró el acontecimiento de la canonización civil, él se ocupó de cuerpo presente de que el decreto fuera cumplido sin maniobras equivocas para estar seguro de que no lo harían víctima de nuevos engaños, volvió a coger las riendas de la realidad con sus firmes guantes de raso como en los tiempos de la gloria grande en que la gente le cerraba el paso en las escaleras para pedirle que restaurara las carreras de caballo en la calle y él mandaba, de acuerdo, que restaurara las carreras de sacos y él mandaba, de acuerdo, y aparecía en los ranchos más míseros a explicar cómo debían echarse las gallinas en los nidos y cómo se castraban los terneros, pues no se había conformado con la comprobación personal de las minuciosas actas de inventarios de los bienes de la iglesia sino que dirigió las ceremonias formales de expropiación para que no quedara ningún resquicio entre su voluntad y los actos cumplidos, cotejó las verdades de los papeles con las verdades engañosas de la vida real, vigiló la expulsión de las comunidades mayores a las cuales se atribuía el propósito de sacar escondidos en talegos de doble fondo y corpiños amañados los tesoros secretos del último virrey que permanecían sepultados en cementerios de pobres a pesar del encarnizamiento con que los caudillos federales los habían buscado en los largos años de guerras, y no sólo ordenó que ningún miembro de la iglesia llevara consigo más equipaje que una muda de ropa sino que decidió sin apelación que fueran embarcados desnudos como sus madres los parieron, los rudos curas de pueblo a quienes les daba los mismo andar vestidos o en cueros siempre que les cambiaran el destino, los prefectos de tierras de misiones devastados por la malaria, los obispos lampiños y dignos, y detrás de ellos las mujeres, las tímidas hermanas de la caridad, las misioneras cimarronas acostumbradas a desbravar la naturaleza y hacer brotar legumbres en el desierto, y las vizcaínas esbeltas tocadoras de clavicordio y las salesianas de manos finas y cuerpos intactos, pues aun en los puros cueros con que habían sido echadas al mundo era posible distinguir sus orígenes de clase, la diversidad de su condición y la desigualdad de su oficio a medida que desfilaban por entre bultos de cacao y costales de bagre salado en el inmenso galpón de la aduana, pasaban en un tumulto giratorio de ovejas azoradas con los brazos en cruz sobre el pecho tratando de esconder la vergüenza de las unas con la de las otras ante el anciano que parecía de piedra bajo los ventiladores de aspas, que las miraba sin respirar, sin mover los ojos del espacio fijo por donde tenía que pasar sin remedio el torrente de mujeres desnudas, las contempló impasible, sin pestañear, hasta que no quedó ni una en el territorio de la nación, pues éstas fueron las últimas mi general, y sin embargo él recordaba sólo una que había separado con un simple golpe de vista del tropel de novicias asustadas, la distinguió entre las otras a pesar de que no era distinta, era pequeña y maciza, robusta, de nalgas opulentas, de tetas grandes y ciegas, de manos torpes, de sexo abrupto, de cabellos cortados con tijeras de podar, de dientes separados y firmes como hachas, de nariz escasa, de pies planos, una novicia mediocre, como todas, pero él sintió que era la única mujer en la piara de mujeres desnudas, la única que al pasar frente a él sin mirarlo dejó un rastro oscuro de animal de monte que se llevó mi aire de vivir y apenas si tuvo tiempo de cambiar la mirada imperceptible para verla por segunda vez para siempre jamás cuando el oficial de los servicios de identificación encontró el nombre por orden alfabético en la nómina y gritó Nazareno Leticia, y ella contestó con voz de hombre, presente. Así la tuvo por el resto de su vida, presente, hasta que las últimas nostalgias se le escurrieron por las grietas de la memoria y sólo permaneció la imagen de ella en la tira de papel en que había escrito Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, la escondió en el resquicio donde guardaba la miel de abeja, la releía cuando sabía que no era visto, la volvía a enrollar después de revivir por un instante fugaz la tarde inmemorial de lluvias radiantes en que lo sorprendieron con la novedad mi general de que te habían repatriado en cumplimiento de una orden que él no dio, pues no había hecho más que murmurar Leticia Nazareno mientras contemplaba el último carguero de ceniza que se hundió en el horizonte, Leticia Nazareno, repitió en voz alta para no olvidar el nombre, y eso había bastado para que los servicios de la seguridad presidencial la secuestraran del convento de Jamaica y la sacaron amordazada y con una camisa de fuerza dentro de una caja de pino con sunchos lacrados y letreros de alquitrán de frágil do not drop this side up y una licencia de exportación en regla con la debida franquicia consular de dos mil ochocientas copas de champaña de cristal legítimo para la bodega presidencial, la embarcaron de regreso en la bodega de un barco carbonero y la pusieron desnuda y narcotizada en la cama de capiteles del dormitorio de invitados de honor como él había de recordarla a las tres de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, tenía el mismo sosiego de sueño natural de otras tantas mujeres inertes que le habían servido sin solicitarlas y que él había hecho suyas en aquel cuarto sin despertarlas siquiera del letargo de luminal y atormentado por un terrible sentimiento de desamparo y de derrota, sólo que a Leticia Nazareno no la tocó, la contempló dormida con una especie de asombro infantil sorprendido de cuánto había cambiado su desnudez desde que la vio en los galpones del puerto, le habían rizado el cabello, la habían afeitado por completo hasta los resquicios más íntimos y le habían barnizado de rojo las uñas de las manos y los pies y le habían puesto carmín en los labios y colorete en las mejillas y almizcle en los párpados y exhalaba una fragancia dulce que acabó con tu rastro escondido de animal de monte, qué vaina, la habían echado a perder tratando de componerla, la habían vuelto tan distinta que él no conseguía verla desnuda debajo de los afeites torpes mientras la contemplaba sumergida en el éxtasis de luminal, la vio salir a flote, la vio despertar, la vio verlo, madre, era ella, Leticia Nazareno de mi desconcierto petrificada de terror ante el anciano pétreo que la contemplaba sin clemencia a través de los vapores tenues del mosquitero, asustada de los propósitos imprevisibles de su silencio porque no podía imaginarse que a pesar de sus años incontables y su poder sin medidas él estaba más asustado que ella, más solo, más sin saber qué hacer, tan aturdido e inerme como estuvo la primera vez en que fue hombre con una mujer de soldados a quien sorprendió a medianoche bañándose desnuda en un río y cuya fuerza y tamaño había imaginado por sus resuellos de yegua después de cada zambullida, oía su risa oscura y solitaria en la oscuridad, sentía el regocijo de su cuerpo en la oscuridad pero estaba paralizado de miedo porque seguía siendo virgen aunque ya era teniente de artillería en la tercera guerra civil, hasta que el miedo de perder la ocasión fue más decisivo que el miedo del asalto, y entonces se metió en el agua con todo lo que llevaba encima, las polainas, el morral, la correa de municiones, el machete, la escopeta de fisto, ofuscado por tantos estorbos de guerra y tantos terrores secretos que la mujer creyó al principio que era alguien que se había metido a caballo en el agua, pero en seguida se dio cuenta de que no era más que un pobre hombre asustado y lo acogió en el remanso de su misericordia, lo llevó de la mano en la oscuridad de su aturdimiento porque él no lograba encontrar los caminos en la oscuridad del remanso, le indicaba con voz de madre en la oscuridad que te agarres fuerte de mis hombros para que no te tumbe la corriente, que no se acuclillara dentro del agua sino que te arrodilles con fuerza en el fondo respirando despacio para que te alcance el aliento, y él hacia lo que ella le indicaba con una obediencia pueril pensando madre mía Bendición Alvarado cómo carajo harán las mujeres para hacer las cosas como si las estuvieran inventando, cómo harán para ser tan hombres, pensaba, a medida que ella lo iba despojando de la parafernalia inútil de otras guerras menos temibles y desoladas que aquella guerra solitaria con el agua al cuello, había muerto de terror al amparo de aquel cuerpo oloroso a jabón de pino cuando ella acabó de quitarle las hebillas de las dos correas y le solté los botones de la bragueta y me quedé crispada de horror porque no encontré lo que buscaba sino el testículo enorme nadando como un sapo en la oscuridad, lo soltó asustada, se apartó, anda con tu mamá que te cambie por otro, le dijo, tú no sirves, pues lo había derrotado el mismo miedo ancestral que lo mantuvo inmóvil ante la desnudez de Leticia Nazareno en cuyo río de aguas imprevisibles no se había de meter ni con todo lo que llevaba encima mientras ella no le prestara el auxilio de su misericordia, él mismo la cubrió con una sábana, le tocaba en el gramófono hasta que se gastó el cilindro la canción de la pobre Delgadina perjudicada por el amor de su padre, le hizo poner flores de fieltro en los floreros para que no se marchitaran como las naturales con la mala virtud de sus manos, hizo todo lo que se le ocurría para hacerla feliz pero mantuvo intacto el rigor del cautiverio y el castigo de la desnudez para que ella entendiera que sería bien atendida y bien amada pero que no tenía ninguna posibilidad de escaparse de aquel destino, y ella lo comprendió tan bien que en la primera tregua del miedo le había ordenado sin pedirle por favor general que me abra la ventana para que entre un poco de fresco, y él la abrió, que la volviera a cerrar porque me da la luna en la cara, la cerró, cumplía sus órdenes como si fueran de amor tanto más obediente y seguro de sí mismo cuanto más cerca se sabía de la tarde de lluvias radiantes en que se deslizó dentro del mosquitero y se acostó vestido junto a ella sin despertarla, participó a solas durante noches enteras de los efluvios secretos de su cuerpo, respiraba su tufo de perra montuna que se fue haciendo más cálido con el paso de los meses, retoñó el musgo de su vientre, despertó sobresaltada gritando que se quite de aquí, general, y él se levantó con su parsimonia densa pero volvió a acostarse junto a ella mientras dormía y así la disfrutó sin tocarla durante el primer año de cautiverio hasta que ella se acostumbró a despertar a su lado sin entender hacia dónde corrían los cauces ocultos de aquel anciano indescifrable que había abandonado los halagos del poder y los encantos del mundo para consagrarse a su contemplación y su servicio, tanto más desconcertada cuanto más cerca se sabia él de la tarde de lluvias radiantes en que se acostó sobre ella mientras dormía como se había metido en el agua con todo lo que llevaba puesto, el uniforme sin insignias, las correas del sable, el mazo de llaves, las polainas, las botas de montar con la espuela de oro, un asalto de pesadilla que la despertó aterrorizada tratando de quitarse de encima aquel caballo guarnecido de recados de guerra, pero él estaba tan resuelto que ella decidió ganar tiempo con el recurso último de que se quite los arneses general que me lastima el corazón con las argollas, y él se los quitó, que se quitara la espuela general que me está maltratando los tobillos con la estrella de oro, que se sacara el mazo de llaves de la pretina que me tropieza con el hueso de la cadera, y él terminaba por hacer lo que ella le ordenaba aunque necesitó tres meses para hacerle quitar las correas del sable que me estorban para respirar y otro mes para las polainas que me rompen el alma con las hebillas, era una lucha lenta y difícil en que ella lo demoraba sin exasperarlo y él terminaba por ceder para complacerla, de modo que ninguno de los dos supo nunca cómo fue que ocurrió el cataclismo final poco después del segundo aniversario del secuestro cuando sus tibias y tiernas manos sin destino tropezaron por casualidad con las piedras ocultas de la novicia dormida que despertó conmocionada por un sudor pálido y un temblor de muerte y no trató de quitarse ni por las buenas ni por las malas artes el animal cerrero que tenía encima sino que acabó de conmocionarlo con la súplica de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante y él se las quitó como pudo, que te quites las polainas, y los pantalones, y el braguero, que te quites todo mi vida que no te siento, hasta que él mismo no supo cuándo se quedó como sólo su madre lo había conocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios, liberado del miedo, libre, convertido en un bisonte de lidia que en la primera embestida demolió todo cuanto encontró a su paso y se fue de bruces en un abismo de silencio donde sólo se oía el crujido de maderos de barcos de las muelas apretadas de Nazareno Leticia, presente, se había agarrado de mi cabello con todos los dedos para no morirse sola en el vértigo sin fondo en que yo me moría solicitado al mismo tiempo y con el mismo ímpetu por todas las urgencias del cuerpo, y sin embargo la olvidó, se quedó solo en las tinieblas buscándose a sí mismo en el agua salobre de sus lágrimas general, en el hilo manso de su baba de buey, general, en el asombro de su asombro de madre mía Bendición Alvarado cómo es posible haber vivido tantos años sin conocer este tormento, lloraba, aturdido por las ansias de sus riñones, la ristra de petardos de sus tripas, el desgarramiento de muerte del tentáculo tierno que le arrancó de cuajo las entrañas y lo convirtió en un animal degollado cuyos tumbos agónicos salpicaban las sábanas nevadas con una materia ardiente y agria que pervirtió en su memoria el aire de vidrio líquido de la tarde de lluvias radiantes del mosquitero, pues era mierda, general, su propia mierda.